Eterno Retorno

Thursday, February 07, 2013

Desearía envolverme en una armadura de papel y tinta y desde estas páginas proclamar, como Umberto Eco, que nadie acabará con los libros. Quisiera creer en el pacto con la eternidad de ese objeto que según el de Alessandria, es insustituible como la cuchara, la rueda o el martillo, pero basta la contemplación de tres cadáveres y el testimonio de uno de sus deudos, para acabar por admitir que la sentencia de muerte es inconmutable. Hace unos días llegué a la oficina de Alfonso López Camacho, dueño de la librería El Día, para exponerle mi idea de escribir una historia de la lectura en la región y sus perspectivas a futuro. Cuando le pregunté por el futuro de El Día, don Alfonso no se anduvo con demasiados rodeos y sentimentalismos: se va a acabar, eso no hay duda. Ahorita estamos simplemente sobreviviendo, pero más temprano que tarde va a acabar, me respondió Ojo, quien me lo dice no es un codicioso comerciante al que le da lo mismo vender libros que taladros siempre y cuando dejen dinero. Don Alfonso es un bibliófilo que ha entendido que su oficio de librero no se limita a vender papeles con tinta. Ningún librero de la región ha asumido con una vocación tan quijotesca su actividad, que más que labor parece a veces misión o apostolado. Vaya, estoy frente a un auténtico romántico del libro, sin duda el hombre que más ha hecho por la lectura en esta ciudad y él mismo me dice sin atisbo de autocompasión ni lamento, que el final de su negocio está cerca.
Imaginé y sobre todo deseé que Alfonso López me dijera, con esa sangre de resistencia marca “no pasarán’ heredada por su padre anarquista, que los libreros aguantarían en la trinchera como heroicos milicianos, pero no; sus palabras están impregnadas de realismo y huérfanas de lamentos. Don Alfonso pone el dedo en la llaga: el problema no es si las librerías tradicionales son sustituidas por una tienda de Apple y si los papeles con tinta mutan en Kindle. El verdadero problema es que el futuro del libro en México, el crecimiento de una sociedad lectora, no depende del soporte tecnológico, sino de la calidad de la educación que vincule al ciudadano con la pasión por la lectura, como disciplina primaria para acceder al conocimiento y a la soberanía intelectual. Y esa calidad educativa está por los suelos. Las palabras pueden mudarse de superficie e igualmente seguirían siendo palabras casi huérfanas de lectores. Entonces pude ver con claridad y sin titubeos la inminencia del final y decidí escribir este amorfo ensayo testimonial, como una suerte de tributo y despedida a la actividad que con mayor pasión he desarrollado en la vida y cuya forma actual irremediablemente se muere. Siento la necesidad de escribirlo ahora. Nunca he creído en los homenajes póstumos.