Eterno Retorno

Friday, August 31, 2012

CUANDO FUI VENDEDOR DE LIBROS. MI BREVÍSIMO E IMPRODUCTIVO PASO POR LIBRERÍA CASTILLO/ DANIEL SALINAS BASAVE

En el turbulento verano de 1994, cuando entre encapuchados y magnicidio veíamos al país desbarrancarse, yo era un estudiante que navegaba a la mitad de la carrera de Derecho y no tenía un centavo partido por la mitad en la bolsa. Ocupaciones no me faltaban, pues conducía con mi primo Héctor Medina un par de programas de radio en Estéreo Siete FM en Monterrey, pero por ninguno de ellos recibíamos pago alguno, fuera de la satisfacción de ser enteramente libres en cabina y hacer lo que nos venía en gana. Sin dinero siquiera para pagar mis camiones, los libros de García Máynez y Tena Ramírez que exigía la carrera y las cervezas obligadas por los 40 grados del verano regio, me urgía encontrar un trabajo a como diera lugar y pensé entonces que nada me vendría mejor que trabajar vendiendo los objetos que más he amado en la vida. La ecuación parecía muy sencilla: uno debe trabajar en lo que le gusta y a mí me gustan los libros. Así las cosas, entré a laborar en Librería Castillo, sucursal Plaza Fiesta San Agustín. La Castillo llegó a ser en algún momento la gran librería regia, o por lo menos la que más sucursales tenía y la única que llegó a impulsar también una editorial. Su propietario, el señor Alfonso Castillo, era un simpático yucateco que entre sus peripecias narraba haber sido trapecista en un circo pobre que recorría el país en los años cuarenta, del que acabó convertido en un prófugo luego de un romance prohibido con otra acróbata. Con una mano adelante y la otra atrás llegó a Monterrey a probar fortuna y entre sus múltiples oficios vendió libros de puerta en puerta; mi abuela, por cierto, solía ser compradora habitual. Su historia no difiere demasiado de la clásica narrativa de cultura del esfuerzo y superación personal. Su humilde changarrito se transformó en un local en forma, hasta que pasados los años abrió una sucursal y luego otra y otra hasta que se dio cuenta que además de librero podía ser editor y entonces comenzó a principios de los 90 con las Ediciones Castillo, una editorial que en su momento publicó a algunos autores con cierta dosis de celebridad en la ciudad, como Rosaura Barahona y Agustín Basave, además de adquirir los derechos de algunos libros de calidad total y superación empresarial como los del israelí Goldrat.
Mi etapa como vendedor de piso en Librería Castillo fue un fracaso. El mayor error está en pensar que un drogadicto puede ser un buen vendedor de droga. Yo pasaba el día entero leyendo, desentendido de los clientes y sus requerimientos. Pronto me di cuenta que mis compañeros de trabajo (había tres mujeres y dos hombres en aquella sucursal) no amaban los libros ni la lectura y en realidad les daba lo mismo el producto que vendíamos. Se trataba de atender al cliente, recibir dinero y dar cambio, recibir paquetes, acomodar mercancía y hacer inventarios. Si aquel negocio hubiera sido una ferretería o una mercería para mis compañeros no habría habido diferencia alguna y trabajarían con las mismas dosis de patetismo y aburrimiento que contagiaban cada una de sus acciones. Yo ilusamente creía que un empleado de librería debía haber leído varios cientos de libros, pues una de sus funciones básicas estaría en recomendar lecturas a sus clientes. Imaginé que buena parte de mi jornada se iría en reseñar tal o cual ejemplar ante un curioso comprador que me preguntaría si yo había leído ese libro y si se lo recomendaba. Con extrema candidez creí que podía marcar una diferencia y convertirme en promotor de lo que yo juzgaba como gran literatura y ganarle terreno a la lectura chatarra en medio de disertaciones literarias donde acabaría por seducir a los clientes y orillarlos a comprar los libros que a mí me gustaban. El problema es que nunca, en los nueve meses que estuve trabajando en aquella librería, se acercó un solo cliente a preguntarme algo tan sencillo como “oye y este libro ¿qué tal está? ¿Me lo recomiendas?”. Me quedé esperando la llegada de ese bibliófilo que arribaría a la librería presa de una sed intelectual y una curiosidad de sabueso, dispuesto a correr el riesgo de comprar el libro que yo le recomendara. Imaginé un lector que llegaría buscando un libro imposible, un ejemplar mitológico del que no se tuviera certeza sobre su real existencia como las obras completas de Macedonio Fernández o el auténtico Necronomicon. Imaginé un encarnizado debate donde un lector afirmaba que la novela era un género muerto o agonizante y yo salía en su defensa a decir que la novela es el arte mayor de la literatura u otro lector que me diría que la poesía contemporánea era libertinaje de ociosos y que ni un poeta moderno apostaba por endecasílabos al estilo de Dante. Construí mundos idílicos en donde mi labor como empleado de piso sería ser una suerte de crítico y promotor, pero aquello no era un ágora o un café literario; era un negocio donde debíamos despachar rápido y bien. Entré a trabajar en verano y muy pronto irrumpió como una condena el mes de agosto y la inminencia del regreso a clases, lo que significó atender cada día a cientos de señoras que llegaban con la lista de libros de texto que debían comprar para sus hijos en colegios como el Irlandés o el Liceo de Monterrey. Las señoras entraban a la librería y sin mirar siquiera a su alrededor, iban directamente a la caja donde entregaban a la cajera el papel donde venían anotados los libros. Acto seguido la cajera me entregaba el papel a mí, que ipso facto debía reunir el paquete de libros solicitado. La visita a la librería era para ellas un trámite tedioso, un ritual de estrés que debían completar tan rápido como fuera posible. Ni siquiera había la posibilidad de que una de ellas se entretuviera mirando títulos mientras yo iba juntando su paquete escolar. Aguardaban junto a la caja con su rostro de perpetuo disgusto, pagaban sin revisar siquiera el paquete de diez o quince libros que ponía delante de ellas y se largaban de ahí sin dar las gracias.
En aquel agosto del 94 ejercí por vez primera mi derecho al voto, me negué a cortarme el pelo y traté infructuosamente de aprender a hacerme nudos de corbata, algo que a la fecha sigo sin lograr. Traté, en la medida de mis posibilidades, de ser un empleado eficiente, pero la caótica naturaleza acabó por imponerse. Cuando las señoras de San Pedro cumplieron con el deber de surtir los libros de sus hijos una vez consumado el regreso a clases, pudimos tener alguna dosis de calma, sobre todo los días de entre semana, cuando la clientela era moderada, aunque los sábados y domingos los pasillos del centro comercial se infestaban de ociosos. Ubicada en el corazón del municipio más rico de la metrópoli regia, Plaza Fiesta San Agustín había sido inaugurada seis años antes y era el centro comercial de la ciudad que recibía a la clientela más pudiente. Vaya, era el “shopping” casero de los ricos a donde acudían cuando no estaban en McAllen o San Antonio y aunque Monterrey crecía y se diversificaba, la imaginación no daba para mucho y los domingos por la tarde miles de familias acababan haciendo su día de campo en el centro comercial a donde acudían religiosamente al salir de misa. Entonces pude hacerme una idea más o menos clara de las características, usos y costumbres del lector regio de clase alta a mediados de la década de los 90. Lo primero que me quedó claro, fue que Plaza Fiesta San Agustín no era una Arcadia de bibliófilos. Cierto, la librería estaba en una zona donde el cliente promedio tenía dinero de sobra para gastar en libros y donde cada habitante presume, como mínimo, estudios de licenciatura, pero aun así los libros no se vendían y ni siquiera podíamos alegar la competencia del libro electrónico como ahora, pues en 1994 internet estaba todavía en la prehistoria y no representaba una opción real de entretenimiento. El tipo de lector más frecuente eran las buscadoras compulsivas de ángeles. Las señoras ricas de San Pedro estaban convencidas de que ese caótico mundo del fin de milenio estaba lleno de angelitos de luz y estaban dispuestos a encontrarlos. La mesa de novedades de la Librería Castillo estaba atiborrada de libros con tipos prácticos para encontrar a tu ángel y vivir experiencias místicas. Claro, no faltaban las señoras que al más puro estilo de William Blake decían haber visto ángeles colgados de los árboles o sentados como copilotos de sus carros último modelo. También se venían como pan caliente los libros de metafísica de Conny Méndez y el Conde Saint Germain. De pronto, la librería se transformaba en sede improvisada de cónclaves de aburridas mujeres que se ponían a disertar sobre la manera en que sus ángeles convivían con ellas. Por supuesto, las señoras más tradicionalistas, que en el San Pedro de 1994 eran mayoría, consideraban al new age algo demoniaco, pero ellas también tuvieron en 1994 su best seller que compraron a granel: Cruzando el umbral de la esperanza de Juan Pablo II y que nosotros teníamos bien colocado en la mesa de novedades junto con los angelitos y la metafísica. Una segunda clasificación de lectoras perfectamente estereotipable, era integrada por las hijas de las señoras buscadoras de ángeles y experiencias místicas. Estas chicas, cuyas edades oscilaban entre los 15 y los 19 años, limitaban su pasión bibliófila a un solo libro que les había abierto la mente y les había revelado las claves del conocimiento universal para llevar una vida más plena: Juventud en éxtasis de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. . Continuará…