Eterno Retorno

Monday, December 08, 2014

Uno de los síntomas del síndrome Alonso Quijano es tener enquistado un detector de lectores. Cuando alguien está leyendo un libro en algún lugar público inmediatamente lo detecto y por acto reflejo trato de fisgonear qué libro está leyendo. La posibilidad encontrar un lector en nuestra ciudad es tan remota, que cuando encuentro uno de inmediato lo registro, aunque haya altas probabilidades de que ese atípico personaje sea una señora leyendo la Biblia. Una ocasión encontré a un joven que leía a Daniel Sada a bordo de una calafia. A la fecha lo recuerdo como uno de los hechos más raros y extraordinarios en 16 años de vida en Tijuana. La semana pasada vi a un surfo sentado sobre una escalera del fraccionamiento costero Las Gaviotas abstraído en la lectura de un viejo libro. Siempre he creído que un verdadero lector reconoce a otro lector. Como los alcohólicos, los fumadores o los heroinómanos, los adictos a la lectura tenemos tics que nos delatan. Una vez que le has dado el golpe al libro ya no hay camino de vuelta sin padecer un terrible síndrome de abstinencia. Algunas veces en mi vida –tres o cuatro- he regalado espontáneamente libros en la calle cuando me encuentro con un compañero de vicio. El problema es que encontrar un lector en las calles de Tijuana es como dar con un búfalo blanco en las praderas americanas. Por ejemplo, ayer por la mañana hice un infructuoso intento por cruzar a Estados Unidos por la línea peatonal, pero al darme cuenta que debería resignarme a por lo menos tres horas de fila aborté la misión. En cualquier caso, la vuelta me sirvió para reparar en que entre más de 500 peatones que aguardaban resignados a perder más de 180 minutos de sus vidas no había un solo lector. Yo era el único ser en toda la fila que llevaba un libro en la mano. La gente simplemente rumiaba su aburrimiento. Lo mismo ocurre en las filas del banco o en las antesalas de oficinas públicas o en el transporte. La lectura no es una opción de vida cotidiana. Anoto todo esto, porque al ver las cifras de visitantes a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, uno podría erróneamente creer que vive en un mundo de lectores. Vaya, un país que organiza el evento libresco más grande del mundo de habla hispana con más de 750 mil visitantes y con conferencias abarrotadas a nivel lata de sardinas, debería ser, al menos en teoría, un país donde la lectura ya se hubiera colado a nuestra vida cotidiana pero por desgracia no es así. En mi vida diaria suelo sentirme el más raro de los bichos, como si los lectores fuéramos una raza extraña dedicada a interpretar la borra del café turco o a clasificar artrópodos amazónicos. ¿La FIL es entonces un espejismo? ¿Es una burbuja mentirosa? ¿Será que todos los lectores de México están en Guadalajara en este momento? Porque en un país donde se organiza una feria de ese tamaño era para que en una fila de 500 peatones que van perder tres horas de su vida para cruzar una frontera, hubiera al menos cinco lectores, pero no los hay. Me puse a pensar entonces que acaso de esos 750 mil visitantes de la FIL ni siquiera la mitad sean lectores reales, sino simples mitoteros atraídos por los “grandes eventos” que lo mismo irían a una feria de autos clásicos o de gadgets o de monster trucks. Recordé un cuento de Enrique Serna incluido en el Orgasmógrafo que trata sobre una hipotética república africana en donde hay todo un mundo girando en torno a fanfarrias, premios y derrochadores homenajes para los escritores con el pequeño detalle de que nadie absolutamente lee sus libros. En México hay todo un universo girando en torno al libro pero aún dentro de él hay muy pocos lectores. Conozco promotores culturales o gente relacionada con el mundo literario que leen muy poco. Si sumas cuántos libros leen en un año y a cuántos eventos librescos asisten, las tertulias le ganan de calle a la lectura real. Hay gente que disfruta todo aquello que rodea al libro como pretexto. Hay quien me ha dicho que la esencia de la “vida cultural” es el vinito, la charla, el chisme y las buenas relaciones que se tejen en torno a los sitios donde se amontonan los libros que nadie leerá. Vaya, ni siquiera el número de compradores de un libro es equivalente al de sus lectores reales. La lectura es un acto muy simple y forma parte de la vida cotidiana. Algunos de los verdaderos teporochos de la lectura que conozco no acuden nunca a eventitos culturales. Yo por años no acudí a uno solo y a la fecha acudo a muy pocos, pero sé bien que no podría pasar un solo día de mi vida sin leer y sé que estoy condenado a ser lector hasta el último día de mi vida. Aquí no hay centro de rehabilitación posible. El que es tecato de las letras lo será para siempre.