Eterno Retorno

Friday, January 24, 2014

Dado que la lectura no es su fuerte y la historia de México le aburre, a Enrique Peña Nieto posiblemente le interese muy poco saber acerca de ese embrión constitucional nacido hace exactamente dos siglos en Apatzingán. En cualquier caso, desde ahora puedo ir apostando, sin demasiado margen de error, a que sus asesores le habrán recomendado conmemorar el bicentenario de dicho ordenamiento con algún evento pomposo y rimbombante a celebrarse el 22 de octubre en la ciudad de Apatzingán, el lugar donde el estado mexicano evidencia su derrota. Será sin duda un evento custodiado por decenas de miles de soldados y elementos del estado mayor presidencial, un acto cívico rebosante de patéticos e insustanciales discursos leídos en teleprompter en donde se elogiará el imperio de la legalidad en México, justamente en una región donde la ley ha dejado de existir. Un evento donde los funcionarios estarán, se lo puedo asegurar, muertos de miedo. La historia está llena de símbolos y paradojas. Apatzingán fue el sitio donde José María Morelos y su Congreso de Anáhuac promulgaron la imperfecta semilla constitucional de una nación nonata. Estructuralmente, la de Apatzngán puede ser vista como un pastiche americano de la Constitución española de Cádiz. Con 242 artículos y la apuesta por un sistema republicano, el llamado Decreto Constitucional de la América Mexicana pugnó infructuosamente por dar una columna vertebral legal a una nación independiente que intentaba nacer a punta de cañonazos. Para cuando el Congreso insurgente se reunió en Apatzingán, el ejército de Morelos era apenas una sombra de sí mismo. Habiendo perdido a Matamoros y a Galeana, sus brazos incondicionales, el cura de Carácuaro estaba acorralado por los realistas y exactamente catorce meses después de la promulgación de la Constitución, fue fusilado en San Cristóbal Ecatepec. La Carta Magna insurgente jamás pudo tener vigencia ni ser aplicada. En los hechos, fue la Constitución federalista de 1824 la primera ley de la nación independiente, aunque a Apatzingán le queda el honor de haber sido la cuna de esa fundacional semilla constitucional. De hecho, el nombre oficial del municipio michoacano es Apatzingán de la Constitución. La Comisión Permanente del Congreso de la Unión presentó un punto de acuerdo para declarar al 2014 como el año del Bicentenario de la Promulgación de la Constitución de Apatzingán. El festejo oficial deberá realizarse, sí o sí. La gran mentada de madre del destino, es que la cuna de la Constitución es una región donde el estado mexicano ha sido derrotado y suplantado. En el occidente michoacano el gobierno es, si acaso, un estorboso espectador que mira impotente la guerra entre templarios y autodefensas. El lugar donde quiso nacer la primera ley suprema de un país con gobiernos empeñados en pisotear la legalidad, se ha convertido, dos siglos después, en la cuna de la primera gran narcoinsurgencia de nuestra historia. En Michoacán el gobierno no solamente ha sido desafiado, sino que ha sido suplantado. El mensaje de las autodefensas al gobierno es claro: mucho ayuda el que no estorba y en Michoacán el gobierno se ha dedicado simplemente a estorbar. Pese a todo, en medio del terror festejarán los dos siglos de la Constitución en una región donde la única ley vigente es la del plomo y la sangre.

Wednesday, January 22, 2014

Tijuana, como el París de Hemingway, era una fiesta en los idílicos años veinte, cuando el puritanismo de Wilson y su Ley Volstead secaron las gargantas de millones de estadounidenses. Ríos de alcohol y dólares triplicaron la población de la ciudad fronteriza en sólo una década. Las crónicas de la época hablan de la barra más larga del mundo, rebosante de Cerveza Mexicali, de un puente tambaleante apodado la marimba que se caía cada cierto tiempo con las crecidas del río y de un mítico casino y su alberca que enamoró a Rita Hayworth. Los historiadores se han enfrascado en encarnizados debates en torno a la sangre derramada en 1911 y hasta la fecha no nos ponemos de acuerdo en si aquello fue un heroico movimiento anarquista de liberación proletaria, una invasión filibustera o una intentona secesionista. Mucho se ha escrito sobre el viejo hipódromo y el Foreign Club, consumido por las sospechosas llamas en 1916; sobre la Avenida Olvera y su fiesta que no acababa nunca; sobre una Sodoma idílica cuya negra leyenda nos persigue como sombra y cuya abundancia perseguimos como un edén perdido. Leo y releo esas crónicas y me entero de la existencia de un bizarro circo que enfrentaba a un toro con un oso y de un tranvía que debía ser empujado y volteado en dirección norte por pasajeros borrachos que salían de perder su dinero en las apuestas. El problema es que ninguna de esas crónicas me aclara si en aquel naciente villorrio había alguien que se dedicara a vender libros y si había alguien interesado en comprarlos y leerlos. En medio de ese río de alcohol y sexo ¿había alguien que se tomara el tiempo de entregarse a la lectura? A Humberto Félix Berumen se le agradece el que se haya preocupado por indagar sobre los orígenes de la creación literaria en Tijuana y aunque siempre hay un as oculto bajo la manga del tiempo, parece haber consenso a la hora de designar a la moralista y rosa Tijuana In de Fernando de Corral, alias de Hernán de la Roca, como la primera novela escrita en Tijuana y que tiene a la ciudad como tema y escenario principal. Lo que suele suceder en todo el mundo cuando de historias de literatura se trata, es que los personajes principales de dichas investigaciones son las obras literarias y sus autores. Poco o nada sabemos de esos otros personajes que hacen posible la consumación del milagro literario: los lectores, los libreros, los editores. Sabemos que se publicó una novela en 1932 pero no sabemos casi nada sobre sus posibles lectores, si es que los tuvo. ¿Cuánta gente leía en la Tijuana de 1932? Lo cierto es que ni siquiera en el “culto” y “letrado” centro del país la gente leía demasiado. Hay que considerar que el Territorio Norte de la Baja California era el punto más alejado del centro de una república que en tiempos de la Revolución no era precisamente la Atenas con la que soñaba José Vasconcelos. Con cerca de un 78% de analfabetos, el país que albergó la primera imprenta de América no era un edén de bibliófilos. De acuerdo con los datos históricos compilados por Inegi, en 1900 sólo un 22.3% de la población sabía leer y escribir en México. En tiempos del porfiriato, con todo y personajes de la estatura intelectual de un Justo Sierra, la lectura era un acto muy poco frecuente en este país. Había, sí, una casta de catrines demasiado refinados para leer en español. Sus libros de filosofía positivista y sus novelas de Víctor Hugo y Balzac eran leídas en francés. Había también una masa de millones de mexicanos que usaban calzón de manta y hacían fila afuera de las tiendas de raya en las haciendas que por supuesto, jamás en su vida tuvo en sus manos un solo libro. La gran campaña educativa emprendida en 1921 por José Vasconcelos logró revertir el analfabetismo en más de 15 puntos porcentuales en sólo una década, si bien el mayor avance se daría hasta los años 70, cuando se avanzó un 17% en la alfabetización llegando a tener en 1980 un histórico 83% de población alfabeta. Sin embargo, en la década de los veinte, cuando Tijuana empezó a poblarse en serio, México seguía siendo un país con una abrumadora mayoría de analfabetos y la gente que emigró a esta ciudad buscando la bonanza de la fiesta que no se acababa nunca y sus cascadas de dólares, no eran precisamente doctores en letras. Sin embargo, en la Tijuana de la leyenda negra hubo una primera librería. En su artículo De noche vienes, de día te vas, dime cultura en dónde estás, incluido en el libro Tijuana Senderos en el Tiempo, Pedro Ochoa habla de la existencia de una biblioteca en el Centro Mutualista Zaragoza, fundado en 1921, aunque las primeras dos librerías tijuanenses nacen hasta la década de los treinta. Según el registro de la Cámara de Comercio, el primer negocio dedicado a la venta de libros en Tijuana, fue la Librería y Agencia de Periódicos de Enrique Mérida, ubicada en un punto comercial privilegiado: calle Segunda y Avenida Revolución, justo donde ardía la ciudad. Existía también por aquel entonces (y existe aun) la Librería del Parque del profesor Antonio Blanco, justo en la esquina del Parque Teniente Guerrero y la avenida 5 de Mayo. A la fecha se dedica más a rematar revistas y periódicos viejos, además de vender dulces y chucherías. La existencia de esas librerías hace pensar, en palabras de Ochoa, en los primeros lectores de la ciudad “y no necesariamente lectores de libros de texto, porque los institutos educativos aun tardarían en llegar”. Fue hasta el final de la década de los treinta cuando surge la primera generación letrada en la ciudad, traída en parte por la inmigración española y que encontró su hábitat natural en el recién expropiado Casino Agua Caliente, bautizado por el Presidente Lázaro Cárdenas como Instituto Escolar Agua Caliente.

Tuesday, January 21, 2014

Decir que un reportero es alcohólico huele a pleonasmo, pero en el caso de Argemiro su afición a la bebida iba más allá de su vocación noctámbula y prostibularia y se convirtió en el típico reportero que guarda pachitas en el cajón de su escritorio para agarrar inspiración, algo que era a medias tolerado. En los diarios oficialistas de antaño había cierta tolerancia a que un reportero bebiera en su escritorio siempre y cuando sus notas se apegaran a la línea marcada. Era una suerte de privilegio de veteranía, me dijo Heraclio. Si a él en aquel entonces, en su condición de reportero novato, lo hubieran sorprendido bebiendo en la redacción sin duda lo habrían sancionado, pero con Argemiro había cierta tolerancia, pues se creía que unos cuantos traguitos de bacanora afinaban su inspiración. Además, la presencia de Argemiro en la redacción del Independiente era una suerte de símbolo o trofeo en su encarnizada competencia contra el Imparcial. Si bien la censura en las rimas contra los políticos era estricta, Argemiro tenía vía libre para poder versificar a gusto contra los dueños del periódico rival a quienes profesaba un feroz rencor, así que no había columna en donde Argemiro no les mandara al menos un recordatorio a sus antiguos patrones. Conforme fue adentrándose en la treintena, Argemiro fue ampliando el horario de su borrachera. Al principio sacaba su pachita al anochecer, cuando la redacción estaba ya medio vacía y solo permanecían reportero y fotógrafo de guardia acompañando a los editores de cierre. Un traguito a esas horas es lo más típico en los periódicos, pero Argemiro no se conformaba con eso y pronto comenzó a dar sus primeros sorbos a las cinco o seis de la tarde. Con el paso de los años la pachita de Argemiro comenzó a abrirse después del medio día, como una suerte de digestivo. Llegó el momento en que Argemiro aparecía en el periódico a la una de la tarde ya con unos cuantos tragos encima, dispuesto a seguir el maratón desde su escritorio mientras tecleaba su columna. El problema fue que Argemiro no era un borracho alegre ni cariñoso. Su espíritu malacopa y buscapleitos lo llevaba a provocar zafarranchos gratuitos en la sala de redacción, donde un par de veces acabó liado a puñetazo limpio con colegas que no aguantaron sus irreverencias. Cuando no había nadie que le siguiera el pleito, Argemiro simplemente se ponía a versificar a gritos desde su escritorio, improvisando coplas obscenas sobre los compañeros de trabajo. Sus escándalos llegaron a volverse un asunto tan cotidiano, que en la redacción ya nadie les presentaba atención. La pachita de aguardiente o mezcal barato que guardaba en su escritorio empezaba a hacer corto circuito en sus emociones alrededor de las seis de la tarde. Entonces Argemiro se ponía a improvisar rimas en voz alta sobre el personal de la redacción. No hubo nadie que se salvara. A mí me dedicó muchas, me dijo Heraclio. De mozalbete puñetero nunca me bajaba. Los versos insultantes ya no parecían ofender a nadie. Argemiro rimaba, peroraba, su voz retumbaba en nuestros oídos, pero ya ni siquiera ofendía. Ante la redacción los gritos de Argemiro hacían el efecto de los ladridos de un perro particularmente escandaloso.

Monday, January 20, 2014

APOLOGÍA DEL ZARRAPASTROSO-by Salinas Basave

¿Cómo carajos nacen los libros? Nacen como se les da la gana. Ojalá hubiera una fórmula. ¿Qué nace primero, el título o el contenido? Bueno, me sucede a menudo que tengo desparramaderos de palabras casi terminados a los que no tengo ni puta idea sobre el título que debo ponerles y me rompo la cabeza durante semanas sin que se me ocurra un nombre. En contraparte, a veces me sucede, como hoy al medio día, que se me ocurre un título y digo, pues a partir de esto hay que comenzar con algo. Hoy, mientras manejaba sin música a recoger a Iker, pensé q ue mi destino irrenunciable es escribir un ensayo que se llame Apología del Zarrapastroso o Elogio del Zarrapastroso. Creo que si hay algo que me define y me ha definido externamente a lo largo de la vida es la vocación fachosa y desaliñada, así como mi repudio o toda manifestación de formalidad. Mi primer personaje literario, alter ego y heterónimo, se llamó Zarrapaztrozo. Creo que además de cuentos y novelas, el Zarra, o su concepto, se merece un ensayo con su irreverente dosis de filosofías de teporocho ilustrado. Entre mil y un porquerías confinadas en el cajón de tu buró –todas ridículas, estorbosas e inútiles- yace una larga mata de pelo envuelta en papel aluminio. En ese museo del fetichismo y la nostalgia trasnochada en donde nada en absoluto tiene alguna utilidad práctica, la greña mostrenca juega el rol de joya de la corona. El reino de lo obsoleto se integra por viejas tarjetas de gente a la que nunca llamarás, morralla extranjera en desuso y boletos de partidos o conciertos del siglo pasado. Hay también algunas medicinas caducadas con las que quisiste conjurar insomnios y dolores de oído, un reloj despedazado y un par de collares de cuero que no has usado en una década. Podría aclarar que sobre ese mismo buró, junto a la lámpara que invariablemente enciendes a las tres de la mañana para leer en duermevela, hay un altero de entre doce y quince libros siempre a punto de derrumbarse. Debería aclarar también que de esos doce o quince libros, sólo das lectura regular a tres o cuatro, en el entendido de que la duermevela no es en ti algo esporádico, sino cosa de todas las madrugadas pues no eres capaz de juntar cuatro horas seguidas de sueño, pero no estamos hablando de tu bibliofilia enferma ni de tu crónico mal dormir, sino del amasijo de inutilidades que almacenas en tu mesa de noche. Suponiendo que alguien prendiera fuego a tu acervo de estorbos e inmundicias (créeme que tu esposa se muere de ganas de encender esa lumbre) y te permitiera salvar solo uno de los objetos que ahí almacenas, puedo apostar doble contra sencillo a que salvarás tus pelos ridículos por encima de las coronas islandesas o el boleto del partido Tigres vs Celaya. Lo salvarás porque ese pelambre es la reliquia de una época que atesoras e idealizas con insoportable nostalgia cuarentona. La mata en cuestión fue cortada la mañana del 18 de diciembre de 1996 casi al final de un periplo mochilero. Aquella mañana intuiste tu arribo al final de una época en que te era dado llevar el pelo largo. Con todo tu pseudoanarquismo a cuestas, sabías que al poner punto final a ese viaje estarías entrando ahora sí oficialmente a la edad adulta y preferiste celebrar en soledad y en total independencia el funeral de tu pelo, antes de subir al Greyhound que te llevaría rumbo a las cadenas de la madurez. Imaginaste lo humillante y deprimente que sería meter tijera a las prisas, horas antes de una entrevista de trabajo, así que preferiste oficiar el ritual de inmolación de tu juventud en una peluquería de Nueva York, donde por 20 dólares (oro molido esos tiempos mochileros) una estilista rusa puso fin a un cuatrienio greñudos. Lo que tal vez no imaginarías es que 18 años después, al abrir ese cajón e inspirarte para desparramar estas incoherencias, estarías tan matudo y sin oficio como en ese añorado 96.