Eterno Retorno

Friday, February 03, 2012





De pronto una historia surge así, sin decir agua va y como si tal cosa un cheneque se mete en tu alma, toma control de tus manos y empieza a teclear. Tú simplemente eres el vehículo y las ideas brotan por generación espontánea; libres, naturalitas, con vida propia. Tu parte racional, tu parte apolínea (diría Nietzsche) el Tonal (diría Don Juan Matus), esa cosa que finge pensar y seguir procesos lógicos, está inmersa en una historia con pies y cabeza, con pretendida estructura y sentido. Una historia seria, vamos. Pero tu parte dionisiaca (diría otra vez Nietzsche) o tu Nagual (diría otra vez Juan Matus) una suerte de tercera persona lúdica e irresponsable, se divierte como enana pariendo una historia alterna. No es un Dionisio o un Nagual oscuro y siniestro. Es más bien juguetón, lúdico en extremo y la historia que paren es así, una historia para no tomarse muy en serio. El rol que funge esa historia es de desintoxicación, un traguito de licor dulce para borrar el sabor que te está dejando un licor fuerte. Tu traguito dulce hace un contrapeso fantástico. Escribir esa historia te libera, te relaja y le aporta una dosis de levedad al peso. Así, como si tal cosa, has parido 40 mil palabras juguetonas. Pero sucede que has terminado tu historia seria, tu historia estructurada y entras en una odiosa sala de espera kafkiana en la que sólo debes aguardar noticias fraguadas a 3 mil 200 kilómetros de distancia. Aguardas y te desesperas. Entras en el reino de la intranquilidad y tus sueños te lo hacen saber. Algo que te está jodiendo en las profundidades. Hay demonios picándote con trinches. No intentes ocultarlo: no te sientes bien. De tu leve historia desintoxicante pariste 40 mil palabras pero no has terminado. Por anárquica que sea, es la tuya una historia que pretende tener sentido, pero ahora lo has perdido por completo. El licor dulzón te empalaga. Vuelves a requerir densidad, un retrogusto amargo. Tu estado de ánimo te dicta una historia distinta, una historia de ángeles de autoexterminadores. Una historia con su dosis de sangre nihilista, de plomo mal gastado, pero algo debes hacer con ese licorcito dulce que a medias ha quedado. Terminar a marchas forzadas, aunque el cheneque se haya salido de tu cuerpo y ahora seas tú, con esa carota absurda y esa angustia crónica, quien debe llevar a buen puerto esa nave que recién ha zarpado. Pero en la nave de los locos no hay nada más cagante que un capitán que se pretende cuerdo.



Lo ha dicho Martín Caparrós sobre Tomás Eloy Martínez. Frases mostrencas que yo no hubiera podido decir mejor para expresar lo que siento sobre ese adúltero amorío de motel barato entre periodismo y literatura en el que estoy inmerso.

Donde nadie creía que los lectores fueran a asustarse frente a páginas rebosantes de letras porque en esos días todos –periodistas y lectores– se creían gente inteligente. En medio de esos alardes –de esas facilidades, diría alguna vez–, Tomás Eloy Martínez se buscaba.
Empezó a encontrarse en esa mezcla de historia y ficción en que tanto la ficción como la historia se mejoran. Si el nuevo periodismo –entonces nuevo– consistía en retomar ciertos procedimientos de la narrativa de ficción para contar la no ficción, él se apropió lo más granado del momento. Sus crónicas fueron un raro encuentro entre Borges y García Márquez: sus frases tomaron préstamos del ciego, sus climas del realismo mágico. Y, muy pronto, consiguió lo más difícil de alcanzar: un estilo –una música, ritmos, una textura de la prosa.
Terminó de romper los límites entre ficción y realidad, porque entendió que la realidad puede comunicarse mejor con la dosis necesaria de ficción, y la ficción se enriquece con su parte de realidad –y que esa mezcla desafía al lector, lo obliga a no creer, lo convierte en un cómplice activo.
Ahora, ya desembarazado de la obligación de ser real –esa torpe necesidad de comer, querer, ganarse el sueldo, elegir la camisa–, será puro relato.