Eterno Retorno

Monday, November 29, 2010


Existen indignaciones eternas y la condición esencialmente injusta de nuestro mundo es la principal. Lo sé: varios millones de tipos se han indignado al ver escenas semejantes; muchos castillitos de nocivos aires ideológicos han sido fabricados y océanos de sangre se han derramado en su nombre. La indignación sigue vigente. Como hongos tras la lluvia han brotado organismos filantrópicos y fundaciones redentoras del aburguesado sentido de culpa. La indignación está ahí y no se mueve un ápice. Lo peor de la época actual, es parecer tan pasado de moda, tan ridículamente trillado, cuando manifiestas tu indignación frente a ciertos escenarios de la vida cotidiana. “Qué jodidamente injusto es este mundo nuestro”, piensas y la indignación corroe lo más profundo de tu alma, pero intuyes, o acaso sabes con infernal certeza, que dentro de cien años, si todavía hay mundo para caminar, alguien que no ha nacido aún se indignará como te indignas tú y nada habrá cambiado.

La abismal desigualdad te escupe en la cara, te patea los huevos, se muestra con brutal desparpajo, pero acaba por valerte madre.

La semana pasada visitamos algunas familias en Terrazas del Valle, asentamiento pobre entre la galopante pobreza de la periferia tijuanense. Tal vez lo más crudo del asunto, es el hecho de haber entrado a las casas, a los espacios que fungen como dormitorio familiar. Las más de las veces, la pobreza es un montaje escénico predecible dentro del gran teatro urbano: lejanas casitas amontonadas en los cerros, rostros suplicantes y manos extendidas bajo el semáforo en rojo; trapos sucios sobre el parabrisas y bebés en la espalda de famélicas adolescentes con rostro de anciana. Ese es el bombardeo cotidiano de pobreza al que un clasemediero promedio está expuesto y lo ha digerido como un elemento incómodo de su vida diaria. La pobreza está ahí, lo sabemos, pero acabó por hacerse invisible a fuerza de visibilidad. Pordioseros, indigentes, suplicantes, monocordes peroratas a bordo de un camión tripulado por la desdicha. Pero entrar al centro mismo de la intimidad de los más pobres puede patearte muy duro en el alma. Ver el colchón que funge como único lecho de una enorme familia, los techos de lona y madera, la puerta de sábana o toalla en jirones, la total ausencia de esperanzas.