Eterno Retorno

Saturday, July 28, 2012

Un vasco exiliado en la Cenicienta

El árbol genealógico suele ser una planta de follaje abrupto, a veces laberíntico e impenetrable. Basta con tratar de explorar sus ramas para darnos cuenta de lo poco que sabemos sobre nuestros antepasados. Cuando uno se sumerge en exploraciones semejantes, suele encontrar sorpresas. Siempre creí ser el primero y hasta ahora único de los Basave en emigrar a Baja California, hasta que mi abuelo, Agustín Basave Fernández del Valle, me sacó de mi error y me contó la historia de un primo suyo llamado Luis de Basabe López Portillo, que al igual que yo se autoexilió a esta península y eligió el Puerto de Ensenada para vivir. Tengo también otro par de aspectos que me hermanan con este tío abuelo: Luis de Basabe era escritor y además era ateo. Devoto del origen vasco de la familia, cambió la letra “v” intermedia del apellido por una “b”. La rama original de Vizcaya escribe Basabe y no Basave y Luis quiso ser fiel a la raíz euskera. Sin embargo, lo más interesante de tener un antepasado que me antecedió en el exilio bajacaliforniano es que el antepasado en cuestión fue un hombre de letras, uno de lo más fecundos y creativos escritores que dio la Baja California en el pasado siglo. Es en el ensayo-antología, “Narradores bajacalifornianos del Siglo XX” de Humberto Félix Berumen (Fondo Editorial de Baja California 2001), donde he dado con una semblanza de este familiar. Si bien el propio Berumen se contradice en lo que al lugar de nacimiento de Luis de Basabe se refiere (en la página 32 de su libro señala que nació en la Ciudad de México y cien páginas después, en la 132 dice que nació en España) ha sido su hija Heidi Basabe (a quien conocí o más bien dicho reencontré hace un par de semanas en Ensenada) quien me ha confirmado que su padre nació en la capital mexicana en 1920, si bien su patria espiritual fue siempre el País Vasco. Félix Berumen señala que la obra de Basabe puede encuadrarse dentro de los cánones del realismo costumbrista. Gran parte de su obra “tiene como escenario los paisajes del País Vasco y refiere algunas fábulas del folclor de ese país”, si bien también eligió a Baja California como su territorio narrativo. Fue cuentista y novelista y algunos de sus relatos los firmaba bajo el seudónimo de H. Ludeba. Entre sus novelas destacan El caracol (1967) y sin duda la más célebre Senda de gatos (1971), pero el extenso catálogo incluye a Lo, el hombre sueño (1970) Los hombres de arriba (1972) Lur Berri (1987) El saber (1981) y Tejueg (1991). Dice Félix Berumen que como pocos escritores bajacalifornianos de la época, Luis de Basabe se atiene a la premisa de contar una historia y contarla bien. Su personaje insignia parece ser el protagonista de Senda de gatos, el hombre que contemplaba el mundo desde las azoteas, en cuya perturbada mente se sumerge el narrador. Luis de Basabe murió en Ensenada en 1996. Si me fuera dado pedir un deseo, desearía haber podido charlar con él. Ahora me voy a dar la tarea de encontrarlo a través de su obra.

Este amante del jazz y los gatos es un romántico incurable y aún con ese a veces delirante surrealismo apocalíptico a cuestas, al final del camino siempre, o casi siempre, nos acaba contando historias de amor. Chicas extrañas, huidizas, que desaparecen en circunstancias inexplicables o se sumergen en las tinieblas de profundos desvaríos mentales. Sputnik mi amor, Tokio Blues o Al Sur de la frontera al Oeste del Sol están hermanadas por el mismo néctar narrativo y una similar tendencia argumental. Nostalgia por raros amores, obsesiones que perduran a través del tiempo, desapariciones y una aleatoriedad caprichosa jugando con la existencia. Uno de los puntos más fuertes de Haruki Murakami son sin duda sus personajes femeninos. Al igual que a las chicas Almodóvar, a las chicas Murakami les suele faltar un tornillo. Los animales, el jazz, la cotidiana realidad que en un de repente se emborracha con gotitas de fantasía dicen presente en casi todas las narraciones. Pero cuando creí que su universo se limitaba a chicas tocadas e incurables enamorados, llegó Kafka en la Orilla, donde la fantasía irrumpe de golpe y sin pedir permiso, tan de repente, que uno acaba por tomarse lo imposible como ordinario. ¿Gatos que hablan? ¿Tormentas de peces? ¿Un Joven Llamado Cuervo? ¿Una flauta elaborada con almas felinas? Muchísima fantasía que entra en la lectura como cuchillo en mantequilla. Tal vez por los antecedentes de Akutugawa y Kawabata y (acepto que fui muy iluso) por relacionar el apellido del autor con la enigmática Señora Murakami de Mario Bellatín creí hace muchos años (empecé a leerlo en 2002) que encontraría en Murakami un autor japonés complicado, denso, oscuro o acaso exótico. Nada más alejado de la realidad. Antes de ser narrador, Murakami regenteaba un club de jazz y su incurable melomanía ya no es un secreto para nadie. Después de todo, en Tokio Blues la historia se desencadena cuando el protagonista escucha en un avión la tonada de una vieja canción, Norweigan Blues de los Beatles. De hecho, si quieren una receta, les diré que disfruto inmensamente leyendo a Murakami con música de fondo, aunque en vez de los Beatles me inclino por el clásico My women from Tokio de los legendarios Deep Purple. Por alguna razón, mentalmente he transformado a esa canción en el sound track de sus novelas. DSB

Monday, July 23, 2012

Leer una prosa así es un desgarro ontológico. Sí, es verdad, estas letras son puntas de cuchillo en el alma. ¿Lo dudan? Dense un quemón: “Este odio venía de lo más lejano y lo más bárbaro. Era elodio de Dios. Dios mismo estaba ahí apretando en su puño la vida, agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia”.
No sé ni me interesa saber si tengo algún escritor mexicano “favorito”, pero sí sé que los párrafos más contundentes y extremos que se han escrito en este país, los escribió José Revueltas. Creo que si tuviera que elegir un cuento mexicano, uno solo, me quedaría con Dios en la Tierra, mismo que abre el volumen de cuentos del mismo nombre. En este cuento, Revueltas nos narra la historia de un profesor rural que es empalado por los cristeros por atreverse a dar agua a los sedientos federales. En esta narrativa de daga afilada yace la esencia de la Cristiada.
Por supuesto Revueltas tiene páginas prescindibles y su obra ensayística, en honor a la verdad, es aburrida, pero por una novela como El Luto Humano o los cuentos de Dios en la Tierra vale la pena tenerlo en un altar con tabacos rasposos y botellas de mezcal pendenciero.

Recursos humanos/ Antonio Ortuño/ Editorial Anagrama. Por Daniel Salinas Basave
Descender al infierno es una añeja obsesión padecida por toda suerte de creadores a través de los siglos. Desde los infiernos líricos de Dante y Milton, hasta los avernos de El Bosco o las pinturas negras de Goya, pasando por todo el cancionero demoniaco, (desde Paganini y Berlioz al black metal), el artista ha buscando sumergirse en el horror infernal y reflejarlo. Al tradicional buscador de la belleza del mal, puesta tan de moda por Baudelaire, le da por bucear en infiernos de vicio, alucinación y deseos mórbidos, mientras que hoy nos sobran narradores y reporteros que buscan reflejar, cada uno con mayor crudeza gore, lo mucho de infernal que hay en el mundo del crimen organizado. Ambos temas han acabado en odiosa calidad de cliché. Lo que pocos narradores exploran, son los menos espectaculares pero sin duda más torturantes infiernos cotidianos que nos rodean, esos pequeños valles de condena de la vida diaria cuyos tormentos y abismos pueden ser equiparables a los círculos del averno en la Divina Comedia. Con elevadas dosis de malicia literaria en su arsenal, el narrador tapatío Antonio Ortuño consigue extraer néctar de miseria humana de ese microinfierno que puede (o más bien suele) ser una oficina cualquiera. Su novela Recursos Humanos, finalista del Premio Herralde, disecciona con desparpajo absoluto el ritual de envidias, ambiciones frustradas, competencias desleales y traiciones que se vive en un recinto de trabajo. Sin duda el punto más fuerte de la novela, el cimiento que con buena fortuna sostiene toda la historia, es la construcción de su personaje principal, el antihéroe Gabriel Lynch. El odio de Gabriel, su frustración cotidiana y su ambición desmedida, son los motores que mueven la historia. Sus ansias terroristas, su coraje, sus ganas de hacer explotar todo su entorno son la gran columna vertebral de Recursos Humanos. Ortuño logró crear un gran personaje y aquel escritor que logra construir un narrador en primera persona creíble y contundente, empieza ganando la partida. Lynch es rencoroso, contradictorio, acomplejado, ambicioso y malvado y ello lo hace demasiado humano; odiosamente humano. La creación de la opresiva atmósfera oficinesca es también una virtud de Ortuño. Buena parte de la historia transcurre en la oficina y lo inmundo del sitio acaba por contagiarse. Los celos, los cuchicheos, los chismes y los amoríos de pasillo están presentes en todo momento. La oficina reducida a una jaula donde los machos compiten por los favores sexuales de las hembras que a su vez buscan trepar en el escalafón económico. La oficina, con su cielo inalcanzable reflejado en el tercer piso, a donde sólo tienen derecho a subir los jefes, y el infierno de los talleres en el inmundo sótano a donde nunca un directivo ha bajado. En medio está el purgatorio en donde se viven escenas de sumisión, servilismo, grilla barata y ambiciones perpetuas. El sistema de lealtades, traiciones, bloqueos y contubernios diversos, presentes en mayor o menor medida en casi todo equipo humano, se reflejan en las torcidas relaciones entre los personajes. El jefe junior Constantino, recipiente de todo el odio y la frustración de Lynch, la trepadora Fernanda, el arribista Paruro son personajes igualmente bien construidos que apestan a miseria interior. Otro punto fuerte de Ortuño, en donde el autor derrocha su mencionada malicia literaria, es el lenguaje. Frases cortas y contundentes, vocación por el aforismo al puro estilo Ciorán, humor negrísimo. Esa carga de cinismo, hastío existencial y desamparo ontológico que infesta cada frase del narrador, es el tono permanente de la novela. Recursos Humanos tiene por supuesto su punto débil, pues a la fuerza de los personajes, la atmósfera y el lenguaje, se oponen acciones poco creíbles. La trama argumental es sin duda el lado más flaco de la novela. Si bien la psicología de los personajes los desnuda en su bajeza, sus actos resultan forzados, sobrepuestos. Ortuño pudo haber apostado por reflejar simplemente un cuadro de vida cotidiana sin acciones extraordinarias y acaso la historia habría sido más creíble. Aunque el narrador permanente en primera persona es Gabriel Lynch, hay tres breves momentos al principio, a la mitad y al final de la novela en que la voz es de Constantino, el odiado e incomprendido jefe. Me hice de Recursos Humanos al azar, en una típica operación “tín marín” sin tener demasiadas referencias de Ortuño. A veces llego a la librería con el deseo de llevarme un autor nuevo, del que no haya leído nada antes y en esta ocasión di con Ortuño que ha sido una grata sorpresa, si bien el ánimo con el que se lee Recursos Humanos se parece mucho al que deja un Breviario de Podredumbre de Ciorán. Una novela en donde todo aquel clasemediero que sea o haya sido asalariado en una empresa, irremediablemente se verá reflejado. Una novela peligrosa.