Eterno Retorno

Saturday, August 09, 2014

Tengo que morir todas las noches

Existen historias cuya esencia yace en el cruce de un umbral. Cuando un jovencísimo inspector del Departamento del Distrito Federal llamado Guillermo Osorno abrió la puerta del bar El Nueve para revisar su permiso de operación, estaba, sin saberlo, atravesando una frontera en su existencia. Esa misma noche Guillermo regresó al bar como cliente y el hombre detrás de la barra no pudo menos que albergar sospechas. ¿Se trataba de alguna operación encubierta por parte del gobierno para cerrar el negocio? Lo cierto es que a partir de ese momento nada fue igual. Al cruzar la puerta de ese bar en la Zona Rosa, Guillermo estaba entrando en un mundo ignoto, una atmósfera desconocida en el arruinado México de la devaluación lópezportillista. Tras esas paredes había una identidad alternativa, una realidad aparte. Atravesar ese umbral representó para Guillermo dimensionar y vivir de otra forma su propia sexualidad. Sin saberlo, Guillermo estaba empezando a ser espectador y actor de una historia que tres décadas después tomaría forma en un libro excepcional: Tengo que morir todas las noches. A veces en el camino de la vida irrumpe una suerte de ritual de iniciación y transformación que se celebra en el momento menos pensado; tras la catarsis ya nada puede volver a ser como antes. El Nueve sin duda marcó un antes y después en la vida de no pocos jóvenes de la generación de Guillermo Osorno. Frente a la barra de un bar fundado por un tránsfuga francés, se concentró y desdobló el espíritu oculto de una época, su lado B. A veces la microhistoria opera prodigios. Al narrar la génesis, esplendor y caída de un mítico antro en el corazón del Distrito Federal (con una efímera ramificación en Acapulco), Guillermo Osorno está escribiendo la historia de la cultura alternativa en México. Tengo que morir todas las noches es un libro sui generis. Una definición simplista sería limitarlo a la historia de un bar extravagante, el primero en el que el que la atmósfera gay pudo desdoblarse y fluir en libertad, fuera de los sórdidos sótanos prostibularios en donde hasta entonces había estado confinada. Pero si en algo tiene maestría Guillermo es en el periodismo de perfiles y en su libro retrata personajes extremos, entrañables; seres reales que derrochan esencia literaria. El rey del carnaval es sin duda Henri Donnadieu, el creador del concepto de Le Neuf, un perfecto personaje de Oscar Wilde; esteta del exceso, contradictorio hasta la comicidad, festivo y huraño, poseedor de cierta ternura antisocial. Pero si de personajes extremos hablamos, qué decir de Xóchitl, la madre y guardiana de El Nueve, un mítico travesti que hizo historia en la vida nocturna del México de los 70 y cuyo espíritu parece creado por Pedro Alomodóvar. Qué decir de Jakie Petit, la princesa de la noche acapulqueña que vivió una celda de lujo o del contradictorio y rencoroso Manolo. Si queremos entender la historia de la cultura de la diversidad en México, Tengo que morir todas las noches es una piedra angular, un texto imprescindible. En el magro e hipócrita país de la renovación moral y el temblor, la tolerancia frente a las libertades individuales era solo un buen deseo. En 1985 la homofobia aún era políticamente correcta. Guillermo Osorno nos narra las historias que se fueron tejiendo en torno a un bar en los tiempos en que el sida se presentó en sociedad y un nuevo rock mexicano empezaba a plantar sus semillas con expresiones que se mantuvieron dentro la liturgia underground como Casino Shanghai y Size, pero sin excluir a quienes palparon el estrellato, como Maldita Vecindad y Café Tacuba. Tengo que morir todas las noches es la historia de una época que hoy nos parece náufraga y mostrenca; un mundo raro al que le faltaron miradas y cronistas. Tres décadas después, frente a la Plaza Río de Janeiro, Guillermo Osorno reconstruiría y reinventaría esa historia a través de los lentes oscuros de la memoria y el testimonio. Esta tarde de agosto tijuanense concluyo su lectura. DSB

Friday, August 08, 2014

Peste & Cólera

La imagen de una enorme rata negra contenida en una página de la Enciclopedia de la Vida, se encargó de usurpar mis pesadillas infantiles. El descomunal roedor ilustraba un artículo sobre la peste bubónica que leí siendo niño. Saber que esa bacteria portada por las pulgas de las ratas fue capaz de matar a más de la tercera parte de la población de Europa en el Siglo XIV, me parecía el non plus ultra de lo espeluznante. La peste ha sido el peor de nuestros Apocalipsis. Ni siquiera la bomba de Hiroshima que hoy recordamos fue capaz de matar tanta gente. Ahora que los espectros del ébola resurgen en África, vale la pena recordar que la Peste Negra mató a 25 millones de seres humanos en 1348. Los científicos raramente son personajes literarios. Nos gustan más los generales, los dictadores, los caudillos o los artistas, mientras que los hombres de ciencia suelen estar confinados a una suerte de segunda división. Por ello me parece más que oportuna la lectura de este libro que en verdad estoy disfrutando: Peste & Cólera del francés Patrick Deville. ¿Les suena el nombre de Alexandre Yersin? Está lejos de ser tan famoso como Louis Pasteur y sin embargo, este tímido médico suizo de tan bajo perfil fue el descubridor del más mortífero bacilo que ha conocido la humanidad: el bacilo de la peste bubónica, llamado en su honor Yersinia Pestis. Creo que yo no sería muy feliz de saber que una bacteria hija de puta lleva mi nombre, pero lo cierto es que la contribución de Yersin a la salud de la humanidad no ha sido dimensionada. La peste bubónica, por cierto, no ha sido erradicada del mundo, pero ya no mata millones de personas ni deja despobladas regiones enteras. Narrada en presente desde una sobria voz de narrador omnisciente, Peste & Cólera recuerda por momentos a El Corazón de las Tinieblas de Conrad. Grata e improbable sorpresa de verano ha sido descubrir este libro y este autor. Ahora solo resta desear que ya haya nacido el Yersin del ébola.

Wednesday, August 06, 2014

Son esas serendipias con cara de magia lo que alimenta mis compulsivas exploraciones en bibliotecas magras. No era probable topar de frente con el diario de Cesare Pavese en una biblioteca tan yerma como la de Rosarito y sin embargo el libro estaba ahí, sonriéndome cómplice entre ejemplares de otra colección. El oficio de vivir es el título del diario que el escritor turinés escribió casi sin interrupciones desde 1935 hasta su muerte, en el verano de 1950. El de Pavese es un testimonio introspectivo, honesto hasta el desgarro, un ejercicio de mayéutica interior casi nunca complaciente. Sus palabras finales, escritas el 18 de agosto de 1950, se han inmortalizado como uno de los epitafios más desoladores de la historia de la literatura: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”. Y en efecto, no escribió más. Las letras no consumaron el exorcismo; los demonios interiores ganaron la partida. Tres semanas después se suicidó. Federico Campbell fue un gran lector de Pavese. También Ricardo Piglia, cuyo cuento Pez en el hielo (el primero en el que aparece su alter ego Emilio Renzi) es un homenaje a El oficio de vivir. En la biblioteca de Rosarito hay un ejemplar de este diario y acaso en Islandia viva alguna serpiente tropical. La improbabilidad existe.

Tuesday, August 05, 2014

Bon Ice

Narrar la historia de un bonicero; cualquier bonicero. Historia triste, diría Eskorbuto. Nada más desolador que un traje con pretensiones cómicas sobre la piel de un derrumbe humano. El bonicero es encarnación lumpen buscando gambetear las mordidas de la miseria. Por regla general es un hombre viejo o por lo menos alguien cuya juventud se diluyó como arena en inútiles ayeres. Cuando en las calles de Tijuana cargas a cuestas pobreza y vejez, lo más probable es que arrastres un relato de deportaciones, drogas, presidios y quebrantos. El relato de mil y un esperanzas inmoladas. Bajo el pingüino y el chillante azul del traje percudido, yacen los tatuajes pandilleriles, la piel llagada por años de riña, heroína y enfermedad; la indeleble huella de una vida náufraga. Hay una melancolía inenarrable en la imagen de un traje de chiste sobre el cuerpo de una persona en ruinas. Es como la tragicómica vida del payasito teporocho que malvive en un circo pobre. El traje sudado y pestilente, el canijo Sol que no deja de castigar, los hielos que no se venden y la vida, la pinche vida que sigue, tan terca ella, tan hija de puta.

Monday, August 04, 2014

Una de las más gratas sorpresas literarias de los últimos dos años ha sido descubrir los relatos del escritor israelí Etgar Keret. En sus cuentos (casi todos brevísimos) la más descabellada fantasía se desliza como cuchillo en mantequilla entre las más ordinarias estampas de la vida cotidiana. Un útero que recorre los mares del mundo; un camionero con delirio de deidad; un purgatorio para suicidas con cara de parque temático. Me Gusta Keret; basta leer los primeros párrafos para palpar la creatividad que derrocha el colega. La editorial Sexto Piso se ha dado a la tarea de darlo a conocer a los lectores de habla hispana. Keret, quien vive en Tel Aviv, tiene decenas de miles de seguidores en todo el mundo, principalmente entre los jóvenes. Este domingo, suplemento Palabra (http://www.elvigia.net/palabra/) reproduce una carta de Etgar Keret en donde condena la matanza de niños palestinos y pide al gobierno de su país que ponga fin a este holocausto. Lo peor de todo es que Keret ahora es atacado e insultado por los “patriotas” israelíes quienes lo acusan de traicionar a la patria y ponerse del lado del “enemigo” solamente por oponerse a la carnicería. También a su esposa Shira Geffen le llaman “cómplice de terroristas” por sentir compasión hacia los niños palestinos inmolados. En su momento el patrioterismo sionista pidió hoguera para los escritores Amos Oz y David Grossman, que como miles de judíos se opusieron a esta matazón demente. Todos los genocidas (al fin y al cabo dignos aprendices de Goebbels) dominan el arte de condenar por traición a la patria y complicidad con el adversario a quien se opone a sus crímenes. Paul Auster, escritor judío de Brooklyn, ha señalado una y otra vez la sinrazón de la ultraderecha asesina y mojigata que gobierna Israel. En su momento, el portugués José Saramago y el sueco Henning Mankell se opusieron públicamente al nazismo israelí y por supuesto fueron tachados de antisemitas por los merolicos sionistas. Si miras mi biblioteca, encontrarás no pocos escritores judíos. He sido por años lector de Auster; también de Philip Roth, de Bellow, ya no digamos de Kafka. Tengo amigos judíos y he trabajado con judíos. Soy ateo, no creo en dios alguno y considero a los nacionalismos tan nocivos como las religiones. No pienso que una raza tenga más derechos que otra, pero resulta que si manifiesto mi repulsa a que Israel mate niños, entonces soy antisemita y defensor de terroristas. Esa es la lógica del genocidio legal. ¿Cuál es el propósito de esta matanza? ¿Se trata de borrar al pueblo palestino de la faz de la Tierra? ¿Podré soñar algún día con ver a Benjamín Netanyahu en una corte penal internacional? ¿Se atrevería mundo a llevarlo a juicio en La Haya como criminal de guerra? ¿Cuál es la diferencia entre el serbio Milosevic y Netanyahu? ¿Qué principio del derecho penal internacional es el que justifica y legaliza bombardear escuelas y matar pequeños? ¿Por qué el gran jurado internacional mide con otra vara a Israel? ¿Por qué tienen impunidad para matar? Bajo esa lógica de combate al terrorismo y a los enemigos públicos, entonces vamos a bombardear escuelas de Tamaulipas a ver si ahí se esconde alguna célula de los zetas o vamos a incendiar guarderías en Michoacán porque a lo mejor ahí se refugian los templarios. La wehermatch sionista puede decirnos cómo. DSB

Sunday, August 03, 2014

ATMÓSFERA AIRA

La primera vez que escuché nombrar a César Aira fue en boca de Mario Bellatin en septiembre de 2001, cuando el autor de Salón de Belleza impartía un taller literario de una semana en el Cecut. Aquella ocasión le pregunté a Mario qué autores latinoamericanos consideraba innovadores en su propuesta y él mencionó, entre otros, al mexicano Pablo Soler Frost y al argentino César Aira. Tal vez por lo corto y lo atípico el apellido del argentino se me quedó grabado pero en las librerías tijuanenses no encontraba nada suyo. Paradójicamente, la primera vez que di con un libro de César Aira fue en un sitio de lo más improbable: una pequeña librería en Cabo San Lucas, a donde había viajado en octubre de 2002 para cubrir la cumbre de la APEC. Ese primer libro de Aira que cayó en mis manos fue La prueba, uno de sus relatos más cortos, que se limita al caótico e incoherente diálogo de dos chicas punks con una niña pacata a la salida de una escuela en el barrio de Flores en Buenos Aires. Fue un gran inicio. Posteriormente en ferias del libro me di a la tarea de cazar todo lo que viera de Aira, que por desgracia se encuentra a cuentagotas. Así di con Fantasmas, una novela en donde seis familias visitan la obra negra del edificio de departamentos donde habitarán. Es el día 31 de diciembre pero para sorpresa de los futuros habitantes de las viviendas, entre los andamios deambulan unos peculiares y atípicos fantasmas cuya irrupción en el relato rompe con todos los clichés literarios sobre espectros y aparecidos. Poco después cayó en mis manos Varamo, la kafkiana historia de un apocado burócrata panameño que en una sola noche escribe un portento de poema después de recibir su sueldo en billetes falsos. Hace unas cuantas duermevelas, inmerso de madrugada en la lectura de El tercer personaje de Sergio Pitol, di con una pequeña revelación. Pitol refiere que conoció a Aira durante un congreso de escritores en la ciudad de Mérida, Venezuela, en 1994 y entonces reparé que ese encuentro es el que Aira noveló y parodió en su fantástico relato El congreso de la literatura en donde incluso se permite clonar a Carlos Fuentes. Los comentarios que Pitol le dedica a Aira dimensionan el tamaño del escritor argentino y su trascendencia como creador de una atmósfera singularísima. Según Pitol, después de fascinarse con Chejov, con Gogol, con Borges y con James, lo más extraordinario que le ha pasado como lector en su edad madura ha sido descubrir a César Aira lo cual, viniendo del autor de El tañido de una flauta no es para echar a saco roto. A raíz de la lectura de Pitol me he dado a la tarea de reencontrarme con Aira y ahora mismo me he vuelto a sumergir en Fantasmas y estoy leyendo Un episodio en la vida del pintor viajero que conseguí hace un par de semanas en El Día. Es una lástima que un autor que ha publicado más de 60 libros entre novelas, cuentos y obras de teatro no sea tan sencillo de encontrar por estos rumbos, pese a que lo respalda Era, casa editora mexicana. Lo cierto es que en la atmósfera Aira rigen otras leyes que sin aspavientos ni estridencias desafían y despedazan cualquier idea preconcebida o vestigio ordinario en el arte de narrar.