Eterno Retorno

Wednesday, November 23, 2011


En torno al quinto aniversario luctuoso de Blancornelas

En noviembre de aquel 97, una noticia conmocionó al mundo del periodismo: Jesús Blancornelas, fundador del Semanario Zeta, fue acribillado en Tijuana. Su chofer y escolta, Luis Valero Elizalde perdió la vida lo mismo que uno de los sicarios, el sanguinario CH, a quien una bala de rebote le vació la cuenca del ojo. El periodista en cambio había salvado milagrosamente la vida, aunque su estado era grave.
Las balas disparadas por los sicarios no solamente penetraron en el cuerpo del periodista; también lo hicieron en mi conciencia. Mientras yo en Monterrey intentaba escribir notas creativas de barata grilla palaciega y ordinarios viacrucis comunitarios, allá en la lejana y mítica Tijuana se ejercía un periodismo con corazón y huevos; un auténtico periodismo de trinchera en donde el riesgo no era precisamente recibir una carta aclaratoria o una demanda por difamación.


El asunto era demasiado hollywoodesco para resultar cierto. Un combativo semanario comprometido con la libertad, se enfrentaba a un oscuro poder que no dudaba en usar las armas para callarlo. Esa historia se desarrollaba en el México de los 90, en el país que pretendía avanzar al reino de las instituciones y la democracia. Fue en ese momento cuando escuché por vez primera el llamado de Tijuana. Algo en el destino me empezaba a unir con esa ciudad.

Volví a Tijuana esa Navidad y el 23 de diciembre de 1998 tuve mi primer encuentro con uno de los personajes fundamentales del drama: Jesús Blancornelas. Había transcurrido apenas un año desde su atentado y a mí me quemaba la curiosidad por conocer a ese hombre que encarnaba la esencia del periodismo combativo. Me valí de un buen pretexto para poder llegar hasta él. Yo trabajaba aún en el periódico El Norte, donde Blancornelas había escrito algunas veces como editorialista invitado, así que solicité una cita con él para llevarle un reconocimiento de parte del diario. Un taxista me llevó hasta la sede del semanario Zeta, una discreta casa en Avenida Las Américas. Una recepcionista me recibió en la entrada. “Espere un poquito, el señor Blanco no tardará en llegar”. Acostumbrado al bestial edificio del El Norte en la calle Washington, atiborrado de guardias, recepcionistas y elevadores, la sede de Zeta me parecía como un pequeño negocio familiar. Mi percepción cambió en pocos minutos cuando en escena irrumpieron más de diez militares con armas largas que rodearon la pequeña casa mientras abrían la cochera para dejar pasar un carro de donde como si nada pasara descendió Jesús Blancornelas. Aquel escenario de blindaje, chalecos antibalas y rifles R-15 no representaba nada extraordinario en la dinámica del semanario. Era la escena diaria y cotidiana de un hombre llegando su trabajo y saludando a sus empleados con un sonriente buenos días. “Pásele colega, ahorita platicamos”, me dijo Blancornelas. La conversación que tuvimos aquella helada mañana de diciembre no era ni pretendía ser una entrevista, sino una simple charla de cortesía. Yo era una suerte de mensajero que venía a saludarlo para entregarle un reconocimiento de parte del periódico y nada más. Le pregunté por su estado de salud a un año de haber acariciado la muerte y hablamos, sin entrar en honduras, de la inseguridad en Tijuana y la situación política del país. Mi intención era simplemente poder estar cerca de la leyenda y lo que esa mañana comprobé, es que la leyenda era absolutamente real.