Eterno Retorno

Thursday, February 11, 2010



LOS MITOS DEL BICENTENARIO

Aquella tarde con Fuentes Mares


Por Daniel Salinas Basave

Sí, lo se, parece obsesivo recordar a la perfección un día ocurrido hace más de 25 años, pero tengo muy presente que fue un 18 de octubre de 1984 cuando conocí personalmente a don José Fuentes Mares, el historiador chihuahuense que cambió para siempre mi forma de ver la Historia de México. Lo conocí en casa de mi abuelo, Agustín Basave, con quien él llevaba una añeja amistad. Yo tenía en aquel entonces diez años de edad y gracias a la Enciclopedia Colibrí, me había aficionado a indagar en el pasado de mi país. La idea de conocer personalmente a un historiador, un hombre que dedicaba su vida entera a hacer lo que me apasiona, me parecía fascinante. A Fuentes Mares le sobran detractores, sobre todo en los círculos de los repetidores de letanías oficiales, pero si en algo tienen que estar de acuerdo amigos y enemigos, es en que ese hombre tenía el don de la simpatía natural. Era la suya una conversación amena, rica en chascarrillos e ironías. Que haya dedicado tanto tiempo a conversar con un niño de diez años es algo que me sigue sorprendiendo un cuarto de siglo después. Aquel día, José Fuentes Mares sacó del librero de mi abuelo un libro, que le había regalado y firmado unos 15 años atrás. El chihuahuense tomó una pluma y escribió una nueva dedicatoria, ahora para mí. “Lo siento Agustín, pero ese libro le pertenece ahora a tu nieto”. El historiador decidió que ese ejemplar había dejado de pertenecer a mi abuelo y me pertenecía ahora a mí. Ese libro se llama Juárez y los Estados Unidos y fue mi puerta de entrada al vicio de torcer la visión oficialista de las efemérides mexicanas. Rodeado por libros de texto atiborrados de loas a Benito Juárez y condenas a los traidores de la patria, la obra de Fuentes Mares me enseñó que en México se podía pensar distinto y que dejando pasiones partidistas afuera, era posible bajar a los héroes y los traidores de sus pedestales e infiernos y tratar de descubrir en ellos un poco de piel y alma humana. Los héroes y los villanos no eran deidades o demonios de una mitología, sino personas llenas de errores, debilidades y dudas, seres sujetos a las caprichosas circunstancias de una época. Claro, no se trataba únicamente de humanizar a los héroes y conceder un poco de espíritu a los villanos, sino de aportar pruebas documentales para dejar por sentada una objetividad e imparcialidad a prueba de armas nucleares. Aquel libro, Juárez y los Estados Unidos, trata sobre el polémico tratado McLane-Ocampo, firmado en 1859 en plena Guerra de Reforma. Esta alianza matrimonial con Estados Unidos, que convertía a México en un protectorado del Tío Sam, fue la salvación de Juárez y los liberales, que al momento de firmarlo yacían acorralados por Miramón en Veracruz. La Guerra de Secesión estadounidense, que estalló un año después, hizo que nadie en el vecino país prestara demasiada atención al tratado y salvó a México de transformarse en un Panamá o un Puerto Rico. Aquel libro de Fuentes Mares venía acompañado de copias de los documentos originales firmados en 1859, papeles muy incómodos para el sistema priista, empeñado en vender una imagen inmaculada del “Indio de Guelatao”. Empecé entonces a leer la obra de Fuentes Mares. Santa Anna el Hombre, La emperatriz Eugenia, Miramón el Hombre, Poinsett, Historia de una Gran Intriga. cayeron en mis manos. Inicié también una relación epistolar con Fuentes Mares. Después de leer su libro de Santa Anna, decidí mandarle una carta con mi pésima caligrafía a su domicilio de Chihuahua. La vida suele dar gratas sorpresas y un mes después recibí contestación. Un historiador consagrado de 70 años de edad se tomaba el tiempo de contestarle la carta a un niño. Desde entonces la Historia es y ha sido mi adicción y, de una u otra forma, siempre he sentido la necesidad de dudar, de cuestionar y poner en tela de juicio el pasado. A menudo me han echado en cara que la mía es la visión de los conservadores, de los reaccionarios y de los fascistas católicos ultramontanos, algo incoherente si tomamos en cuenta que soy un ateo confeso. No creo que Miramón sea mejor que Juárez o que Calleja valga más que Hidalgo. Más bien sospecho que todos tenían carne, huesos y una mente sujeta a dudas y oscilaciones. Un cuarto de siglo después, sigo siendo fiel a su legado. Autor de más de 30 libros, creador de piezas dramáticas e incluso un libro sobre buena mesa, Fuentes Mares fue integrante de la Academia Mexicana de la Lengua y la Academia Mexicana de Historia. Logré sostener una breve relación epistolar con él, pero jamás volví a verlo en persona. Aquella tarde del otoño de 1984 en que lo conocí, él ya llevaba a la leucemia como compañera de vida. Simpático hasta en la tragedia, Fuentes Mares decía que su cáncer era como una esposa de mal carácter, con la que era complicado convivir, pero con la que debía dormir todas las noches y a la que acabó por tener cariño. Un año y medio después de aquella tarde, en la primavera de 1986, esa mujer hostil se llevó a Fuentes Mares. Por herencia me dejó algunos libros y una pasión por la Historia que llevaré encendida mientras viva.

Wednesday, February 10, 2010




Iker cumplió dos meses. Frente a mí, aquí en el escritorio, hay un par de fotos suyas pero la verdad es que ya parecen fotos anticuadas. Tratándose de él, tres semanas atrás huelen a prehistoria. Este cachorrito tiene mucha prisa por crecer y comerse el mundo. Su mirada descubre el entorno y se emociona. No exagero si afirmo que le gusta el arte. Sí, de verdad, su mirada se detiene en los cuadros. Al parecer le gustan los colores y le agrada platicar con ellos. Iker empieza a comunicarse con expresiones que van más allá del llanto. “Acú” es su favorita. Lo más fantástico es que cada día ríe más. Hay una canción que no falla: “Que viene el Conejito por aquí. Que viene el Conejito por acá”. Siempre ríe. Carolina tiene fórmulas infalibles para sacarle sonrisas y esas sonrisas suyas justifican nuestra vida entera. Iker es un niño alegre.

Durante años amé el Invierno, las chamarras, las ráfagas heladas. Hoy lo odio. Acábate ya Invierno de mierda. Deseo la Primavera como nunca antes en mi vida. Mi infierno son esas paredes húmedas, esos vidrios empañados, la lluvia congelante amenazando la salud de Iker. Mierda de humedad, mierda de oscuridad. Mi actitud frente al Invierno es sólo una de las tantas cosas que se transforman con la paternidad. Cuando seas padre de familia verás las cosas de otra manera, me dijeron mil veces. Vaya que sí. El mundo ya no es el mismo. Su sentido y su motivación son otras. Es absolutamente cierto que por un hijo uno es capaz de hacer lo que antes hubiera sido impensable. Hoy, todo eso que llaman vocación, carrera, trascendencia, riesgo, emoción me parecen fantasías egocéntricas. Hoy mis motivaciones son concretas, urgentes, radicales y prefiero palabras como seguridad y estabilidad antes que aventura. Cada paso, cada decisión, por mínima que sea, la pienso dos, tres o cuatro veces. Aún recuerdo cuando en la Primavera de 1999 me tiré del trampolín y me arrojé al vacío a Tijuana sin otra cosa que una promesa telefónica de fundar un nuevo periódico. Llegamos aquí, luego de habernos paseado por Holanda y Alemania sin otra preocupación que divertirnos. Llegando a Tijuana parrandeábamos una noche sí y otra también. La vida era inmensamente leve, levísima, era un soplo de viento. El peso y la levedad de Kundera. Hoy, cada mínimo acto lleva consigo una carga de responsabilidad. Sí, las cosas pesan, pero al mismo tiempo te das cuenta que eres capaz de hacer cualquier cosa, que te sobra energía y te sobra coraje. Una máquina de trabajo que corre sin aceite 16 horas diarias.

Poco a poco me convierto en la figura del padre ausente, el hombre que llega a la casa avanzada la noche a ver a su hijo que ya duerme. Es paradójico: cuando más debería ser un hombre de hogar, es cuando más tiempo paso en la calle. Quise trabajar en piloto automático y dedicar tres cuartas partes de mi día a estar con Iker y ahora resulta que soy un tipo de 16 horas diarias que llega a la casa a prender la computadora para seguir trabajando. Por mi hijo desearía estar en casa y es por mi hijo precisamente que tengo abiertas cuatro trincheras de batalla que consumen mis horas. ¿Y sabes qué es lo peor? Que si hubiera una trinchera de domingo en la noche y hay dinero de por medio la acepto sin pensar. Tengo más energía y creatividad que tiempo y necesito plata, mucha más de la que tengo. ¿Dónde venden días de 36 horas? Siempre, en cualquier momento del día, tengo algo que hacer, un pendiente por delante, siempre con retraso. Escribir esto, escribir lo otro, reunirme con éste, reunirme con aquel, corre por aquí, corre para allá. Siempre tengo la sensación de quedar mal, de deber una explicación, de jugar al filo de la navaja y con el tiempo medido. Al mismo tiempo debo ser ecuánime, frío, mantener la calma para saber negociar, estirar, aflojar, tensar la cuerda sin romperla, patinar por el cañón de la pistola, galopar junto al barranco. Escuchar y proponer, negociar y jugarme mi futuro con personas que no son mis amigos. El mundo adulto significa sacar provecho, exprimir, mover piezas, fingir, simular, actuar. Apenas unos minutos para el café de la mañana y a pisar el acelerador. Se acaba la gasolina, se consume la IAVE, se acaba el gas del calentador, se acaba el agua del garrafón, se acaba la leche. Todo en la vida son fluidos y gases. Hay que surtirlos. Suena el celular, reunión urgente, siempre urgente. Urge tu presencia, urge tu compromiso, urge tu comunicado, urge tu nota, urge tu guión, urge tu columna, urge tu entrevista. Acuerdos, malentendidos, para adelante, para atrás, sí, cómo no, quedamos a las 16:00. Colgamos. Suena el celular: estamos atrasados, sólo falta tu columna. A tundir teclas, a sacar creatividad del pozo. Cae la noche, comunicado de última hora. Se acabaron los pañales, la aspiradora está rota, se volvió a meter agua por la ventana. Ring de celular: La grilla se ha puesto pesada, ponte trucha, no te vayan a chingar. La agenda viene retrasada. Hay que aguantar. Me quito las botas, busco algo cómodo. ¿Cómo está el bebé? ¿Ha comido bien? ¿Ha estornudado? Suena el celular ¿Ya viste las noticias? ¿Ya leíste los portales? Valió madre. Cuelgo. Iker está despierto y me sigue con la mirada.

Desearía tanto tener un par de días de celular apagado, dos días consagrados a mi pequeñito, pero son estos días en los que se puede definir eso que llaman nuestro futuro, al menos el inmediato. Ahora caigo en la cuenta de lo que vale una tarde de libertad. También de lo que vale poder platicar con un amigo, alguien que te de un buen consejo, desinteresado, objetivo. De todos mis frentes de batalla, sólo en uno tengo gente de confianza que trabajó muchos años conmigo. El resto es tensa negociación de adultos tratando de sacar provecho. Punto final. Salgo corriendo a una comida. Así son mis días y yo quiero estar con mi cachorrito.

Tuesday, February 09, 2010



Campbell


Leí por vez primera a Federico Campbell allá por 1998, cuando empezó a circular la revista Milenio y él escribía su columna “La Hora del Lobo”. Por aquel entonces yo estaba a punto de venir a vivir a Tijuana y de una u otra forma, todo lo que oliera a tijuanense era un imán para mí. En la extinta librería Bronté de San Pedro Garza García compré su libro Tijuanenses en Alfaguara. Lo conocí personalmente un año después, cuando fue a un chat a la redacción de Frontera, llevado por el director del extinto suplemento Minarete, Rafael Rodríguez. En la Primavera de 2002 tomé un curso de periodismo que impartió en el CUT. Descubrí a un conversador disperso pero sumamente ameno cuya charla saltaba del periodismo a la literatura, el uso del lenguaje y el simple anecdotario. Estaba tomando aquel curso cuando ocurrió el “tecatazo”, la mañana aquella en que los principales jefes policíacos bajacalifornianos fueron “secuestrados” por la Federal y llevados a México a bordo del Hércules.

Seguí leyendo a Federico Campbell. Más tarde cayeron en mis manos Transpeninsular y la Clave Morse. Hace un par de semanas volví a reencontrarme con él cuando gracias al apoyo de su sobrino Eduardo Flores Campbell, fue como invitado a mi clase en el Diplomado de Periodismo de la Universidad Iberoamericana. Fue una charla de lo más amena capaz de entretener a los siempre inquietos estudiantes. Tres días después recibí una llamada suya en mi celular y quedamos de vernos en el Sanborns de Río, donde tuvo el gran detalle de regalarme su nuevo libro Padre y Memoria. Conversar con este narrador tijuanense es deleite puro. Escucharlo hablar de literatura y descubrir tantos puntos de coincidencia es un agasajo. Siempre lo he relacionado con Sicilia, Sciasia y Rulfo, pero me sorprende que coincidamos en el gusto por Hanif Kureishi y Paul Auster. Además, quien me regala un libro establece conmigo un vínculo que no da ningún otro regalo.

Su libro llega a mi vida en un momento clave, en una absoluta encrucijada. Un libro sobre la figura del padre en la literatura justo cuando me he estrenado en la paternidad y medito demasiado sobre su significado. En fin, aquí dejo una breve reseña publicada en El Informador.


Presenta Federico Campbell “Padre y Memoria”


INDAGA EN LAS PROFUNDIDADES DE LA FIGURA PATERNA

Por Daniel Salinas Basave
danibasave@hotmail.com


Tan fuerte es la carga psicoanalítica de este libro, que su título le fue revelado a su autor a través de un sueño.
Durante una charla con alumnos del Diplomado de Periodismo de la Universidad Iberoamericana, Federico Campbell narró que el título “Padre y memoria” se le ocurrió soñando.

Precisamente, en los freudianos territorios del subconsciente manifestados a través del sueño, fue de donde el narrador tijuanense extrajo el nombre de esta obra, en donde a medio camino entre narrativa y psicoanálisis, reflexiona y diserta sobre la figura del padre en la literatura.
Sombra, carencia o tiranía omnipresente, el padre ha inspirado un catálogo de obras inmortales; de Kafka a Rulfo; de Faulkner a Auster, pasando por Borges.
Campbell diserta en torno a la relación paterna de célebres autores y las obras inspiradas por la memoria o la búsqueda del progenitor.
“Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, es un primer párrafo literario casi tan célebre como “En un lugar de la Mancha…”
El propio Federico Campbell colabora en el catálogo con su “Clave Morse”, tributo y memoria de su padre telegrafista.
Pedro Páramo de Juan Rulfo trata de la búsqueda del padre y ese es un tema clásico de los griegos, la relación del hijo con el padre, pero también tenemos La carta al padre de Kafka, es un tema clásico en la literatura”, señala el narrador tijuanense.
El recuerdo no poseído se fabrica; la memoria traiciona, juega bromas pesadas y tuerce los recuerdos; al final de cuentas, el escritor carece de pruebas de laboratorio.
Federico Campbell escribe lo que recuerda, pues la memoria, atiborrada de equívocos, dicta párrafos caprichosos vestidos con el traje de la verdad aparente.
El padre muerto de Paul Auster, redescubierto y reinventado en la Invención de la Soledad o el padre inmortalizado como tirano de Franz Kafka, con quien en realidad el escritor checo llevo una buena relación, están en el libro de Campbell.
También está el padre de Jorge Luis Borges, creador de una novela inconclusa, quien le heredó su biblioteca tan vasta en autores británicos y el legado de convertirse en el escritor que él no pudo ser.
Por sus páginas desfilan, (cómo omitirlos) Freud y Lacan, imprescindibles para bucear en el profundo abismo sexual del dilema paterno.
“Es casi un lugar común, parece que es una obsesión llena de cosas muy sabidas, los psicoanalistas, los freudianos y principalmente los lacanianos han estudiado la figura del padre”, afirma Campbell, quien vino a Tijuana para presentar su libro en el Instituto de Cultura de Baja California la noche del miércoles.
Narrativa híbrida, renuente como pez en mantequilla a cualquier intento de clasificación, “Padre y memoria” es búsqueda, tributo y exorcismo.

Monday, February 08, 2010


BIBLIOTECA DE BABEL


Invisible
Paul Auster
Anagrama


Daniel Salinas Basave

Leer es siempre una apuesta, un juego donde se puede perder o ganar. La existencia de los enfermos del “síndrome Alonso Quijano” está atiborrada de libros de paso, lecturas de ocasión que aportan su dosis de escape y hedonismo antes de retornar a las profundidades del librero. Por supuesto, existe siempre el riesgo de los libros prescindibles, de esos ladrones de tiempo y esperanzas.La realidad es que la posibilidad de equivocarse a la hora de elegir una lectura siempre es enorme. Digamos que este margen de error es parte de lo que da sabor al caldo de los bibliófilos y lo que confirma el valor de los buenos libros, ejemplares atípicos entre montañas de efímeras novedades editoriales, verdaderos diamantes en el carbón. Cada cierto tiempo aparece en la vida de un lector un libro- tatuaje, un libro-embrujo que sabemos demandará inmediata relectura. Un libro que antes de concluir ya intuimos eternizado en el buró o en la mochila como compañero permanente, pues jamás retornará al librero. A veces transcurren uno o varios años sin encontrar un ejemplar así. Pero cuando aparece, la iluminación es casi inmediata.
Quisiera poder apelar a un poco de mesura, a un mínimo de imparcialidad a la hora de hablar de Invisible de Paul Auster, pero la verdad me cuesta trabajo mantener una fría distancia ante un libro así. De entrada, para efectos de ir dimensionando una posible carencia de objetividad, debo empezar la reseña con una advertencia: soy un austeriano confeso. A veces es complicado reseñar el libro de un autor al que hace ya un tiempo coloqué en un altar. Si bien no es un escritor “underground” ni mucho menos, Paul Auster no es tampoco un fenómeno de masas, aunque sí se puede hablar de una secta austeriana. Paradójicamente, el nativo de New Jersey parece tener muchos más seguidores en España que en su propio país. En mi caso no hay duda alguna: Paul Auster es mi escritor americano (vivo) favorito y si aclaro lo de vivo, es porque hace 201 años nació un señor llamado Edgar Allan Poe. Sí, ya se que existió Faulkner y existe Roth y mucho me han hablado del tal Cormac McCarthy. Es igual; yo me quedo con Paul Auster. Llegué al universo de este autor hace ocho años y mi puerta de entrada fue el apocalíptico El país de las últimas cosas. Después llegaría La trilogía de Nueva York, Leviatán, La música del azar, La noche del oráculo, El palacio de la Luna, Brooklyn Follies, entre otros. Todos me dejaron, por lo menos, un gran sabor de boca y algunos simplemente fueron capaces de volarme la cabeza. Pues bien, tras ocho años de fidelidad austeriana, estoy a punto de afirmar que Invisible es la mejor novela de Paul Auster, definitivamente una obra mayor. El juego narrativo es fascinante, con variaciones que incluyen la primera, segunda y tercera persona apostando al recurso de una historia sobre la escritura de una obra autobiográfica (ya explotada, por cierto, en El palacio de la Luna). El libro dentro del libro como muñecas rusas. Sin embargo, el néctar del libro yace en la profundidad ontológica de los personajes. Sus dudas y obsesiones, la pugna entre aleatoriedad y destino, las tinieblas del alma Invisible es, o por lo menos comienza siendo, fiel al canon austeriano. Nuevamente Nueva York como escenario y, para ser aún más autobiográfico, la Universidad de Columbia en 1967. El personaje principal, Adam Walker un poeta, o aspirante a serlo, de 20 años de edad, justo la edad que tenía Auster en 1967 y oriundo (había de ser) de Nueva Jersey. En una noche aleatoria e improbable, como el manual Auster declara, este auto referencial poeta conoce a una enigmática pareja de europeos: Rudolf Born y Margot con quienes inicia una extraña relación. Té para tres. Es la primavera de 1967. El verano y el otoño traerán otras sorpresas. Rudolf Born es de entrada una personalidad inquietante, capaz de desconcertar, si bien el juego triangular se adivina desde el primer encuentro. Lo sucedido en la primera parte parece, dentro de lo que cabe, predecible y lógico, pero en la segunda parte. con la llegada del verano, la novela da un radical giro. El plano narrativo cambia y los personajes vuelven a sorprendernos, pues viajan al corazón de sus propias tinieblas. Por lo que a temática se refiere es sin duda la novela más fuerte de Paul Auster. Un incesto demasiado explícito pueda acaso ofender buenas conciencias. Conforme las páginas avanzan el abismo ontológico es más profundo. Nueva York se transforma en París y 1967 es contemplado y reconstruido desde el 2007. ¿Alucinada fantasía o fiel testimonio? Auster nos deja con la duda. Al final, el deja vu con El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad es inevitable. Sin entrar en detalles, me limitaré a señalar que la última escena es profundamente “conradiana”. Un libro oscuro, desconcertante, adictivo. Un libro-daga, de esos que se dan muy de vez en cuando.