Eterno Retorno

Friday, July 29, 2016

Argemiro Montaño vino al mundo en Nacozari, tierra de cabrones con los tanates bien puestos, que no tiemblan a la hora de hablarse de tú con la muerte. Argemiro fue el hijo de Celso Montaño, un Espartaco que hacía temblar de pavor a la aristocracia y que murió pistola en mano, como los grandes caudillos revolucionarios, desafiando una tormenta de plomo. La sangre derramada por este valiente regó la tie… La tarde del 14 de diciembre de 2012, la Policía Municipal de Hermosillo encontró el cuerpo sin vida de Argemiro Montaño dentro de su departamento en Infonavit Burócratas. De acuerdo con el dictamen pericial, el deceso se habría producido tres semanas antes como consecuencia de una broncoaspiración, luego de que el periodista sufriera un desmayo provocado por un golpe. De acuerdo con el testimonio del reportero Ramiro Villegas, quien acudió al lugar de los hechos, el cuerpo estaba tirado boca abajo, al pie de una mesa de madera sobre la cual había una máquina de escribir, en la cual se encontró una hoja con un párrafo escrito que se presume era el inicio de la autobiografía del periodista. Argemiro fue el hijo de Celso Montaño, un Espartaco que hacía temblar de pavor a la aristocracia y que murió pistola en mano, como los grandes caudillos revolucionarios, desafiando una tormenta de plomo. La sangre derramada por este valiente regó la tierra sonorense donde yacía sembrada una semilla de rebelión. —¿Escuchaste bien? ¿Quién carajos te ha dado permiso para dejar de teclear? Argemiro me acercaba la cara. Su mano huesuda yacía sobre mi espalda. La cercanía de su rostro bañándome de babas y el contacto de su piel me estaban arrastrando a un abismo de nausea. Si no me largaba de ahí cuanto antes, iba a vomitar las cervezas, los totopos y las entrañas. Fue al momento de levantarme y zafarme de su mano con un empujón cuando vi de reojo el bate de beisbol tirado entre latas aplastadas. En los grandes momentos de mi vida siempre ha habido un bate en mis manos, y a falta de santos a quien encomendarme en ese instante de angustia, decidí acudir al único amigo fiel que he tenido en la vida, ese amigo que al tomarlo entre las manos se revela como una extensión de mis extremidades, porque nunca he manejado la pluma tan bien como he llegado a manejar un bate. Por eso, cuando Argemiro se me abalanzó, mis brazos dieron ese giro liberador que en mi lejana adolescencia arrojó mil y un bolas a los cielos del valle mexicalense, y que esa madrugada, en medio de pestilentes tinieblas, encontró en su camino una cabeza que reventó como revienta un huevo o un cascarón vacío en la Pascua. Crack. Tan simple como eso. Crack, sonó la frente reventada, mientras el cuerpo caía franco cual tronco seco. Así lo escribí en mi sueño, con esas expresiones: huevo, cascarón, tronco seco. Lo que no recuerdo haber descrito en el final de mi relato fue cómo la luz de la vela alumbraba el río de sangre que se empezaba a formar alrededor de su cabeza mientras yo tomaba mi maleta y caminaba en silencio hacia la puerta.