Eterno Retorno

Friday, March 09, 2012





27 años sin mi Abuela. De una u otra forma, su recuerdo se ha instalado en una nueva narración donde las palabras brotan como mata baldía.
La alegre irreverencia de 1991 tocó punto final. La dejaré descansar como un vino en barrica. Ahora Racimo de Horcas brota a la superficie y deberá poder salir entera antes de podrirse en el interior, como tantas historias se han podrido en el paraíso de la placenta narrativa. He releído Réquiem por Gutenberg y Liturgia del Tigre Blanco con ojos de lupa. Leo y releo y como un vino en reposo, cada vez me saben diferentes.

Por ahora chutaos aquello que mis demonios susurran al oído.


Con una visión del mundo propia de tragedia griega, podemos concluir que en realidad todo cuerpo vivo tiene definida su fecha de caducidad. Si nacemos marcados por un tiránico destino irrenunciable, entonces la fecha de nuestra muerte ha sido de antemano señalada por caprichosas deidades y nada hay que podamos hacer al respecto. Inútiles serán nuestras rebeliones apóstatas, pues hagamos lo que hagamos no podremos escapar al brazo ejecutor de nuestro destino. Desde el instante de nuestro nacimiento, iniciamos una cuenta regresiva hacia el día de nuestra muerte. Estar vivo significa estar desahuciado.

En mi caso, soy creyente en el libre albedrío. Decidir con tanto tiempo de anticipación mi final, fue mi acto supremo de rebeldía y desprecio contra un hipotético dios titiritero. Decidí arrebatarle a ese dios, o a la aleatoriedad, la potestad para determinar mi periodo de vida. La decisión estaba tomada: pasara lo que pasara en mi vida, yo no llegaría a cumplir 30 años. Esa decisión la tomé entrando a la década de los noventa, cuando había cumplido 16 años. Inició entonces la cuenta regresiva. A partir de ese momento me restaban poco más de trece años de vida y mi tarea sería tratar de vivirlos intensamente.

Wednesday, March 07, 2012



BIBLIOTECA DE BABEL REVISTA INFO BAJA

El Mapa y el Territorio
Michel Houellebecq
Anagrama

Por Daniel Salinas Basave

Cuánta deliciosa desolación abrevada en la tinta de nihilistas y profetas del vacío existencial. Recurrente es el vicio de beber cada cierto tiempo el licor de los malditos y embriagarnos en las palabras de esos divinos pesimistas encargados de redimir nuestra ontológica insuficiencia. Hace poco más de medio siglo, las buenas conciencias se horrorizaban ante la indiferencia maquinal de Mersault, el célebre Extranjero de Camus, cuya ausencia de remordimientos genera más pesadillas que los horrores de la guerra. En la misma autopista a los infiernos corre el Eróstrato de Sartre con su carta demencial, los aforismos de Ciorán como mantra del absurdo o la sagrada blasfemia de Bataille, huésped en las profundidades del subconsciente. El hijo bastardo de esa tradición que ha hecho suyo el trono del nihilismo se llama Michel Houellebecq, sin duda el escritor francés que más almas puras consigue ofender hoy en día. Un narrador molesto, inquietante, absolutamente incómodo y tal vez por eso mismo, demencialmente honesto. Cuando los guardianes de lo políticamente correcto tienen en su inventario demasiados clavos diferentes para crucificar a un narrador , no resta más que pensar en que hay una buena dosis de néctar en esas letras. A Houellebecq le han dicho misógino, misántropo, racista, islamófobo e iconoclasta. No es amable, ni complaciente, ni habitan en sus historias paladines de los buenos sentimientos o defensores de eso que los buenos llaman valores. Y sin embargo hay tanta humanidad en sus textos. Houellebecq da la impresión de diseccionar al hombre moderno como una rana de laboratorio y mirarlo con la frialdad de un químico que analiza el comportamiento de bacterias en un microscopio. El Mapa y el Territorio es su más reciente novela, que le valió recibir el celebérrimo Premio Goncourt en su país. La lectura más simple podría resumir El Mapa y el Territorio como una devastadora y suculenta burla al mundo del arte moderno y sus códigos. Los magnates que controlan el mundo, con el mexicano Carlos Slim con mención honorífica en la novela, yacen curioseando en galerías, invirtiendo millones en aquello que les han dicho es lo tope de lo tope. Pero en su crítica al arte moderno, Houellebecq vuelve a poner en la silla de los acusados a toda una época absurda y errabunda, la humanidad como una civilización condenada a una siempre estéril búsqueda de sentido. Su personaje, Jed Martin, es un antihéroe típicamente houellebecquiano marcado por la ausencia de la madre y la lejanía del padre. La orfandad de los personajes de Houellebecq empieza a volverse una tradición. Jed Martin salta a la fama y se transforma en una artista cotizado por sus fotografías de los mapas carreteros de la empresa de llantas Michelín. Una composición absurda y acaso por eso valiosa, el ridículo arte moderno donde el mapa importa mucho más que el territorio. El elemento renovador en esta nueva novela, es la aparición del propio Houellebecq como personaje real, cuyo retrato es pintado por Jed Martin. La descripción que de sí mismo hace no es en absoluto complaciente. Houellebecq se retrata atormentado, deprimido y aislado en su fría casa de Irlanda. Lo que en la historia le acontece, por cierto, no es precisamente halagador. En la novela también aparece como personaje el escritor francés Fredric Beigbeder y hay menciones a figuras actuales como Bill Gates y Steve Jobs, a quienes Jed Martin retrata jugando en Palo Alto, como si en una mesa apostaran el destino de la humanidad. Jed Martin retrata imágenes de oficios en extinción y rostros de personalidades diversas. Por momentos uno se olvida que está leyendo una novela y se sumerge en un texto de vibra ensayística. Acaso toda la obra de Houellebecq no sea más que un demencial ensayo sobre la condición humana al arrancar el Siglo XXI. Alguna vez, para la reseña de Las Partículas Elementales sugerí una receta de cocina para definir a este narrador francés: imagine en la cocina dos frascos de Kafka, cuatro gramos de Ciorán, una cucharada y media de Celine, tres gotas de Sartre y Camus, un saborizante artificial marca Huxley u Orwell y una salsa de Fernando Vallejo. Métalo todo en la licuadora, después en el horno a fuego lento y el resultado será Houellebecq. Aquí el absurdo más absoluto es amo y señor, capaz de arrancar al desamparo ontológico cualquier ropaje de romanticismo trágico para mostrar con desparpajo su ridícula desnudez. Aunque al final de cuentas, Houellebecq es pese a todo (y acaso pese a sí mismo) un romántico incurable. Aunque acaso él mismo nos escupa si se lo decimos, la obra de Houellebecq puede ser ante todo un grito de angustia para reivindicar el amor, una alerta roja para el hombre convertido en robot náufrago en un océano de caos e incertidumbre.