Eterno Retorno

Saturday, April 05, 2014

En el panteón municipal de la colonia Castillo, en una humilde tumba muy cercana a la del venerado Juan Soldado, yacen los restos de Enrique Bordes Mangel, uno de los personajes más injustamente relegados al anonimato por el libro de la historia nacional. Ese descomunal cataclismo llamado Revolución Mexicana pulverizó entre sus fauces a cientos de miles de seres anónimos cuyos cuerpos tapizaron los campos de batalla y se transformaron en polvo de olvido. Lo inconcebible es que el relato oficialista también ha borrado a próceres intelectuales del movimiento como es el caso de Bordes Mangel, un tijuanense por adopción nacido en Guanajuato el 9 de junio de 1886. No se puede decir que este personaje no haya dejado huellas documentales en su paso por la vida, pues su firma se ha inmortalizado en el Plan de San Luis, cimiento del movimiento maderista en cuya redacción participó activamente siendo un joven de 24 años. Diputado federal durante el siniestro periodo huertista, Bordes Mangel no dudó en tomar por asalto la tribuna para exigir justicia ante los asesinatos de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez. Además de su trabajo legislativo, Bordes fue embajador de México en Honduras y El Salvador. Tras la tormenta revolucionaria, emigró a Tijuana en donde fue un gran animador cultural además de promotor de valores cívicos. Encendido orador de vieja escuela, sus discursos hicieron época en festividades patrias. Bordes Manguel, al igual que muchos de nosotros, se transformó en tijuanense por adopción y vocación. Según pronunció en 1930, él no pensaba moverse nunca de Tijuana, ciudad que consideraba suya. La posteridad es siempre caprichosa y tiene designios incomprensibles. Personajes providenciales con 15 minutos de fama como el Pípila, el Niño Artillero o el mismo Juan Soldado se transforman en mitos populares, mientras que pensadores e ideólogos que consagraron su vida entera a una suerte de caudillaje cultural, cargan a cuestas un destino de soldados desconocidos. Por fortuna en Tijuana existen historiadores inquietos capaces de explorar en las profundidades del olvido para reconstruir un relato de vida. Tal es el caso de Gabriel Rivera Delgado, director del Archivo Histórico de Tijuana, que se ha dado a la tarea de recopilar e indagar a fondo en el legado de este tijuanense adoptivo. El libro Enrique Bordes Mangel. Un ilustre revolucionario olvidado en Tijuana, del que Rivera Delgado funge como coordinador y compilador, ha llegado para cubrir un vacío en la historiografía revolucionaria. Es un trabajo exhaustivo, ambicioso, prologado por Conrado Acevedo y que incluye textos de Mario Ortiz Villacorta, Juan Sánchez Ascona, Joaquín Aguilar Robles y Salvador Azuela entre otros. El libro, que se presentará este jueves en el Centro Mutualista de Zaragoza, incluye discursos, artículos periodísticos y cartas del personaje, además de interesantes anexos en donde lo mismo podemos leer íntegro el Plan de San Luis, que la letra del corrido de Bordes Mangel, compuesto por Alfonso Montes. El pasado vive y se reinventa. Sin duda el mayor conjuro contra el injusto olvido al que ha sido sometido este revolucionario tijuanense, es la curiosidad y la sed de un historiador como Gabriel. Enhorabuena.

Wednesday, April 02, 2014

Cien días de lecturas

El primer trimestre del año se ha cumplido y así, sin decir agua va, hemos cruzado el umbral entre un invierno que nunca llegó y una primavera mentirosa. Hago una retrospectiva de las lecturas que han marcado estos casi cien días que llevamos del 2014 sólo para caer en cuenta que la nostalgia por la pérdida de Federico Campbell y una tardía adicción por Roberto Bolaño están marcando el espíritu de esta época, aderezada por algunas letras satelitales. Comencé el año leyendo en una sola tarde El cerebro de mi hermano de Rafael Pérez Gay, un descarnado testimonio desde las entrañas de la familia sobre el deterioro de ese encantado telar cerebral que un mal día se atrofia y decae. Pérez Gay parece mirarnos a los ojos mientras narra el final de su hermano José María, afectado por una esclerosis múltiple. En pocas semanas, el cerebro privilegiado que tradujo del alemán textos de Mann, Nietzsche y Goethe se va apagando hasta quedar en una condición casi vegetal. Un libro que duele. En los primeros días del año leí también Formas de volver a casa del chileno Alejandro Zambra, una interesante y sobria autoficción retrospectiva sobre un niño que desde su trinchera contempla el mundo adulto sometido a la dictadura de Pinochet. El desenlace es la metamorfosis del pasado, cuando la mirada adulta se sube a la máquina del tiempo e intenta reconstruir el universo infantil desde el palco del futuro. Un ensayo que ha orientado mis relecturas de 2014 es Lectores entre líneas de la francesa Neige Sinno, quien se sumerge hondo en las obras de Bolaño, Piglia y Pitol, tres autores que han hecho de la figura del lector un personaje casi omnipresente en sus páginas. Creo que agoté la tinta de una pluma de tanto subrayar el libro de Sinno, cuyo análisis me ha ayudado a tener una lectura aun más profunda de tres autores a los que ya de por sí apreciaba. El lector como figura y obsesión literaria, constructor de realidades paralelas, eterno detective y explorador de mundos ajenos. Lectores entre líneas es uno de los más alucinantes ensayos literarios que he leído en muchísimo tiempo. Otro librazo fue sin duda Muerte súbita de Álvaro Enrigue, una sui generis novela que plantea un hipotético partido de tenis entre el pintor Ángelo Caravaggio y el poeta Francisco de Quevedo, columna vertebral de un alucinado paseo por el contradictorio mundo de la Contrarreforma. Por desgracia no todo fue miel sobre hojuelas, pues también hubo libros en donde estuve a punto de exigir mis garantías individuales de lector que me conceden el derecho a saltarme páginas o interrumpir una lectura. Tal cosa me sucedió con El caso Harry Quebert, del joven novelista suizo Joel Dicker, un mastodonte de 700 páginas que leí completito y me deja por herencia tan solo un poco de entretenimiento y algunas frases tan cursis y rimbombantes que sin duda Televisa las plagiaría para sus telenovelas. Tal vez lo mejor de esta historia de crimen no resuelto, es que la labor detectivesca gira en torno a la escritura de dos libros y toca algunos temas como el síndrome de la página en blanco y las traidoras consecuencias de publicar un best seller. Sin duda Hollywood ya ha tomado nota. La muerte del buen Federico me ha llevado a releer Padre y memoria y a conjurar mi nostalgia en Post scriptum triste. También confieso un repentino y retardado idilio con Roberto Bolaño. He leído Entre paréntesis, hace un rato terminé mi patinaje en La pista de hielo y ahora mismo me dispongo a comenzar con Amuleto. Lo siento, pero este 2014 he estado insoportablemente bolañófilo. Leo en desorden los textos compilados en Miradas de Juan Gelman y me aguardan en la fila La luna y las hogueras de Cesare Pavese (póstuma recomendación de Campbell) La mente del escritor de Bruno Estañol, Beltenebros de Muñoz Molina y otros tantos ejemplares mostrencos que me cierran el ojo y me hacen lamentar que haya menos tiempo que libros.

Tuesday, April 01, 2014

La clica reporteril policiaca siempre ha sido redundante e inmortal como sus notas. Natalio y yo, que ya le pegábamos a la treintena por aquel entonces, éramos los jóvenes del gremio en donde sobraban cincuentones veteranos cuyo lenguaje, psicología y actitud ante la vida eran los de un policía. Los reporteros de la nota roja acababan mimetizados con su fuente hasta extremos risibles. Los viejos policías y los viejos reporteros acababan irremediablemente hablando el mismo lenguaje, contando las mismas anécdotas, inventando las mismas aventuras sexuales nunca consumadas, quejándose de las mismas injusticias y malquerencias de la vida, construyendo los mismos sueños de retiro y grandeza, intentando conjurar su alcoholismo de teporochos, sabiendo en su fuero interno que su único destino posible sería desayunar por la eternidad con los muertos del día. Como parte de una misma cadena alimenticia, reporteros, policías y a menudo también criminales acababan hermanados en un mismo lenguaje y una tabla de valores más o menos comunes. El temario de sus charlas brincaba de las armas a las trocas del año, guardando siempre un espacio para el box y las putas.

Disertación en torno a la infinita superioridad de un hijo de la chingada sobre un hijo de puta.

El privilegio de mandar o ser mandado a la chingada es algo que únicamente los mexicanos podemos presumir. La chingada es algo así como nuestro mítico Pandemonio, nuestro paraíso perdido, la tierra prometida a la que anhelamos regresar. La chingada es, después de todo, la infinita paz uterina. Pero antes de entrar de lleno al asunto de los complejos edípicos, empecemos por entronizar a la chingada en su respectivo altar, muy superior al que comparten ordinarias mierdas, carajos e hijoeputeces simples, expresiones plebeyas y poco originales de las que está poblada nuestra lengua. Para todo individuo capaz de expresarse en la lengua de Cervantes, la expresión hijo de puta o hijoeputa está enquistada en una suerte de léxico hormonal. Los centroamericanos son particularmente aficionados a pronunciarla, mientras que para los españoles, dependiendo de la entonación, puede no necesariamente ser un insulto. Por supuesto, también en la hijoeputez hay categorías pues no es lo mismo ser el hijo de una simple putilla callejera a acceder a la categoría del Hijo de la Gran Puta que te parió. La Gran Puta, supongo, bien puede ser la madame del congal. Pero independientemente de los infinitos caminos por los que la hijoeputez puede conducirnos, la verdad es que el concepto adolece una pavorosa falta de originalidad como insulto. Uyyyy, eres el hijo de una puta, de una mujer callejera que comercia con su cuerpo y tu padre es, necesariamente, un soldado desconocido, un tipo que pagó un par de centavos para cogerse a tu madre y tirarse a perder. Un insulto universal, cierto, pero carente de la profundidad antropológica e histórica de nuestra mexicanísima chingada. Véanlo de esta manera: hijos de puta los hay dispersos por todo el planeta. Son of a bitch, un fils de pute, Sohn eines Weibchens y le podríamos seguir. De hijos de puta el mundo está atiborrado. Hijos de la chingada, en cambio, nomás en nuestro México los hay y no es por nada, pero somos mucho más cabrones que los hijos de puta. ¿Quién es la puta? La mujer que desempeña el oficio más antiguo del mundo. Ya alguna vez he escrito al respecto aquí en Recolectivo. La puta y el pordiosero son los seres más universales de la historia humana. La chingada, en cambio, es nuestra. ¿Quién es la Chingada? Mejor no respondo yo y le cedo la palabra a mi compa el Octavio Pacífico. La chingada ante todo, es la madre. No una madre de carne y hueso, sino una figura mítica. La Chingada es una de las representaciones mexicanas de la Maternidad, como la Llorona o la "sufrida madre mexicana" que festejamos el diez de mayo. La Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre. Si le hacemos caso de don Octa, la chingada es nuestra madre o más concretamente la madre indígena violada por el padre español. La madre que nos avergüenza, a la que repudiamos y amamos con igual intensidad, chingada, rajada, abierta, profanada por el padre al que odiamos y admiramos. En otras culturas nos mandan al carajo (un lugar incierto) a la mierda (la infantil escatología por delante) a tomar por culo (el deseo siempre latente de sexo anal). En algunas traducciones españolas literales del inglés nos mandan a paseo (take a hike ¿han escuchado algo más ridículo?) Otros nos mandan a freír espárragos. En Argentina te mandan a fumar (andá y fumá) una forma cotidiana de tirarte león, pero únicamente en México te mandan a la chingada. Quien nos manda a la chingada nos manda de regreso al útero materno y ese, dicen los que saben, es el estado más perfecto de la naturaleza. Entonces no está tan mal. Además, la chingada es infinitamente versátil y es una herramienta idiomática todo terreno que nos sirve para componer cualquier frase u oración, algo así como una llave maestra. Porque del “ya chingamos” a “nos chingaron” hay un abismo de distancia, lo mismo que del chingón al chingado o de la chingonada a la chingadera o a lo chingaquedito que ya le debe estar resultando este texto al valiente e improbable lector haya logrado chingarse hasta aquí. DSB

Monday, March 31, 2014

Lima y don Octa en el Parque Hundido

El improbable diálogo entre un poeta zarrapastroso y la más laureada deidad del pandemonio literario nacional, ocurrió en octubre de 1995 en el Parque Hundido de la Ciudad de México. Los devotos de la verdad periodística dirán que el encuentro no se produjo nunca, pero yo prefiero invocar a Borges y creer que los personajes y pasajes de la literatura de ficción constituyen una realidad aparte y a su manera existen. En tres páginas de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño se narra el encuentro entre Octavio Paz y el poeta real visceralista Ulises Lima. La narradora es Clara Cabeza, secretaria multiusos y confidente del Premio Nobel, quien durante tres días de aquel otoño debe llevar a su jefe a pasear al Parque Hundido, donde entre vagabundos y teporochos encuentran al poeta marginal. Clara es quien debe abordar a Ulises Lima y acercarlo hasta su patrón para presentarlos. El único antecedente que sobre él tiene, es que ese poeta de ultraizquierda, cuyo nombre no aparece en antología alguna, conspiró en los años 70 para secuestrar a don Octavio, lo cual era en todo caso una gran broma de negrísimo humor. Clara se limita a describir una conversación distendida, serena y tolerante entre los poetas. Ulises Lima es el alter ego literario de Mario Santiago Papasquiaro (José Alfredo Zendejas) el íntimo amigo de Bolaño y fundador del movimiento infrarrealista. En el Parque Hundido se produce el encuentro entre los dos extremos de la cuerda de las letras nacionales, dos maneras contrastantes de vivir la literatura. Paz representa los laureles, las fanfarrias, el poder y la gloria, mientras que Lima-Papasquiaro es marginalidad, vagancia, locura y vicio. En 1998, año en que se publicó Los detectives salvajes, Mario Santiago y Octavio Paz murieron con casi cien días de diferencia. El 10 de enero Papasquiaro fue atropellado por un desconocido en un barrio periférico de la capital y su cadáver permaneció en la morgue durante semanas en calidad de no identificado. Cuando a Juan Villoro se le ocurrió rendirle un sencillo homenaje en la prensa, recibió airados reclamos por considerar poeta a un vil teporocho. El 19 de abril murió Octavio Paz en el Hospital Militar en un escenario de luto oficialista, con guardia presidencial y esquelas de mil y un políticos que acaso no lo leyeron nunca. Empecé a leer a Octavio Paz en la adolescencia, cuando su Premio Nobel lo había colocado en los cuernos de la luna, transformándolo en el intelectual consentido de Televisa y el salinismo. A mis quince años yo era un adolescente tan vago y tan vicioso como Ulises Lima y sentía desconfianza y aversión natural a todo lo que oliera a solemnidad y formalismo. Tal vez por ello le entré con prejuicios y reservas a don Octa. Mi mente empezó a cambiar cuando leí su prólogo a Las enseñanzas de don Juan de Carlos Castaneda, si bien mi primera revelación octaviana llegó cuando leí El arco y la lira durante un autoexilio en verano de 1996. Desde entonces, creo, he ido aprendiendo a dimensionarlo.