Eterno Retorno

Thursday, May 03, 2012

No sé si algún día sienta nostalgia por estos días. No sé de qué manera voy a recordar este paréntesis de mi vida, esta isla improbable, este anestesiarse en la urbe. Días de boca seca y andares errabundos; días donde el aire es avaro cuando pegas una corrida; días donde las diez de la noche llegan demasiado pronto y la dieta se vuelve desastre. Días de mirar tempestades sin raspar las rodillas, de contemplar naufragios y jugar a la utopía. Días de medir cada palabra con cinta métrica y sacralizar los 140 caracteres. Días donde un punto y una coma valen su peso en oro, donde Martín Caparrós y sus Living quedaron inconclusos ante la enésima relectura del Tigre Blanco. Día de ver una y otra vez un video de Iker y preguntarme una y otra vez si tiene algún sentido estar aquí. Días chilangos, de lluvias compulsivas que no avisan, de olor a tierra mojada, de un volcán que no deja de arrojarnos al rostro el humo de su cigarro eterno.

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Podría hablar de las diferencias entre el Metrobus chilango y la calafia tijuanense. El Metrobus es la reducción del espacio vital al mínimo posible. Creo que en un tren rumbo a un campo de concentración los pasajeros iban un poco más holgados. Sin embargo este transporte perredista es, dentro de lo que cabe, eficiente y funcional. Nunca tienes que esperar demasiado y pagas solamente cinco pesos, casi la cuarta parte de lo que te cuesta una guayina de Rosarito a Tijuana. El Metrobus tiene su propio carril, así que el caos vial simplemente te la pela. Adentro hay pantallas que emiten programas con contenido cultural producidos por la UNAM: investigaciones sobre el sida en niños, recomendaciones para no abusar del consumismo y las tarjetas de crédito (con la rola Money de Pink Floyd de fondo) disertaciones sobre la discriminación a los indígenas y uno que otro video musical. Por supuesto nadie lo escucha, pues tres cuartas partes de los pasajeros van con audífonos y el resto van dormidos. El tiempo de traslado en metrobus es casi uniforme y por tanto calculable. En la calafia tijuanense en cambio el tiempo de traslado depende de muchas cosas. Si no hay suficientes pasajeros, el chofer irá a paso de tortuga o simplemente hará base. Si ya va lleno y tiene prisa, entonces jugará carreras y correrá como endemoniado. Las bocinas de la calafia van escupiendo narcocorridos que hablan de hummers del año, cuernos de chivo, plebes bien buenas, Buchanas del 18 y puro movimiento alterado compa. Hacer cálculos es inútil. Vista a la distancia, la naturaleza tijuanense es caótica y adicta a la catástrofe.

Wednesday, May 02, 2012

La idea me revoloteaba en la cabeza, me picaba la cresta, me zumbaba como un moscardón machacante. Desde hace muchos años supe que tenía que escribir un libro sobre Jorge Hank Rhon. Frente a mí tenía al personaje perfecto, a la encarnación de la surrealista y siniestra extravagancia y ningún narrador acertaba a tomarlo en sus manos. Un día me di cuenta que conocía a la persona indicada para escribir esa historia: yo mero. Pensé que un personaje así debía habitar las páginas de una historia de ficción y empecé a escribir Vientos de Santa Ana. Sin embargo, la mañana del 4 de junio de 2011 la realidad me dio un latigazo. “Hey, qué carajos haces escribiendo ficciones, si su historia real es alucinante. Lo único que debes hacer es contar esa historia y saber contarla bien”. Fue entonces cuando me puse manos a la obra y empecé a tundir teclas esa misma tarde. Puse punto final a mi historia al anochecer del 31 de diciembre de 2011.Ese día en el brindis de fin de año decidí que sería la última copa y que la siguiente la bebería al tener el libro impreso en mis manos. Desde entonces no he bebido una gota. Entrevistas, hemerotecas, ir, venir, teclear, borrar, encabronarme, pelearme con mil y un párrafos. Creo que los últimos once meses de mi vida le he dedicado varias horas de obsesión y catarsis a esta criatura. Iker y Carolina han debido padecer el karma de tener un padre escritor que despertaba de madrugada para desparramar palabras. Y qué decir de Guillermo Osorno, mi extraordinario editor, que tuvo la paciencia de relojero lidiando con mi vocación barroca y sobrecargada. Y de pronto, al medio día de un miércoles de mayo, lo recibes en tus manos, lo tomas, lo hueles como hueles cada libro, lo observas, lo lees y aunque algunos párrafos puedes recitarlos de memoria, sientes que lo estás leyendo por vez primera y que es otro quien ha escrito esas palabras. Caminas por Reforma y Campos Elíseos, caminas varios kilómetros, pasas por el Ángel con tu libro bajo el brazo y de pronto todo parece tan simple, tan cosa de todos los días. Y la vida sigue y en mi cabeza revolotean las historias del mañana.

Monday, April 30, 2012

A falta de relatos autoreferenciales y confesiones de exiliado, chutaos uvas del Racimo de Horcas
Los senderos literarios suelen bifurcar en bosques extraños. Una no es la escritora que quiere, sino la que puede ser y sí, es verdad, una es un poco payasa cuando le por vaciar el alma en un papel. Mi primer escarceo narrativo fue Ipanema se Muere Hoy, pero su mención honorífica en los premios estatales de literatura, consistió en una tropa de psicólogos y motivadores perorando lo bello de la vida y recomendándome libros de Paulo Cohelo para ayudarme a salir de mi depresión y encontrar el sentido de la vida en la hipócrita sonrisa de cada mañana. Me soñé como una autora oscura y maldita, un hada gótica ofreciendo dulces suicidas para las adolescentes deprimidas, pero al final acabé como contadora de cuentos infantiles. Todo empezó una tarde cualquiera de mota y vinos baratos en el cuarto de Pablo. Nuestro ritual favorito de pachecas podía mantenernos por horas doblados de la risa. Pablo dibujaba un mono, tan ridículo y grotesco como fuera posible, y yo debía ponerle un nombre e inventarle una historia que brotara por libre asociación. Estaba prohibido pensarlo demasiado. La historia debía salir sobre la marcha, en segundos. Así fuimos creando una galería de la pacheca. De esa manera nació la Duquesa Tlacuacha. Lo primero que dije al ver la figura que me enseñó Pablo es que aquello era un zorro teporocho. Hocico descomunal, hilera de dientes torcidos y los ojos virolos, desquiciados. Lo mejor eran los zorritos famélicos que asomaban sus caras por la panza. No es un zorro, los zorros no son marsupiales. Fíjate, tiene una bolsa en la panza, me explicó Pablo, cual teórico de la zoología. Entonces es un zorro marsupial. No, fíjate en la cola, la tiene pelona, chamuscada como la de una rata. Es un tlacuache o más bien dicho una tlacuacha, pues es hembra, de lo contrario no tendría una bolsa llena de tlacuachitos. Entonces empecé mi historia. La Duquesa Tlacuacha es una princesa en desgracia, una noble dama en el exilio que vaga entre los viñedos de San José de la Zorra en el valle ensenadense. Su trono ha sido usurpado por una cruel zorra que discrimina a la raza de los tlacuaches por no tener pelo en la cola y los ha reducido a la esclavitud. El poblado, que en realidad debería llamarse San José del Tlacuache, ha sido rebautizado por la usurpadora como San José de la Zorra. Los zorros ejercen su déspota dictadura en el valle, hasta que aparece un día la Duquesa Tlacuacha con su bolsa mágica de donde no solamente brotan tlacuachitos, sino herramientas diversas que permitirán a los tlacuaches iniciar su lucha libertaria. La bolsa de la Tlacuacha es como el maletín de Mary Poppins en donde cabe absolutamente todo. Instrumentos de labranza, polvos mágicos, libros, armas. De su bolsa un día saca racimos de uvas y enseña a los campesinos a cultivar la vid y hace florecer en los valles ensenadenses la industria del vino. También los enseña a hacer pan, mermeladas y salsas diversas mientras acaudilla a su pueblo tlacuache en su movimiento de independencia contra la tiranía de los zorros. De improvisar con monos distintos cada tarde, Pablo y yo pasamos a consagrar nuestros rituales pachecos a inventar nuevas aventuras de la Duquesa Tlacuacha a la que fuimos construyendo un árbol genealógico. Además, cada uno de sus siete tlacuachitos poseía un don especial. No había pasado ni un mes desde la creación del dibujo original cuando la Duquesa Tlacuacha contaba ya con una saga bastante sólida. Fue entonces cuando Pablo me sugirió inscribir a la Duquesa Tlacuacha en los premios estatales de literatura en la categoría de dramaturgia infantil. Los premios literarios están atiborrados de aspirantes en las secciones de novela, cuento y poesía, pero nadie se inscribe en literatura infantil. Nuestro estado está lleno de escritores serios y azotados, pero casi nadie quiere apuntarse a contarles cuentos a los niños, así que por de fault ganamos el concurso. Nadie nos lo dijo pero sospecho que fuimos la única obra inscrita en esa categoría, por lo que el premio nos cayó en automático. 25 mil pesos nada despreciables para un par de estudiantes mariguanos que cada tarde juntaban monedas para comprar el vino más barato del supermercado. Dado que en el estado no sobraban los contadores de cuentos, el instituto de cultura nos contactó para que nos integráramos al programa cultura en todas partes, que llevaba funciones de teatro y lecturas de poesía a las zonas más apartadas de la entidad. Algún funcionario sugirió que la Duquesa Tlacuacha tenía en su argumento un fuerte orgullo regional por tratarse de un personaje netamente bajacaliforniano que promovía el desarrollo de la entidad desde el valle vinícola. Fue así como me convertí en “la muchacha que cuenta cuentos”. En los lugares donde había energía eléctrica, Pablo hacía labores de DJ con un variado set de efectos especiales y ruidos de fondo, mientras yo iba narrando la historia de la Duquesa Tlacuacha improvisando voces diversas y dramatizando hasta la exageración. En las comunidades donde la electricidad brillaba por su ausencia, debía arreglármelas para atraer la atención valiéndome solo de los cambios de voz. Así recorrimos los más apartados ranchos de San Quintín y el Valle de Mexicali, contándole la historia a niños que casi nunca habían desayunado y tenían pocas probabilidades de poder cenar. Un verano llegamos hasta Villa de Jesús María en Paralelo 28, en los límites con Baja California Sur, mientras que en las calles sin pavimentar de Maneadero y la colonia Popular 89 la Duquesa Tlacuacha acabó siendo popular. Los pequeños más pobres de Baja California, aquellos que crecieron con un futuro cancelado desde el momento de nacer, escucharon en aquellos años ese cuento ridículo y alucinado. Si bien el inicio de la historia y su trama argumental eran siempre los mismos, con la nación de los tlacuaches esclavizada por los zorros y la Duquesa de Tlacuache como un Moisés sacando de su bolso marsupial las tablas de la ley zarigüeya, en cada nueva narración había finales distintos que ahí mismo iba construyendo. De hecho me gustaba que fueran los niños quienes fueran sugiriendo los posibles finales de la historia que no siempre eran felices y las más de las veces quedaban abiertos.