Eterno Retorno

Monday, January 06, 2014

Yo vendo nostalgia y añoranza por aquello que jamás se vivió. Vendo maquinitas del tiempo y vendo sensación de pertenencia a una atmósfera y un entorno irrepetibles que desde este futuro digitalizado se idealizan como un edén de autenticidad, un ritual de honesta rudeza en donde había contraste y desafío. Nadie se siente subversivo o contracultural comprando por internet boletos VIP para ir a ver conciertos cuyo set list ya conocemos de antemano. Conciertos donde ya sabemos lo que va a suceder, los vestuarios que veremos, las palabras pronunciadas entre canción y canción. A estos jóvenes no les hace falta comprar música, pues tienen en sus juguetitos de la manzana todas las canciones que no alcanzarán a escuchar en una vida. Lo que les hace falta es alucinar, al menos por instante, como alucinó mi generación. Y no es por falta de drogas amigo mío, pues esas las tienen de sobra y al alcance de la mano. Lo que necesitan es esa dosis de aventura e incertidumbre. Sentir que ese círculo de vinilo que gira y gira tocado por una aguja es un objeto mágico, una suerte de santo grial. Tampoco les hacen falta diversiones ni entretenimiento, pero no han vivido nunca esa sensación de clandestinidad y transgresión. Imaginar que una fiesta o una tocada puedan ser la entrada a una dimensión desconocida de la que tal vez no haya puerta de salida. Yo podía juntar monedas durante semanas o meses para comprar un solo disco de vinilo. Un disco que se convertía en mi arma, mi talismán, mi vehículo a otro mundo, mi compañero de viaje. Un disco que escuchaba una y otra vez, en cuyas fotos y diseños me perdía embobado, tarareando letras y tonadas que sabía de memoria. ¿Cómo es posible que uno de estos mozalbetes me pague por un viejo disco rayado lo mismo que le cuesta un iPod donde puede almacenar 10 mil canciones? ¿Por qué carajos les interesa tener una camiseta sudada y deshilachada cuando en sus closets hay ropa de diseñador? Porque sienten nostalgia por lo que no vivieron ni vivirán nunca. Yo les vendo pedacitos de ese idilio y se los vendo caros. Mira cuántas banditas de veinteañeros retros suenan en el Siglo XXI. Tienen el dinero para pagar un estudio donde unos ingenieros expertos los harán sonar con pulcritud extrema y sin embargo ellos pagan por sonar sucios y distorsionados, como si grabaran con una vieja bocina en la cochera de su casa. Estos niños mecánicos darían lo que fuera por haber acudido a uno de esos caóticos e improvisados rituales de Walpurgis Lullaby, en donde no sabías si acabarías la noche en una cárcel o cogerías sobre la hierba con una chica sudada y maloliente o te eternizarías en un viaje de ácido. Ellos no van a vivirlo, pero yo quiero venderles al menos un soplo de esa sensación y es por ello que no me conformaré con ofrecerles reliquias de museo. Lo que estoy a punto de hacer, mi amigo cineasta, es revivir a un animal prehistórico, sacarlo de su tumba paleolítica y colocarlo sobre un escenario. Esa criatura paleozoica se hace llamar Melmoth y es el bajista fundador de Walpurgis Lullaby. Contra todos los pronósticos de la medicina y de la lógica elemental, Melmoth está vivo y lo mejor de todo es que está en mis manos, me dijo Cyprien haciendo ademán de sujetar algo en su puño.