Eterno Retorno

Saturday, March 25, 2017

“Al amparo de las sombras acababa de entrar en su casa, y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del todo. Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba y en la tumba de Nicolás Carranza ya está reseca la tierra”, escribe Rodolfo Walsh en el primer párrafo de Operación Masacre. También es posible que algo mordiera por dentro al mismo Rodolfo la mañana del 25 de marzo de 1977, hace exactamente 40 años, cuando salió con su esposa Lilia de su casa en San Vicente y fue herido y secuestrado por los gorilas de la dictadura a quienes acababa de enviar una carta en el primer aniversario del golpe militar. Su cadáver jamás apareció. Hay quien ha llamado a Walsh el anti-Borges, o acaso el mejor personaje de ficción de la literatura argentina. Lo cierto es que una década antes de A sangre fría de Capote y cuando la crítica aún no cacareaba los nombres de Wolfe, Thompson, Mailer y otros pavos sagrados de las redacciones gringas, Walsh inauguró con Operación Masacre el nuevo periodismo latinoamericano narrando los fusilamientos ejecutados en la infausta madrugada del 9 de junio de 1956. Y hoy que se cumplen cuatro décadas de su desaparición, al gremio periodístico le queda por herencia la rabia y el dolor por Miroslava Breach, corresponsal de La Jornada en Chihuahua, acribillada frente a su hijo cuando lo llevaba a la escuela. La sangre de Mirsolava salpica una tierra donde la inmolación de un reportero ha dejado de ser noticia. Hace una semana fue Ricardo Monlui en Veracruz y hace un mes Cecilio Pineda en Guerrero. El gobernador Corral dice que el crimen de Miroslava no quedará impune. ¿Debemos creerle? En década y media suman ya 103 periodistas asesinados en México y sólo en tres de estos casos ha habido una sentencia penal. Los únicos países que actualmente suman cifras semejantes en número de reporteros muertos en cumplimiento de su labor son Siria y Afganistán. Estos dos países han estado inmersos en sangrientos y desgastantes conflictos bélicos y los colegas asesinados eran en su mayoría corresponsales de guerra. ¿Y en México? No, cómo creen, en este país reina la santa paz, ya nos mandaron decir de Los Pinos. Casos aislados dirán. Conflictos relacionados la vida personal de los reporteros, casi siempre casquivana y disoluta y nada relacionado con el ejercicio de su profesión. ¿Atentados contra la libertad de expresión? No, por favor. Nada que ver. Si ser reportero en México es segurísimo. Los que han muerto es que porque de una u otra forma se lo buscaron por pisar terrenos vedados y andar en malas compañías. Y mientras tanto nosotros, con dirían los Ratos de Porão, Contando os mortos.

Hace algunas semanas un compadre locochón y metalero le mostró a Zavala algunas danzas de la muerte, unas raras imágenes medievales donde se ve a reyes y príncipes en medio de un banquete o de un baile en donde siempre hay una parca oculta. Las danzas de la muerte, le dijo su amigo, se volvieron populares en los tiempos de la peste negra, cuando la omnipresencia de la guadaña se reveló con desparpajo a nobles y plebeyos. Zavala no quiere externarlo, pero en el momento en que la hélice empieza a girar tiene la certeza de que hay seis pasajeros en ese helicóptero. El quinto pasajero es la pobre excursionista, tan chula ella, a la que Zavala se imaginó dando primeros auxilios y el sexto pasajero es la muerte misma, así, con manto y con su guadaña como en esas danzas macabras. Está ahí, elevándose hacia el cielo mexicalense mientras una sacudida hace temblar la aeronave y Zavala siente la irrupción de una nausea incontrolable que no alcanzará a transformarse en vómito.

Monday, March 20, 2017

El invierno se despedirá dentro de una semana pero en Mexicali el termómetro ha pasado la raya de los 30 grados al medio día de ese 13 de marzo mientras el McDonald Douglas color negro con 600 caballos de fuerza matriculado XC-PEP destella en el azul cielo del desierto cachanilla. Horas más tarde los expertos escupirán mil hubieras y teorías. Ante el desprendimiento del rotor de cola es preciso desacelerar completamente para estabilizar el helicóptero e intentar aterrizar. Un piloto experto habría sido capaz de hacerlo dirán desde la comodidad de sus pantallas. Del rotor ni siquiera alcanzarán a enterarse los rescatistas y acaso lo haya sabido solamente Noe cuando el helicóptero gira violentamente en dirección contraria a la hélice principal y los sacude como en una licuadora. Acaso alguno reviva la sensación infantil de un juego mecánico extractor de vómitos o el vértigo inducido de la montaña rusa y no faltarán místicos que hablen de la vida entera vista en cámara rápida en medio de la caída, cuando el impacto es inminente y la muerte está por arrojar el manto, pero los seis y medio segundos que transcurren entre choque y caída sólo hay tiempo para un grito, un chingada madre al unísono o alguna invocación a Dios antes de que metal, arena, carne humana y turbosina se fundan en un abrazo de fuego.