Eterno Retorno

Thursday, November 01, 2012

Y dale con los mini fragmentos del Racimo de Horcas

Los pensamientos previos a un suicidio, al igual que el sueño de la razón, producen monstruos e inolvidables monólogos. Las voces de mis doce ipanemas suicidas hablan en segunda persona, como me hablo yo. Cuando hablo conmigo me hablo de tú. Mi monólogo interno es invariablemente en segunda persona. El último día de mi vida, Belén Arzaluz estará dando instrucciones precisas y guiando mi mano para escribir la nota final, la definitiva, y después se asegurará de que no haya dudas ni titubeos interponiéndose en el camino y garantizará que nada falle. No habrá, por desgracia o por fortuna, un todo poderoso narrador omnisciente usurpando mis pensamientos en los últimos segundos de mi vida: ¿por qué no apagar la vela cuando no hay nada que mirar y todo produce repugnancia?
Genaro perforó cada superficie perforable de su cuerpo e hizo de su piel una hoja de pruebas para aprendices de tatuador. En la primera mitad de los noventa el tatuaje seguía inmerso en un halo de clandestinidad presidiaria y aun no estaban de moda los estudios profesionales que acabarían por seducir aristócratas con complejo de rebeldes. Genaro empezó a tatuarse y a perforarse sirviendo como conejillo de indias en casas de amigos que improvisaban con máquinas hechizas. Sus primeros tatuajes delataban el mal pulso y la inexperiencia de los tatuadores, mientras que sus orejas agujeradas rebosantes de pus entre los hoyos infectados por el óxido de los aretes y los seguros, evidenciaban las nulas medidas de higiene. Genaro improvisaba como bajista y cantante en bandas de crust punk y grind core, donde lanzaba monstruosos alaridos en medio de una torturante cacofonía. Su proyecto más constante se llamó Vomit From Heaven, un émulo ensenadense de los británicos Extreme Noise Terror en donde componía letras sobre holocaustos nucleares, cucarachos radioactivos y niños deformes que comían carroña sobre un planeta devastado. Pablo en cambio se dedicaba a pintar figuras imposibles y rostros de hadas y gnomos atormentados, mientras bebía te de mariguana y se enamoraba de hombres que le escupían y le gritaban puto de mierda. Pablo se confesó homosexual en una época donde lo gay aun no alcanzaba su estatus políticamente correcto ni se había convertido en moda. Había tolerancia en ciertos ambientes, pero aun faltaban 15 años para las sociedades de convivencia y los matrimonios entre personas del mismo sexo. A Pablo le tocó desarrollarse en escuelas donde patear y humillar al joto era la acción coherente y esperada por parte de todo muchacho bien nacido. Con Genaro me divertía bebiendo cervezas a pico de caguama y acudiendo a tocadas en miserables cocheras inundadas por la peste a sudor e inhalantes. Su música, o el ruido que él llamaba su música, era una verdadera mierda, una tortura auditiva, pero me divertía verlo y escucharlo. A Genaro le hacía gracia saber que yo había marcado en forma tan puntual mi fecha de caducidad, aunque él estaba seguro que yo no llegaría a cumplir los 29 años, pues antes la raza humana entera habría sido exterminada en medio de un genocidio imperialista o como consecuencia de una epidemia fatal producida por la radioactividad. El evangelio grindcorero de Vomit From System así lo estipulaba.

Brevísimo fragmento de una historia aun inconclusa llamada Días de whisky malo

Casi todo lo que sucede en Bighorn Woods sucede en el Buffalo Belly y lo que no sucede ahí, sucede en el lago. No exagero si digo que tres cuartas partes de los primogénitos nacidos en Bighorn Woods fueron concebidos en los asientos de las trocas estacionadas a la orilla de ese lago de pasiones prohibidas. Oficialmente al lago se va a pescar truchas o a escopetear patos, aunque al final del día, para fortuna de los peces y los patos, matarlos se vuelve lo menos importante. En mis buenos tiempos lo emocionante empezaba cuando se encendían las fogatas, se destapaban las cervezas y ya entrada la noche, el porro encendido empezaba a pasar de mano en mano mientras las parejas se iban en busca de rincones oscuros. Por pura ley de la probabilidad, nueve de cada diez jóvenes de Bighorn Woods bebimos nuestra primera cerveza, fumamos nuestro primer porro y tuvimos nuestra primera cogida a la orilla de ese lago. Aquel sitio era el santuario de la virginidad perdida, un rompedero en serie de hímenes adolescentes.

Wednesday, October 31, 2012

Nada más difícil de borrar que el estereotipo y la fama pública. Lo mismo aplica para las personas que para las ciudades. El estereotipo se basa a menudo en imágenes preconcebidas por encima de realidades cotidianas y datos duros. Casi todo estereotipo es en esencia una exageración, una caricatura. Sin embargo, aunque las estadísticas se encarguen de mostrar que la fama pública a menudo tiene poco que ver con la verdad, las leyendas suelen inmortalizarse en el imaginario colectivo. Por ejemplo, conozco demasiadas personas que siguen imaginando a India como una tierra de encantadores de serpientes, príncipes sobre elefantes y leprosos bañándose en el Ganges y no como un país que produce más películas que Hollywood y es punta de lanza en informática. Bajo esa óptica generalizadora, Guadalajara no deja de ser nunca una ciudad de mariachis tequileros, Monterrey no supera su condición de rancho grande de avaros broncos y Puebla carga a cuestas su imagen de nido de mojigatos y reaccionarios. Conste que son solo tres ejemplos, pero podrían ser muchos más. En ese sentido, nos guste o no, en Tijuana seguimos cargando a cuestas nuestra negra leyenda y nuestra condición de ciudad de pecado. Comparativamente, no creo que haya en Tijuana más giros negros ni más personas dedicadas a la prostitución que en una urbe latinoamericana promedio, sin embargo cada que me toca recibir a algún visitante que viene por vez primera a la ciudad, lo que desean es satisfacer el morbo y conocer nuestra internacionalmente célebre Calle Coahuila y ver a los migrantes amontonarse en el Bordo. A la fecha, nadie me ha pedido que lo lleve a ver las líneas de producción de televisores o la tecnología médica que se genera por estos rumbos. En este momento, tal vez nuestros mejores embajadores sean Nortec y la cocina Baja Mediterráneo que de una u otra forma han exportado el espíritu y la vibra de la nueva Tijuana. Fuera de ello, el concepto popular sigue aferrado a la Tijuana de la década de la ley seca. Un reportaje sobre la migración infantil publicado este domingo en un diario tan respetable como El País de España, me hizo ver que pese a nuestros esfuerzos por mostrarle al mundo otra cara, el estereotipo sobrevive. Una frase de dicho reportaje me pareció demoledora: “Tijuana para millones de personas no es más que un punto y seguido, una estación solitaria entre dos destinos. Hay algo de fracaso en perpetuarse aquí”. El reportaje habla de coyotes, gringos borrachos y prostitutas y la descripción que de nuestra ciudad hace, no es muy distinta de la que haría la prensa sensacionalista estadounidense. Los años pasan, la ciudad crece y se transforma, pero el estereotipo sobre Tijuana persiste. A veces pienso que somos los únicos aferrados a negarlo, cuando con un poco de imaginación (y espero no me mal interpreten) podríamos sacarle algún provecho. En fin, el espacio se acaba, pero continuaremos tratando el tema en el próximo número.

Monday, October 29, 2012

Dos lecturas otoñales. Por Daniel Salinas Basave

Estas primeras semanas de otoño han sido acompañadas por dos lecturas que en verdad vale la pena compartir: Arrecife de Juan Villoro y La sirvienta y el luchador de Horacio Castellanos Moya. Estuve a punto de tirar un volado para dejar al azar elegir cuál de los libros reseñar en este InfoBaja de noviembre, pero decidí volver a romper mis propias tradiciones y comentar este par de novelas en el mismo espacio. Van juntas, sí, pero conste que no revueltas. Empecemos por Juan Villoro, quien ha sido un compañero habitual en este 2012 de tantos aviones. Por alguna u otra razón, en muchos momentos de este intenso año he estado acompañado de un libro de Villoro. Siendo un escritor tan versátil, tan completo y con tantas afinidades temáticas, que van de la literatura clásica al futbol, es casi imposible no volver a abrevar cada cierto tiempo de sus letras. En primavera disfruté inmensamente su libro de ensayos literarios De eso se trata y devoré en un vuelo Tijuana-Monterrey su epistolario futbolero con Martín Caparrós De ida y vuelta, además de topar con excelentes crónicas suyas en un par de antologías de periodismo narrativo que he reseñado en este mismo espacio. Mi colega José Garza me regaló Arrecife, la más reciente novela de este escritor a quien he disfrutado inmensamente como cronista, ensayista y filósofo futbolero, pero de quien pienso aun nos debe todavía una gran novela, con todo y su Premio Herralde ganado con El Testigo. De Arrecife me ha gustado sobre todo la construcción del personaje principal, un caótico ex bajista de rock, náufrago en la tempestad de drogas que sacudió una época alucinante y autodestructiva de la que es un sobreviviente, aunque sus recuerdos hayan quedado inscritos en el parte de bajas. Lesionado de una pierna por un accidente de adolescencia, sin un dedo y sin memoria, el bajista intenta rehacer su vida con cuarenta y tantos años de edad en el Hotel La Pirámide, un exótico y sui generis paraíso en la Riviera Maya que ofrece a sus huéspedes vacaciones de alto riesgo con deportes extremos y la cotidiana recreación de un entorno de violencia que pueden vivir en carne propia. Los turistas no pagan por relajación y descanso, sino por adrenalina y miedo. Nuestro personaje tiene la rara encomienda de musicalizar el acuario en donde una noche aparece muerto uno de los buzos del hotel con un arpón clavado en la espalda, lo que da lugar a una trama de tipo policial que con toda franqueza me parece fallida y forzada. Villoro construye un gran personaje principal y sólidos personajes secundarios, todos a su manera sobrevivientes, pero falla a la hora de tratar de generar suspenso. Las encrucijadas policiacas no son el fuerte de este autor. La atmósfera, la inocultable vibra ensayística del narrador y esa dosis de fina ironía que impregnan su prosa, salvan una novela cuya temática es terriblemente actual. Turistas del primer mundo depredando paraísos tropicales, idealizando guerrillas y dando sentido a sus vidas con permanentes cucharadas de peligro. Eso es Arrecife.
Hablemos ahora de La sirvienta y el luchador, última novela del escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya. En los últimos once años he sido un fiel seguidor de la obra de este narrador centroamericano que a la fecha jamás me ha defraudado. Agilidad, contundencia y desparpajo son el sello de su prosa. Su marca registrada es narrar la violencia que ha sacudido y sacude a Centroamérica, pero es también un retratista de la miseria humana y el derrumbe ontológico. Un autor a quien no puedo concebir narrando un entorno ajeno a Latinoamérica. La sirvienta y el luchador continúa y acaso concluye la saga de los Aragón, iniciada en Donde no estén ustedes y continuada en Tirana memoria. Aunque cada novela es perfectamente legible por separado, hay conexiones y guiños constantes entre ellas, pues el telón de fondo es la historia de una familia salvadoreña marcada por el infortunio en distintas etapas de la historia de su país. La sirvienta y el luchador es posiblemente la novela de Castellanos Moya con personajes más fuertes y contrastantes. A la tradicional crudeza de sus descripciones, Castellanos añade personajes desgarradores. La sirvienta refleja el superlativo de la humildad y la abnegación de una típica abuela latinoamericana zarandeada por la vida, mientras que el luchador encarna el derrumbe físico y moral de un viejo torturador de la policía que no se resigna a su propia decadencia. El marco de la novela es el estallido de la guerra civil en El Salvador en 1980 entre las prédicas de monseñor Romero, los escuadrones de la muerte y la guerrilla urbana. Albertico Aragón y su novia danesa son secuestrados por un escuadrón de exterminio que los vincula con la guerrilla. La sirvienta, que por largos años ha trabajado para la familia Aragón, busca dar con el paradero de la pareja acercándose a su antiguo pretendiente, El Vikingo, un viejo ex luchador que integra los escuadrones de la muerte y hace lo imposible por mostrarse rudo e inflexible, aunque físicamente esté desmoronándose. El gran contraste entre los personajes principales es el cimiento de la novela. Ambos son viejos, son pobres y son de una u otra forma víctimas de la injusticia, aunque sus personalidades y su concepción del mundo yazcan separados por un abismo. A su alrededor, una galería de personajes secundarios desempeñan el rol de marionetas de una guerra cruel que enfrenta a las familias y extrae néctar de maldad de algunos seres que se encuentran inmersos en ella sin saber exactamente qué esperar. Desde el estudiante idealista que se convierte en guerrillero hasta los sádicos verdugos de la policía, pasando por una masa que malvive como puede en un absurdo entorno de violencia y crueldad sin límites en donde el único triunfador es el caos ciego. Una novela ruda, perturbadora, cuyos demonios no pierden actualidad, pues aunque el contexto es El Salvador en 1980, la eternidad de la semilla de la violencia hace que ese infierno salvadoreño parezca terriblemente vigente en el México de 2012. Hay avernos que parecen tener pacto con la eternidad.