Eterno Retorno

Thursday, April 14, 2011



Las mecedoras son de metal –nunca de madera- e invariablemente están pintadas de color blanco. Cuando el Sol se oculta tras el Cerro de las Mitras, suena en Monterrey la hora de las mecedoras. Es la tuya una ciudad de porches donde la convivencia familiar se da de cara a la banqueta. Los académicos colegiados sin duda te dirán que lo de los porches es herencia hebrea y que no olvides nunca a la familia Carvajal, judíos conversos que fueron pioneros del Nuevo Reino de León. Pero mejor no le demos cuerda a los intelectuales, porque luego se sueltan y no vamos a callarlos nunca. Te van a acribillar con teorías historiográficas de por qué las casas de abuela en Monterrey siempre tienen porche y mecedoras de hierro, cuando aquí lo único que buscamos es compartir esos atardeceres de regio de verano, momento en que las familias optan por huir de sus habitaciones-infierno para entregarse sumisas a la tiranía del zancudo. Cuando el Sol se ha desparramado varias horas sobre el concreto y el atardecer se cuela por las ventanas, las casas regias son un demonio respirándote en el cuello del que se debe huir a toda costa. En el infierno interior manda el aliento del diablo. En el infierno exterior quien truena sus chicharrones es el zancudo. El verano regio es musicalizado por la sinfonía omnipresente de la chicharra y el ataque inclemente del mosquito, pero aún así es disfrutable, o por lo menos pintoresco. Sobre la blanca mecedora de metal siempre hay una abuela y frente a ella, en la otra mecedora, suele haber (las leyes de la probabilidad así lo dictan) otra abuela. En la calle están los nietos en sus bicicletas y avalanchas. Sería fácil caer en la tentación de imaginar que el chocolatito caliente o el té tienen un lugar destacado dentro de este cuadro crepuscular, pero estamos en Monterrey, no en Tandamandapio. Los humeantes potajes brillan por su ausencia junto a las mecedoras metálicas, pues las regias abuelas mojan su nostalgia en cocacolas bien heladas, servidas en enormes vasos de plástico atiborrados de hielo. Su apacible conversación suele ser interrumpida cada cierto tiempo por los sustos que sus ingobernables nietecitos les provocan cuando hacen suertes demasiado arriesgadas en las bicis. Sin manos, en una rueda, rayando la llanta y las abuelas con el Jesús en la boca, al filo de la mecedora. La calle es un hervidero de güercos gritones y sudorosos; los porches una gran convención de abuelas conversadoras. El Sol regio yace oculto tras el Cerro de las Mitras, pero su herencia infernal vivirá muchas horas más en el ardiente pavimento y en el concreto acalorado de las casas. Los zancudos redoblan la intensidad de sus ataques mientras las abuelas esparcen repelente. Las piernas de los nietos son una vereda de ronchas rojas de mosco y raspones de bici. La última luz se ha extinguido. Tu moto de pizzero se cuela como huésped no invitado en el paisaje y contribuye con su motor de abejorro mientras sorteas triciclos, avalanchas y de más artefactos producidos por la marca Apache. Preguntas a las abuelas por tal o cual dirección. Horror: nadie ha pedido una pizza en el vecindario. Alguna abuela se permite agregar que ella jamás pediría una cosa de esas. Son caras, malísimas, prefabricadas en el microondas y nunca podrán competir con un buen machacado con huevo. La dirección, como siempre, es huidiza, esquiva y todo mundo te mira con cara de que en ese barrio aún no ha sido solicitada la primera pizza de la historia. Las abuelas reanudan su conversación, los güercos desafían a la gravedad y a la cordura en sus bicicletas, tu moto se pierde entre calles imposibles. Una noche más se desparrama en San Nicolás de los Garza.