Eterno Retorno

Sunday, January 04, 2015

ETERNO RETORNO LLEGA A 2666

¿Mi personalísimo deseo para el 2015? La resurrección del demonio escritural. La divina o maldita gracia de estar poseído. ¿Es el creador un poseso? En cualquier caso, es inevitable ceder a la tentación de pensar en un ente externo apoderándose de nuestros sentidos y nuestra voluntad. No soy por supuesto el primero en imaginar e invocar a la tercera persona creativa. El demonio, el fantasma, el duende, el espíritu o esa cosa sin forma y sin nombre que de repente se desdobla y toma tus manos ha obsesionado a no pocos creadores. ¿Es la locura que viene de las ninfas a la que se refiere Calasso? No lo sé. Tú eres una suerte de piloto automático y alguien más escribe por ti. Una voz te dicta palabras y construye personajes mientras tú te limitas a obedecer ¿Es siempre la creación el resultado de un arrebato? ¿El creador transgrede un umbral más allá de lo racional? Lo mío es un perpetuo dilema entre escritura apolínea y escritura dionisiaca. Después de una malgastada juventud en donde cedí a Dionisio la potestad sobre mi magra escritura cuentagotas (Nostalgia en penumbra es el ejemplo más claro de una irresponsable escritura dionisiaca) llegué a la conclusión de que el quehacer literario es asunto de Apolo. Creí atravesar una frontera cuando concluí que ser escritor no es distinto de ser carpintero o albañil. Uno puede ponerse a escribir con el mismo ánimo y disposición mental de quien corta madera o coloca un ladrillo encima de otro. Uno se sienta, teclea y la escritura fluye. Hasta es posible ponerse metas o medidas como respetar un mínimo de palabras diarias o nunca escribir menos de dos horas. Pensé que podía y en algún momento salió bien. Fui capaz de escribir en escenarios adversos, en ruidosas oficinas donde tecleaba fingiendo desahogar un pendiente laboral impostergable. Escribí en medio de reuniones y compromisos sociales, con mil y un ruidos de fondo, con una legión de distractores. Quienes hemos trabajado en una redacción sabemos bien que silencios y soledades son lujos a los que la tropa tundetecla no podemos acceder tan fácilmente. Claro, siempre estuve consciente de esa necesaria ventanita abierta a la locura, de esa pizca de alucinación tan necesaria para para hacer fluir un texto, pero en mi fase apolínea quise hacerme creer que bastaban solo unas gotitas de salsa dionisiaca para sazonar el platillo final. Quedarse esperando el arribo de las hadas de la inspiración o los demonios del poeta maldito es propio de huevones, de conformistas atenidos a la ley del mínimo esfuerzo. Así quise creerlo y así me sostuve en los últimos cuatro años en que he podido ser una máquina productora de párrafos aceptables, capaces al menos de no naufragar y llegar al puerto seguro de la última página. Alguna vez he comparado la escritura con el ritmo cardiaco en una rutina constante de ejercicios. Cuando llevas cierto tiempo acudiendo diariamente a un gimnasio, llega un momento en que la elíptica o la caminadora no cansan. Los latidos del corazón y la irrigación de la sangre van en plena sintonía con el movimiento de piernas y brazos. El agotamiento no existe. Simplemente corres, sudas y fluyes. Mi primera creación con ritmo cardiaco apolíneo fue Réquiem por Gutenberg. Lo escribí en dos meses sin interrupciones durante un verano en el que nunca salió el sol y fui por vez primera libre de acosos laborales. Un trabajo redondo, preciso, donde el barco navegó sabiendo siempre dónde estaba la luz del faro en el puerto final. Ni atisbo de naufragio. Lo terminé en tiempo y forma, lo inscribí a un concurso y ganó. A la fecha sigo sosteniendo que es mi mejor libro publicado. Mi conclusión a partir de entonces fue sencilla: sí se puede y de mí depende. El Tigre Blanco fue un libro apolíneo, con método y plazos. En el fondo fue como sacar adelante una tarea que yo mismo me impuse. Trabajé con el mismo ánimo con que reporteaba un tema interesante. Involucrado, prendido, pero sin caer en ese arrebato de inspiración posesa. Como si quisiera recordarme a mí mismo lo que significa ser un escritor caóticamente dionisiaco e irresponsable, me atreví a publicar Cartografías absurdas de Daxdalia, un absurdísimo pecado de juventud, sin duda el libro más endeble que he publicado. Claro, Daxdalia no representó un viaje circular de actualidad, sino un armado de rompecabezas y una búsqueda de retazos mostrencos y párrafos prófugos. Cumplí una manda con mis demonios y los saqué a la superficie. A los demonios lúdicos de adolescente juguetón, pacheco y romanticoide les di también su espacio en ni novela 1991, que a diferencia de Daxdalia, sí fue un viaje circular iniciado y concluido en épocas actuales, si bien los personajes y la temática amamantan de mi nonata Dónde es el reventón, parida en el taller mi maestro El Rayito Macoy. En cualquier caso, 1991 sigue sin ser publicado y por lo tanto solo cuenta como exabrupto o desahogo. Otro gran ejemplo de apolínea escritura de relojito es Cartógrafos de Nostromo, que escribí en menos de 60 días durante la primavera de 2014. Escribí primero sin saber exactamente a dónde quería llegar y sin estar muy convencido del rumbo, pero bastó comenzar con los primeros párrafos para que el barco tomara su ruta. Fue un libro apolíneo, pero confieso que por momentos pareció como si un demonio discreto me dictara cada párrafo. Salió solito y sin complicaciones, como un cuchillo ligero sobre un cubo de dócil mantequilla. Irremediablemente me siento cómodo en el ensayo y máxime cuando el tema es el Siglo XIX mexicano. Lo terminé, lo inscribí (decidiendo su título en el mostrador de la paquetería) y gané el que a la fecha ha sido el mayor premio en lo económico que he conseguido A la par fui escribiendo algunos relatos demasiado largos (de en promedio 18 mil o 20 mil palabras). Fueron cuentos de escritura híbrida, con estructura apolínea pero fuerte carga dionisiaca. He llegado a creer que no es posible parir una ficción sin al menos un brote dionisiaco. El ensayo, por alucinado que llegue a ser, siempre tiene una esencia apolínea. Pase lo que pase yo tengo los controles. Algo así, aunque con otras palabras, le leí a Claudio Magris hace poco. Su propia estructura mental y su ánimo cambian mucho del ensayo a la novela Como producto de esa escritura híbrida concluí once cuentos futboleros que aún no publico. Escribí seis cuentos de catástrofes rockeriles y angustias de la vida adulta a los que titulé Días de whisky malo (donde incluyo un sui generis Frankenstein de ensayo y relato llamado Elogio del viene-viene). Escribí también seis cuentos sobre derrumbes periodísticos norteños a los que titulé Dispárenme como a Blancornelas, mismos que inscribí a un concurso regional de cuento en La Paz en donde resultaron ganadores. Debo confesar que ganar ese concurso pudo muchísimo en mi estado de ánimo. En el fondo, siempre he pensado que soy un intruso o un impostor en el reino de las ficciones, que eso de inventar personajes y entornos no se me da naturalito y que lo mío es solamente disertar sobre temas y no el crear mundos. Saber que un libro de cuentos escrito por mí resultó elegido entre 27 trabajos enviados por escritores de cuatro estados me ha puesto más que contento. El problema es que mi alegría no se traduce en confianza. Dispárenme como a Blancornelas me gusta, pero no es excelso ni rompemadres y en el fondo dudo si seré capaz de hacer algo más. Voy al grano: he llegado a una encrucijada, a un pantano, a un vado en donde se atascó mi máquina creativa. Mi última creación con ritmo cardiaco que salió fluida y con dirección fue un cuento llamado Corona de muerto que escribí a finales de agosto para una antología de relatos bajacalifornianos (de cuya suerte y destino aún no he sabido nada). Lo escribí y terminé en un domingo. No es un portento, cierto, pero se defiende y camina solo. Desde entonces nada. Solo naufragio e impotencia. Unos seis o siete comienzos fallidos que encallan a la tercera o cuarta página. El otoño fue terriblemente mentiroso. Llegó la noticia de los dos premios y un punch de adrenalina. Vino una rachita de no pocas presentaciones, entrevistas y tres viajes en donde hablé mucho de literatura. Vino la engañosa sensación de estar subido y navegando en el barco escritural, pero no estaba redondeando nada fuera de mis encargos periódicos con medios de comunicación (y hasta con ellos abusé del reciclaje y el recalentado). Nunca como ahora me había costado tanto trabajo el primer párrafo. Hago diez o veinte intentos y ninguna frase me convence. Las repito y las leo en voz alta, pero no suenan a nada. Son palabras amorfas, vacías. De pronto, es como si alguien (acaso debo echarle la culpa a los premios) hubiera puesto sobre mí una gran responsabilidad. No puedo escribir cualquier cosa. No puedo arrojar y firmar palabras a la ligera. Mi firma debe operar como un sello de garantía para el lector, saber que si miras mi nombre en un texto puedes estar seguro de que lo leído te romperá la madre y no te dejará indiferente. Me aterra saber que no hago otra cosa y que en lo profesional, mi única responsabilidad es ser capaz de escribir textos que valgan la pena y sean capaces de generar alguna ganancia. Mi familia y la gente que me rodea no espera otra cosa de mí. Ante mi mundo soy un escritor. Solo eso. Si a un espartano le preguntas a qué se dedica, él responde orgulloso “a la guerra”. Si a mí me preguntas qué pitos toco en este mundo y para qué carajos sirvo, mi única respuesta posible es “escribir”. Por primera vez en mi vida esto es lo único que hago y no tengo ni siquiera el pretexto de obligaciones impostergables o empleos de oficina. Hay ideas que revolotean en la cabeza. Ideas relacionadas sobre todo con escenarios. Desde hace un tiempo sé que quiero escribir una novela cuyo entorno sea en todo momento el muro fronterizo: la Avenida Internacional, el Río Tijuana, el Outlet de las Américas, la fila eterna. El escenario ahí está. Esa historia se escribe todos los días. Mi entorno urbano es un cuerno de la abundancia cuando de absurdo y surrealismo hablamos. También sé que quiero escribir una novela coral sobre un gran desarrollo habitacional de clase media. Una historia con un sinfín de vidas cruzadas yacientes en casas baratas y machacones sueños siempre frustrados. Un tercer escenario que todos los días me llama son los elefantes blancos de la carretera Escénica que miran solitarios y moribundos los atardeceres en el Pacífico. Una o varias historias dentro de un edifico a medio construir. Las historias arrancan pero no toman su ritmo ni desembocan. La escritura o la fluidez escritural se parecen mucho al deseo sexual. Esta impotencia narrativa es como la frigidez. Estar frente a la computadora intentando arrojar palabras como quien se sienta sin hambre frente a un plato de comida. Acaso escribir sobre la impotencia o la falta de deseo escritural sea en sí mismo un subgénero ensayístico. Síndrome de la página en blanco le llaman, aunque mi página ni siquiera tiene la decencia de permanecer sin mancha. Al final de cuentas siempre desparramo algo, pero son solo palabras náufragas condenadas a no encontrar nunca la isla donde habita su lector. Enfermedad de Bartleby, le llamó Vila-Matas, el mal de Rimbaud y Rulfo. La impotencia narrativa es idéntica a la impotencia sexual. Cuando la ceniza mojada lo cubre todo, las palabras son ruido absurdo y los cuerpos bultos de carne. El cuerpo y el párrafo perfecto son tedio y vacío cuando el deseo está muerto. Cuando la lumbre se ha apagado solo queda frente a mí el desierto de la mañana, el sinsentido que todo lo infesta. La soberana inutilidad de toda arquitectura prosística; la estupidez yaciente mi afán de contar historias; las palabras como gusanos sobre una bolsa de basura. ¿Dejar de escribir porque no se tiene nada que decir? Lo peor de todo es que las alcahuetas ideas cumplen con revolotear y engañarme jurándome que hay luz al fondo del pozo vacío. Quiero escribir, de eso no me cabe duda, pero el demonio o el duende se han largado a la chingada. Es como querer coger con pene flácido. Necesitas deseo y semen recargado. De cualquier manera, como no queriendo mucho la cosa, ya he desparramado casi 2 mil palabras para disertar sobre mi impotencia escritural. Hace unas cuantas horas, al filo del mediodía, peleaba con una neonata novela empantanada llamada Racimo de horcas. Mucho más complicado que empezar de cero es tratar de sacar del fango a un relato atascado. A veces creo que es mejor borrarlos de golpe y dejarlos morir. Mi personaje, Belén Arzaluz, se torna falsa, insoportablemente impostora y fuera de sitio. Peleo con la novela en una tristísima tarde de invierno (no hay mes más triste que enero). Iker y Carolina se han ido a pasar el día con los abuelos, pero yo he preferido quedarme a pelear contra mis párrafos rejegos. Belén ha caído en un callejón sin salida y no logro rescatarla. Se bien cuál será el final, tengo bien dibujada la última escena de esta novela, pero no logro acabar la figura geométrica de la que habla Martín Solares. Tampoco estoy muy seguro de algún día publicarla aun suponiendo que llegara a terminarla. Decidí salir caminando a comprar un vino. Un frío cielo de azul desnudo cubría el Pacífico. El viento zarandeaba mi oreja derecha. La caminata fue terapéutica y el vino –debo decirlo- también, aunque la terapia no llevó a rescatar del pantano a mi Belén Arzaluz, sino a arrojar esta perorata sobre el porqué carajos me cuesta tantísimo trabajo redondear una historia que valga la pena. Ya no tengo otra salida. Me aferró a la escritura como una tabla de salvación en la altamar de mi vida, aunque su madera esté podrida y se hunda junto conmigo. Desde hace algunos meses tengo la certeza de que se ha acabado el tiempo. Hace tiempo crucé el umbral que marca la mitad del camino de nuestra vida (y no visité infierno alguno ni parí una Divina Comedia). Siento la sombra de la Muerte que camina en silencio a mi lado. He visto en los últimos días ejemplos de lentas podredumbres que no deseo vivir nunca. El supremo arte de una vida es el arte de morir a tiempo El reloj de arena se consume y aún no siento ese gran derrame escritural, esa gran catarsis narrativa, ese vaciarse entero en una página. Esa creación aún no llega. En ninguno de mis cuatro libros me he derramado por completo. Tal vez algunas páginas del Réquiem y acaso el prólogo de Daxdalia sean tímidos acercamientos, pero en cualquier caso siento que todo lo publicado hasta ahora es un preludio para lo que me aferró a creer que vendrá. Bonita cosa: un ateo aferrado a creer en la llegada de su libro mesías, su gran obra redentora que irremediablemente lo dejará esperando. El tren a lo mejor se ha largado para siempre y no me resta más que seguir invocando palabras, putas palabras prestadas, limitado inventario de mostrencos ladrillitos con los que pretendo construir una escalera a la eternidad. Un día cualquiera, -carne pura de intrascendencia- morirá el último ser que haya tenido contacto contigo en la vida. Poco después, morirá el último ser que te recuerde en el mundo o que acaso haya pronunciado tu nombre aunque nunca te haya conocido. Entonces el manto del olvido te cubrirá por completo y no quedará sobre la Tierra quien recuerde un mínimo detalle de tu existencia. Solo entonces serás verdadero polvo, ceniza dispersa en un tornado de olvido que todo lo devora. Tus sueños, tus delirios, tus angustias serán la nada absoluta. De tu ser quedará algún registro burocrático, letras mostrencas en una lista sin importancia. Y la vida seguirá, siempre tan absurda, como si nunca hubieras pasado por estos rumbos. (DSB)