Eterno Retorno

Thursday, July 24, 2014

El largo verano del 14

No sé si sea esta obsesión por la historia comparada y la manía de buscar espejos en el centenario de la Gran Guerra, pero creo que este verano está resultando tan largo y convulso como el de 1914. Nuestros dispositivos móviles escupen imágenes siniestras de niños palestinos mutilados y de un avión comercial hecho pedazos por un misil disparado desde territorio ucraniano. Siria e Irak se desangran en guerras civiles donde el yihadismo musulmán parece ganar la partida mientras Japón modifica su constitución para fortalecer a su ejército y China enseña su músculo ensanchando su mar territorial. Alemania se corona campeona del Mundial 2014 mientras en la tribuna del Maracaná, Vladimir Putin y Dilma Rouseff pactan la creación de una trinchera alternativa para hacer frente al FMI. Los jerarcas de Rusia y China buscan aliados y contrapesos en América Latina mientras Obama se muestra pusilánime e impotente frente a la avalancha de niños y adolescentes centroamericanos que cruzan la frontera estadounidense. El mundo es un cuerpo vivo y el termómetro en su axila arroja una fiebre a la alza. Algunos de los conflictos se arrastran desde hace años, pero en este verano prevalece la sensación de que algo se ha movido en el reloj del planeta. El orden mundial no parece ser el mismo que hace una década. Hay patrones y estructuras que dan la impresión de estarse moviendo desde los cimientos, pero mientras esto sucede, debemos intentar no sucumbir a la inercia del nuevo desorden mundial. Lo peor es que las alas radicales y los fundamentalismos mojigatos parecen estarle ganando terreno a los demócratas y liberales. El caso de Ucrania es algo más que un foco rojo. Si es verdad que la responsabilidad del atentado se le puede atribuir a esos mafiosos herederos de la KGB que operan en Donetsk y Crimea con la complacencia del Kremlin, entonces podemos decir que hemos cruzado un peligroso umbral que nos pone al borde del abismo. No me gusta nada lo que está pasando.

Tuesday, July 22, 2014

La obra de arte cuyo título más veces he invocado como metáfora en mis textos es –ni duda cabe- “El sueño de la razón produce monstruos” de Francisco de Goya y Lucientes. Más allá de la evidente fuerza expresiva del cuadro, la frase en sí misma es literariamente redonda. Lo extraño es que hasta ayer por la tarde siempre la había entendido en un solo sentido: interpreto la palabra el “sueño” como el “ideal” o el “idilio” de la razón. Los pajarracos verdugos y los espectros que emergen de la cabeza del hombre son la inevitable deformación o degeneración de la mente cuando la obsesión racional es forzada al extremo. En el cuadro encontré una metáfora del naufragio del Siglo de las Luces en las mil y un cabezas cortadas por la guillotina revolucionaria. La razón que yo idolatro puede llegar a ser monstruosa. Sin embargo, ayer al atardecer, leyendo un ensayo de Juan Villoro (Goya y Fuentes: los trabajos del sueño) me topé con otra posible interpretación: cuando la razón duerme, brotan los monstruos. La confusión se genera por la doble acepción de la palabra “sueño” en español. A diferencia de otros idiomas como el inglés, donde existen palabras distintas para denominar el acto de dormir (sleep) o soñar (dream), en nuestra lengua la palabra “sueño” puede ser entendida de dos maneras. Según Villoro, el título del cuadro ha dado lugar a no pocos debates. Eleanor Sayre, Robert Hughes y Pierre Gassier se inclinan a pensar en la razón dormida, mientras Edward Lucie-Smith y René Dubos interpretan que el soñar desbocado de la razón engendra las bestias. Utilizando el concepto nietzschiano del Origen de la tragedia, podría decir que el más extremo Apolíneo acaba por saltar al abismo de lo Dionisiaco. Si me pongo en plan castanediano, podría decir que el paroxismo del Tonal podrá cruzar el umbral hacia el Nagual. Al final, cuando la mente estructurada del dos más dos quiere alcanzar el cielo con su cuadrado de ciencia exacta, brotan los instintos primitivos, los horrores ancestrales, el siempre infestado pozo de nuestras pesadillas. ¿Qué habrá querido decir el Sordo aragonés? ¿Cuál es la acepción correcta?

Monday, July 21, 2014

EL REGATE

El regate, novela del colega brasileño Sérgio Rodrigues (así, con acento y con “s” al final) puede perfectamente inscribirse en la tradición de Padre y Memoria invocada por Federico Campbell, esa hipotética biblioteca donde junto a su Clave Morse yacen La carta al padre de Kafka, La invención de la soledad de Auster y el rulfiano Pedro Páramo. El futbol es telón de fondo, sí, pero el centro neurálgico es la historia de un rencor eterno entre padre e hijo. El padre es un dinosaurio de la crónica deportiva y su hijo un malogrado prófugo de la chatarra setentera. El futbol suele ser la mejor metáfora de la vida y en este libro todo inicia con el regate extraterrestre de Pelé a Mazurkiewicz en México 70, aquella fantasía de otro mundo que pudo ser el gol del Siglo. Destinos torcidos, aleatoriedades caprichosas con un guiño a la magia negra y la predestinación maldita; semillas de celos y venganza que acaban por invocar un drama con un final a lo Shakespeare. La narrativa futbolera ha cultivado sobre todo el cuento (Fontanarrosa es el maestro); la crónica y el ensayo con deslices poéticos (Galeano es el pontífice con Villoro y Caparrós como cardenales); el relato testimonial (no hay quien supere a Nick Hornby), pero hasta ahora han brillado por su ausencia las grandes novelas (sí, existe El mar y no Matilde, pero de ese libro –al igual que de Mister Duncan- se hablará más adelante). El regate fue el compañero ideal para leer durante Brasil 2014. El libro ya había sido editado antes del 1-7 contra Alemania, de lo contrario –sospecho- el protagonista se hubiera pegado un tiro. El regate está entre los cinco mejores libros que he leído en lo que va de 2014. Su lectura es ágil, pero no es una novela complaciente. Nadie dijo que las metáforas futboleras no escondieran puntas de navaja. DSB

Sunday, July 20, 2014

Israel über alles

El 11 de noviembre de 2004, día de la muerte de Yasir Arafat, Carolina y yo estábamos en Viena pernoctando en una pensión regenteada por una familia musulmana. La noticia de la muerte del líder palestino significó un derrumbe emocional para nuestros anfitriones que en plena hora del desayuno se desentendieron de nosotros para entrar en oración. Aquello era un paroxismo luctuoso incomprensible para dos viajeros mexicanos. La familia parecía prepararse para el Apocalipsis. Dos años después, en una madrugada veraniega de 2006, algunos reporteros tuvimos la oportunidad de entrevistar al líder palestino Mahmud Abás en una de las salas del Aeropuerto de Tijuana, en donde su avión aterrizó para cargar combustible. El sucesor de Arafat expresó su disposición a consolidar un proceso de paz y retomar los acuerdos de Campo David, aunque el futuro no lucía promisorio. Releo el libro “Israel-Palestina. La casa de la guerra” publicado en 2002 por el colega Miguel Ángel Bastenier y caigo en cuenta que en sus páginas yace el Mito de Sísifo. Con maestría de buen narrador, Bastenier nos lleva de la mano hasta los orígenes del conflicto en 1948 y nos conduce por sus momentos más complicados y sus siempre abortadas tentativas de pacificación. Doce años después de la publicación de ese libro, solo hay que sumar varios miles de muertos más en un permanente juego de teléfono descompuesto. Aclaro que soy ateo y considero a Yahvé tan pestilente y dañino como a Alá. Cuando esas drogas tan nocivas llamadas nacionalismo y religión se atraviesan, lo único seguro es que tendremos problemas. Como observador laico y distante podría decir que no tengo partido, pero cuando los dispositivos móviles vomitan imágenes de niños muertos o mutilados, te das cuenta que no se trata de ideologías ni de convicciones, sino de pura y simple sensatez humana. Nadie que tenga un hijo pequeño puede permanecer frío e indiferente frente a semejante genocidio. La masacre en Palestina es por desgracia el teatro de las redundancias. La ultraderecha sionista que gobierna desde Jerusalén parece una digna heredera del nazismo. Su propaganda estilo Israel über alles no le pide nada a los lavados cerebrales orquestados por Goebbels. La diferencia es que Israel comete un genocidio con la plena complacencia de occidente y los organismos internacionales. Oponerse al genocidio de Israel se traduce en ser tildado de nazi y antisemita, siendo que en el mundo actual no hay nada más parecido a Hitler que ese carnicero demente llamado Benjamin Netanyahu. La pandilla sionista que gobierna Israel es un grupúsculo tan oscuro y fanático como los “new born christians” ultraconservadores que bendijeron las matanzas ordenadas por George Bush. Los une su adoración a ese dios verdugo y castigador del Antiguo Testamento y su delirio ególatra de sentirse pueblo elegido. En el mundo hay miles de judíos progresistas que se oponen a esa basura ortodoxa, como es el caso del escritor Paul Auster por señalar un solo ejemplo. Israel, la gran mosquita muerta de la Historia, el chantajista sentimental de la humanidad, el sanguinario Goliat que nos vende cada día su imagen de inocente David. Prohibido criticarlos, dudar de ellos, ponerlos en tela de juicio. Ellos pueden matar niños, violar las reglas del derecho internacional, consumar una y otra vez un genocidio. Nada de lo que hagan importa, pues tú estarás obligado a callar. Ni pensar en ponerlos en tela de juicio. En la antigüedad patentaron la condición de pueblo elegido. Hoy han patentado su papel de víctima eterna. En esta obra de teatro serán siempre los buenos. No habrá nunca en Hollywood películas que hablen de niños palestinos muertos, de escuelas bombardeadas, de civiles mutilados. El Holocausto de Palestina no existe. Está prohibido pensar en él. No debes siquiera insinuarlo. El pueblo elegido tiene derecho a derrumbar murallas en Jericó, a ahogar pueblos en el Mar Rojo, a enviar ángeles exterminadores a matar primogénitos. Por desgracia, las imágenes de los niños palestinos inmolados serán semillas de odio que germinarán en más fanatismo y serán usadas como bandera para guerras santas musulmanas. Vaya, hasta los vientos que soplaban en junio de 1914 parecen benignos frente a esta escalada irracional. La sensatez parece estar a la baja este verano. DSB

Hubo un tiempo en que no pasaba una semana de mi vida sin comprar por lo menos un disco. En mi particular cajita de Skinner, la música fungía como el mejor estímulo conductual. Después de una ardua semana de trabajo, la mejor manera de llegar al viernes era con un álbum nuevo para la colección. Comprar un disco era algo que estaba lleno de sentido. En mi adolescencia era capaz de sacrificar no pocas cosas con tal de ahorrar y obtener mi nuevo objeto del deseo. A finales de los ochenta y principios de los noventa compararse un CD era todavía un lujo y un acontecimiento. Mi primer empleo en nómina, a los 17 años de edad, fue en Discos Zorba Interlomas. Ese trabajo fue el equivalente a poner a un adicto a vender droga. Vendía discos para mantener mi vicio de comprar más discos. Cuando empecé a trabajar en serio y me sumergí en las fauces de esa devoradora de vidas llamada periodismo, mi adicción se incrementó a niveles extremos. A partir de 1997 empecé a comprar dos o tres discos por semana. El resultado fue una descomunal colección conformada en un 90% por Metal en todas sus variantes. Los años transcurrieron a paso de liebre hasta que llegó un momento en mi vida en que el disco como objeto perdió su sentido y se transformó en una monserga ocupante de espacio. Ojo: perdió sentido el disco, no la música. No pasa un día de mi vida sin que escuche mi dosis de Metal, pero han transcurrido años sin tocar mis discos en un aparato reproductor. De pronto me di cuenta que tengo dos iPods llenos, un disco duro a reventar y los cds, que ocupaban cuatro grandes cajones, pasaban meses sin ser tocados. El último disco que compré en mi vida fue el Final Frontier de Iron Maiden en 2010 y su título sonó como epitafio. En mi caso fue la frontera final. No fue una decisión ni una manda. Los discos perdieron su sentido como objeto. Sé que para un coleccionista o un músico esto puede ser una blasfemia, pero en mi vida los discos se transformaron tan solo en ocupantes de espacio. Duele un poco decirlo. El 13 de Black Sabbath, que en otra época de mi vida lo hubiera ido a comprar el mismo día de su lanzamiento, no lo tengo físicamente y sin embargo lo he escuchado decenas de veces. Siempre escucho música nueva y cada cierto tiempo me llevo agradables sorpresas. Este año he tenido que tomar decisiones radicales. En dos etapas me he tenido que deshacer de más de la mitad de mi colección. Tan solo en esta semana que termina regalé más de 200 discos. En otra época de mi vida hubiera sido una hecatombe, un derrumbe emocional. Hoy simplemente significó desprenderme de un peso y liberar espacio. Por fortuna tengo un buen amigo que los aprecia tanto como yo. Por supuesto hay discos intocables. No me desprendería de nada de Iron Maiden, Motorhead, Judas Priest , Black Sabbath, Blind Guardian, Opeth, Therion, DIO, Slayer ni de piedras angulares de un género como el Left Hand Path de Entombed, el Slaughter of the Soul de At The Gates o el Altars of Madness de Morbid Angel, pero hay mil y un banditas de las que solo escuché dos o tres rolas antes de exiliarlas a donde habita el olvido. Hoy me quedan por herencia dos cajones vacíos y dos iPods llenos. Claro, en mi vida hay otra adicción mucho más extrema y pasional que la de los discos: Los libros. La pequeña diferencia es que para la bibliófila no hay proceso de rehabilitación posible. El libro como objeto sigue y seguirá estando lleno de sentido, pero esa es otra historia que narraré más adelante.