Eterno Retorno

Tuesday, August 30, 2011


REGIO APOCALIPSIS

Por Daniel Salinas Basave

Cuando el último día del verano de 1596 Diego de Montemayor enterró su espada frente a los ojos de agua de Santa Lucía, sus mudos e imponentes testigos eran el Cerro de las Mitras al norte, el de la Silla al sur y al oriente la majestuosa Sierra Madre. Los mismos testigos que han contemplado 415 años de esfuerzos y desafíos; de adversidades derrotadas por la inquebrantable terquedad de hombres duros y ahorradores que tuvieron la creatividad para exprimir la piedra seca hasta hacer brotar acero, cerveza y vidrio. Esas montañas que vieron a un puñado de patriotas caer inmolados en las faldas del Cerro del Obispado resistiendo al invasor estadounidense en 1846. Las mismas montañas que vieron germinar bajo su sombra las semillas de la mayor revolución industrial del país y contemplaron el milagro de la abundancia brotando de la roca mientras se fundaban las instituciones educativas que marcarían el rumbo de México. Las montañas al pie de las cuales nací y se encargaron de que cada atardecer de mi infancia fuera mágico, porque sepan ustedes que el Sol de Monterrey nunca es tan hechizante como cuando juega a las escondidas en la Huasteca. Esas montañas son las mismas que hoy contemplan los días más negros de una ciudad en más de cuatro siglos de historia. Este horror no tiene precedente. Cierto, derramamos mucha sangre en la guerra contra Estados Unidos y durante la Revolución Constitucionalista. Tampoco se olvida la devastación de Gilberto en septiembre de 88, pero me queda muy claro que desde Diego de Montemayor a la fecha, Monterrey no había vivido un infierno semejante. Esta monstruosidad no existía ni en nuestras peores pesadillas.
Cuesta trabajo creer que hace muy poco, en los noventa, una ejecución era todavía un acontecimiento trascendente en Nuevo León, un hecho capaz de generar sorpresa e indignación. El gran crimen marca Cosa Nostra del Monterrey de los 90, había sido la ejecución al más puro estilo Chicago del gansteril abogado Leopoldo del Real, acribillado en el café Florián en enero de 1996. El asunto acaparó portadas por varias semanas. Durante toda mi época como reportero en El Norte solamente me tocó cubrir una ejecución. Ocurrió en el estacionamiento del restaurante Rey del Cabrito de Constitución y Macroplaza en 1998.
Hace apenas 15 años la vida en Monterrey transcurría aun sin demasiados sobresaltos y nadie hubiera concebido que al cumplir la primera década del Siglo XXI los regios se resignarían a contemplar día tras día una galería del horror representado en formas grotescas y extremas. Pronto cayeron al olvido los tres hombres colgados vivos como piñatas de un puente vehicular, mientras sicarios se divertían disparándoles desde la calle. Minimizado quedó el 15 de junio de 2011, cuando los regios padecieron 33 homicidios en 16 horas. De pronto, nadie se acuerda que una noche, como si tal cosa, 22 personas fueron masacradas en una cantina y la noticia muy pronto fue condenada al olvido, pues al parecer un bar de bajos fondos como el Sabino Gordo no merece la compasión de nadie. La peor de las noticias, es que el horror ya ni siquiera sorprende, ni quita el sueño, ni se cuela a las portadas de los medios. ¿Dónde ha quedado ese Monterrey que peiné en bicicleta, en cuyas calles me daba el lujo de sacar el dedo para pedir aventón? Nostalgia en penumbra por una ciudad que se perdió para siempre. Pero aun con todo este mórbido teatro a cuestas donde nada parece sorprendernos, el infierno del Casino Royale nos demostró que cuando se habla del infierno, nunca se ha caído demasiado profundo. El peor de los mundos posibles siempre puede descender un escalafón más. En Casino Royale comprobamos que la maldad existe y no conoce límites. La noticia me asestó el golpe desde una improbable televisión en un restaurante del Valle de San Quintín y confieso que aunque al igual que tantos mexicanos me creía vacunado ante lo cotidiano del terror, aquello me devastó emocionalmente. Baja California es mi casa y ante el mundo me considero un tijuanense nacido en Monterrey, pero aunque mi deseo es nunca volver a vivir en esa ciudad, desde la lejanía siento dolor por el Apocalipsis que carga a cuestas. Me duele Monterrey; me duele que las nuevas generaciones no podrán disfrutar ni vivir y acaso ni siquiera imaginar la ciudad que hasta hace muy poco gozamos porque era nuestra. Me duele ver a Nuevo León gobernado por un cobarde, un inepto que encabeza una administración pusilánime a la que veo en franca complicidad por su aberrante omisión, mientras los empresarios ponen a salvo en Texas sus capitales y su pellejo. Nuevo León, tierra de hombres recios y de una pieza, no tiene actualmente un líder con la estatura y el coraje para enfrentar la peor tormenta de su historia. No concibo cómo es que los nuevoleoneses no han depuesto y echado a la calle a la nulidad que eligieron como gobernador. Hay demasiada energía y demasiada franqueza en el espíritu de Nuevo León para dejarse caer así. Las montañas más bellas de México han contemplado cuatro siglos de grandeza y no pueden resignarse a vivir con el infierno ardiendo en sus faldas. DSB