Eterno Retorno

Friday, September 19, 2014

TEMBLOR EN LA CIUDAD INVISIBLE

El 19 de septiembre de 1985, poco antes del amanecer, fallecía en Siena el escritor Ítalo Calvino a los 62 años de edad. En el momento en que el autor de El Barón Rampante expiraba en Italia, víctima de un derrame cerebral, en la Ciudad de México era aún noche cerrada (¿hubo tocada de Rockdrigo González la noche del 18 de septiembre?) Calvino agonizaba mientras el manto de la Muerte estaba por caer sobre la espalda de la capital mexicana. La ciudad invisible no eran los edificios que vivían sus últimos minutos de vida, sino las entrañas de la rejega tierra del Altiplano. El subsuelo velaba armas; el Hotel Regis aún estaba en pie y la vieja colonia Roma se preparaba para su último amanecer. Ignoro si alguien en México se enteró de la noticia de la muerte de Calvino horas antes del temblor e ignoro si habrá habido alguien con cabeza para pensar en el legado del escritor al día siguiente en medio del Apocalipsis sísmico. Acaso en la guardia nocturna de algún periódico hayan recibido el cable (en el 85 se vivía aún en la prehistoria periodística) pero dudo mucho que en la edición del 20 de septiembre alguien se haya tomado el tiempo de dedicarle un obituario. Del temblor nos enteramos por la mañana en la escuela. Nos dijeron que la Ciudad de México había quedado destruida. En aquel verano agonizante, recién ingresado a sexto de primaria, ni por la cabeza me pasaba que tres años después nos exiliaríamos por un tiempo a esa ciudad devastada. De la muerte de Calvino, obvia decirlo, no me enteré ese día, ni al siguiente y en realidad pasarían muchos años antes de sumergirme en sus páginas, pero una vez que eso sucedió nada fue igual. Eso sí, en 1985 ya me daba por edificar ciudades imaginarias y al igual que Cosimo Piovasco, me encantaba subir a los árboles (Cosimo inició su vida arborícola el 15 de junio de 1767 y no volvió a bajar nunca a pisar la tierra, mientras que yo tuve una casita de árbol allá por 1981, pero después el árbol, la casita y la casa misma que lo albergaba se transformaron en ceniza, aunque yo sigo sin tirar cable a tierra). Llegué a las Ciudades invisibles cuando era empleado de la Librería Castillo allá por el 94 y años después Patricia Basave puso en mis manos Si una noche de invierno un viajero y solo pude concluir que los cuentos apócrifos con autores y lectores imaginarios son mi único camino posible para no parecer un narrador de personalidad múltiple. “Más que escribir un libro me interesan los procesos generadores de historias”, dijo Ítalo. La fantasía es un lugar en el que llueve. Calvino traza la cartografía de la lluvia mientras a mí me da por imaginar que esta noche está muriendo un creador al que aún no descubres y se está escribiendo un libro que leerás muchos años después si antes no se atraviesa en tu vida uno de los mil y un temblores del mañana. (DSB) PD (En su ensayo Calvino: El mapa de la lluvia, contenido en Efectos personales, Juan Villoro acentúa el nombre Cósimo, pero el propio Calvino omite la tilde en la edición original de El Barón Rampante, o al menos en ningún momento se le acentúa en mi edición de Siruela 1993.)

Hay algo siniestro en el timbre del teléfono, la fatal certidumbre de estar a punto de recibir una noticia que será por definición mala, el deseo siempre reprimido de no contestar. Teoría conspiracionista: las moscas han urdido un siniestro complot internacional para impedir a mis ideas materializarse en palabra escrita. Cuando se intuye el aroma de la inspiración al hacer su arribo, aparece en escena una mosca invitándome a matarla. No he construido mayor patrimonio que mis recuerdos, pero hoy hasta ellos tienen amenaza de embargo. Una sombra blanca se posará sobre ellos y mi memoria será la baba de semen culpable que huye por el resumidero, la apenas perceptible cicatriz dejada por la aspiradora límbica. Soñar con pepenar un libro viejo y a punto del deshoje de Lautreamont. Un libro de la misma editorial y estilo del Aurelia de Nerval pepenado en una mesa de regalos. Un libro en cuyo papel cenizo y quebradizo había espacio para fotos de alguna obra teatral sesentera, pues en mi sueño Lautremont escribió teatro y nació en 1911.

Wednesday, September 17, 2014

SEGUIR A LOS GANSOS

En afán de poder sustentar con números la excéntrica originalidad de un escritor llamado Javier Fernández, valdría la pena darnos a la tarea contar cuántas palabras distintas utiliza en sus textos. Ignoro si haya alguien capaz de entregarnos semejante estadística pero aún sin tener el número en la mano, me atrevo a apostar -doble contra sencillo- a que Javier es el escritor fronterizo que maneja un vocabulario más diverso y versátil en sus relatos. En su glosario hay terminología para todos los gustos con referencias constantes a la zoología, la geometría, las matemáticas, la geopolítica, la historia, el futbol, el cine y la música alternativa. Sus repentinas escapadas o cambios de juego prosístico podrían remitirnos a la libre asociación de los poetas surrealistas, al fluir alucinado e inconexo de una escritura arrebatada, pero Javier no es un escritor de arrebatos. Vaya, me parece mucho más apolíneo que dionisiaco, un narrador cerebral, matemático y perfeccionista como pocos. Hay quien dice que un escritor madura cuando encuentra su estilo, aunque Javier, me parece, va un paso más adelante. Lo suyo es más bien un tono, un ritmo. Prosa sonora, le llamo Rogelio Villarreal y no le falta razón. A la hora de escribir sobre su último libro, Seguir a los gansos (Static Libros 2014), siento como si estuviera reseñando un disco raro de una banda avant garde. Cuando me refiero a Javier Fernández como un excéntrico lo hago en el sentido que le da Sergio Pitol al término, alguien absolutamente lejano al centro y al canon, sin aparente árbol genealógico. La mayoría de los escritores caen en odiosos lugares comunes y enseñan con desparpajo sus influencias o las toscas costuras con que han zurcido su relato. Fernández en cambio parece ser un gran huérfano. Aunque fue un amigo muy cercano de Rafa Saavedra y su inmersión en la cultura pop podría hermanarlos literariamente, lo cierto es que lo de Javier no tiene punto de comparación. Elijo un párrafo al azar para dar una idea de cómo Javier describe la conducta y atributos sexuales de un personaje de su cuento La conocí en el Melt, el profesor Bengala: “de miembro mediano, no del todo respondón: muleta que se yergue perpendicular cuando la sangre y el eros colman los vasos, fustiga la guarida vaginal que circunstancialmente lo aloja, y ya dado –tras el bombeo, el tranco ciego, la eyección— dormita fuera con la melancolía de un faro en aguas corrompidas”. Seguir a los gansos consta de once relatos y un apéndice de sui generis estampitas discográficas en prosa sonora. Es un libro ligeramente más digerible, más juvenil o más para todo público que su obra anterior, Señora Krupps. Con el primer relato, Con tantos Buda, no pude menos que identificarme, pues más de una vez he estado en el dilema de elegir entre un concierto o un partido de futbol irrepetible. Randy era otra cosa, narra la invocación de un romance al pie del escenario de Coachella donde Arcade Fire termina su prueba de sonido, o Boris-Boris, que aborda la ancestral batalla entre el ruido y el silencio encarnada en los milenarios nuci. Si en el jazz fusión o en el rock progresivo el sonido maximiza sus posibilidades hasta el infinito, en la narrativa de Javier el relato va mutando y se expande hacia lo ignoto.

Sunday, September 14, 2014

Cada cuadro de cotidianidad es una danza macabra. En día más luminoso se insinúa siempre la proximidad de una sombra. La risa desbordada y el goce inconsciente navegan lentos hacia su abismo. La parca yace al acecho en algún rincón del lienzo. Lo más aterrador de la guillotina no es la cuchilla inclinada cortando de tajo tu cuello, sino los segundos de vida que alcanza a tener la cabeza una vez separada del cuerpo. Cuando el verdugo alzó la cabeza ensangrentada de la girondina Charlotte Corday para darle una bofetada frente al populacho, la asesina de Marat alcanzó a emitir un quejido. Fisiólogos han confirmado la posibilidad de tener hasta 13 segundos de vida una vez que el cuello es cortado. Solo hasta llegar a las cercanías del segundo café del día, leyendo cierta crónica sobre la peste negra y el Decamerón, me recordé soñando una huida entre los elevadores de un edificio de de lujo. Un elevador que bajaba cuando yo le exigía subir, puertas que se abrían conmigo oculto arranado en un rincón, salitas pretenciosas de nuevo rico en donde pretendía disimularme, alguien que me persigue por un robo casi involuntario. Un sueño más que estuvo a punto de olvidarse.