Eterno Retorno

Friday, August 24, 2012

Paradojas del destino o bromas de la aleatoriedad que podrían hacernos sacar muchas conclusiones sobre el nacimiento del libro en México: Juan Pablos de Bresca, el primer impresor de América, no sabía leer ni escribir. El suyo era un oficio rudo de taller que se iba fortaleciendo en la práctica, no una doctrina de letrado aprendida en la universidad. Juan Pablos desempeñaba su labor colocando los tipos seguidos, imitando los símbolos que veía en el texto sin acertar a comprenderlos. Poco después, Juan Pablos aprendió a improvisar una firma, pues aunque iletrado, todo impresor de la época que se diera a respetar, firmaba sus trabajos, de la misma forma que en la actualidad todo libro va marcado por el sello de su editorial. Aunque entiendo las circunstancias del oficio de Juan Pablos, no deja de parecerme simbólico que fuera incapaz de leer los libros que salían de su imprenta. En su analfabetismo encuentro toda una metáfora de nuestra industria editorial: quien produce los libros en México, rara vez los lee. Las editoriales arrojan a las calles los “demasiados libros” de los que habla Gabriel Zaid sin molestarse en revisar su contenido. Se trata de producir por compromiso, negocio o mandato, no de leer. El que Juan Pablos nunca leyera los libros que imprimió, no desentona en absoluto con los usos y costumbres de los actuales directores de las grandes firmas que controlan el mercado.

A menudo imagino cuando le platique a mi hijo, con esa insoportable nostalgia de los viejos, que buena parte de mi vida se me fue deambulando en recintos atiborrados de libros que se llamaban librerías o bibliotecas. Después de escuchar las palabras de Alfonso López Camacho, me cuesta trabajo creer que la Librería El Día vaya a seguir existiendo cuando Iker llegue a la juventud. También me pregunto si existirá para entonces la Feria del Libro de Tijuana y si seguirá habiendo periódicos alzados en las manos de los voceadores en los cruceros de la ciudad. No quiero anticipar la nostalgia en penumbra del futuro inmediato, pero todo esto que parece agonizar, ha formado parte de mi vida y no puedo mantenerme indiferente ante la inminencia de su muerte. Crecí en una casa donde cada rincón estaba infestado de libros y por ley de probabilidad o casi por designio fatal, me aficioné a la lectura desde muy temprana edad. También desde muy pequeño me dio por jugar a que escribía y el segundo empleo formal en nómina de mi vida, a los 19 años de edad, fue en una librería, misma que ya ha cerrado sus puertas víctima de la crisis. Desde hace más de dos décadas, hago como que me gano la vida publicado notas, reportajes, crónicas y editoriales en medios impresos y al igual que mi abuelo, soy un obseso acumulador de papel. No pasa una semana de mi vida sin comprar un libro, por no hablar de revistas, periódicos, gacetillas y similares que acumulo en esa región del caos que llamo biblioteca y fungen como banquete de hongos y polillas. Lo más catastrófico de todo, es que he contribuido a la deforestación publicado tres libros y sigo desparramando palabras todos los días, algunas de las cuales espero verlas impresas en una hoja. Así las cosas, este objeto que Umberto Eco considera perfecto, insustituible y casi eterno, ha formado parte de mi intimidad, de mi vida diaria y suele acompañarme a todas partes. Nunca he sido tan ocioso para tratar de calcular el número de días, meses o acaso años del total de mi existencia que he pasado leyendo, escribiendo o escogiendo libros, pero algo me hace sospechar que el resultado abarca un buen trecho. He sido sobre todo lector y comprador, pero también vendedor, promotor, escritor y ladrón de libros. Mi relación con este objeto es patológica, propia de un adicto. No quiero dar a este ensayo una dimensión trágica, pero si el libro muere, aunque sea sólo una muerte objetal, morirá irremediablemente una parte de mí.

Sunday, August 19, 2012

Huele a espíritu hessiano Por Daniel Salinas Basave. Publicado en El Informador

A menudo me preguntan cuál es mi autor favorito o el que más ha influido en mi vida y mi respuesta es que eso depende de la época de la vida. Si me preguntan por la última década de mi existencia, el autor al que he leído más regular y diría hasta obsesivamente es sin duda Paul Auster. Les diría que ayer concluí un libro buenísimo, Windows on the World, del francés Frederic Beigbeder, sin duda uno de los dos mejores que he leído en lo que va del año junto con La Carretera de Cormac McCarthy. Si de niño alguien me hubiera preguntado por mis libros favoritos, les habría dicho que las historias de caballeros medievales o las novelas de aventuras estilo Robin Hood o los relatos de corsarios de Emilio Salgari. Ahora que si alguien me hubiera preguntado en la adolescencia por mi autor de cabecera, la respuesta hubiera sido una sola y la habría dado sin dudas ni rodeos: Hermann Hesse. La realidad es que sus libros moldearon mis pensamientos e ideas en aquellos años de caos interior e incertidumbre emocional. El 9 de agosto se cumplió medio siglo de la muerte de este Premio Nobel alemán, que hubiera cumplido 135 años el pasado 2 de julio. A Hesse, más que a ningún otro autor, lo asocio a un momento de la vida y a un estado interior irrepetible. Lo leí con devoción de los doce a los veinte años y después simplemente lo fui dejando de leer. No abjuro de su lectura ni minimizo lo mucho que me influyó en su momento, pero si lo releo a esta edad y con este kilometraje bibliófilo a cuestas, me doy cuenta que me es imposible volver a sentir lo experimentado a finales de los ochenta, aunque sus libros hayan determinado y encausado el rumbo de muchas ideas. Vaya, Demian es el padre de mi ateísmo y siempre he dicho que la figura más coherente y creíble de dios que he encontrado se llama Abraxas. No he olvidado que gracias a Hesse, del que mi madre era lectora, estuve a punto de llamarme Demian y no Daniel y que si al final optaron por la segunda opción, fue porque una canción de Elton John pudo más que la gran novela hessiana. Fue en el verano de 1986, después del mundial mexicano, cuando entré en contacto con Hesse durante unas vacaciones en la Isla del Padre. Ahí leí Demian y empecé a sentir como mío el drama de Sinclair atormentado por Franz Kromer. Después cayó en mis manos El Lobo Estepario y al igual que miles de adolescentes solitarios me sentí y me creí la reencarnación de Harry Haller. Recuerdo una tarde de lluvia en un viaje en autobús de Tlaxcala a la Ciudad de México leyendo el Siddharta o el Tres Momentos de una Vida y Bajo la Rueda que saqué de una biblioteca pública. Recuerdo los irrepetibles instantes en que leí esos libros y los fantasmas que infestaban mi cabeza y siento en sus páginas el olor de espíritu adolescente.