Eterno Retorno

Saturday, February 27, 2010


RÍO SANTA CATARINA

-Los ríos, aunque estén secos, fueron hechos para llevar agua y algún día, tarde que temprano, agua volverán a llevar-, nos decía cada cierto tiempo Don Remigio Villatoro. Pero en esas rudas canchas de tierra resquebrajada, tan ricas en piedras filosas y polvo picante, no había siquiera una dosis de humedad cuando el verano mordía. El Sol regio caía desparramado en ese enorme río seco sobre cuyo lecho corrían cada día cientos o acaso miles de hombres persiguiendo balones prófugos entre la polvareda. A vuelo de pájaro, aquello era una gran cicatriz surcando el rostro de la ciudad, una tajada de cuchillo que partía en dos el corazón de Monterrey. De un lado, la avenida Morones Prieto y el Cerro Loma Larga, semillero de tantos buenos jugadores. Del otro, la Avenida Constitución en caos perpetuo, la Macroplaza y los grandes hoteles. En medio, el Río Santa Catarina, eternamente seco, invadido por hordas de futbolistas corriendo entre el polvo como enjambres de abejorros. En la tarde de un sábado o domingo cualquiera, ruedan sobre el río más de 100 balones al mismo tiempo, entre uniformes de todos los colores e infaltables descamisados. Río-hormiguero, catedral de atletas y teporochos, de puesteros de fayuca y parafernalia robada, de cazadores de chucherías y exploradores de abismos. La unidad deportiva más grande del mundo, le llama pomposamente el gobierno, con alberca olímpica y una ciclopista de más de 45 kilómetros que corre desde el puente de Santa Bárbara en San Pedro hasta la Fundidora y un mercado con más de 3 mil puestos abajo del Puente del Papa, donde es posible encontrar el estéreo que te han robado en la mañana. Hogar de miles de familias, refugio de prófugos, territorio de pandillas, altar de pasiones futboleras donde aprendí que patear un balón es una de las razones por las que la vida merece la pena ser vivida.


Nací y crecí junto al Río Santa Catarina en la colonia Pío X y desde que era un güerquito bajaba a las canchas con mis primos mayores, Celso y Genaro. Bajar al río en las tardes era el único pasatiempo posible en veranos donde era un desafío permanecer sofocado dentro de las casas-horno. En esas canchas de tierra donde las rodillas de los arqueros acaban despellejadas en carne viva, aprendí a tirar a gol y hacerle finas a mi sombra. En los meses de vacaciones, mis primos y yo nos pasábamos el día entero en el río. Me acompañaban Claudio y Adán, futboleros de corazón que eran de mi edad. Jugábamos en las canchas libres, nos quedábamos a ver los partidos de fin de semana, saltábamos en la bici o de plano juntábamos piedras raras. La verdad es que en el Monterrey de los años setenta, cuando ni la Macroplaza existía, no había demasiados lugares a donde ir. Cuando yo era un güerquillo, Don Remigio Villatoro entrenaba un equipo llamado Gavilanes de Loma Larga en donde mis dos primos grandes jugaban y a los que yo iba a echar porras los domingos. Don Remigio fue un obrero de Fundidora que se pasó la vida entera armando y entrenando equipos en las canchas del Río Santa Catarina con los morros de las colonias Independencia, Pío X, Loma Larga y hasta La Risca. Don Remigio no sólo no ganaba nada con su vocación de entrenador, sino que perdía y mucho, pues casi siempre era él quien compraba los uniformes y pagaba la inscripción a la liga. Creo que todos los güercos que crecimos en aquellas colonias jugamos por lo menos alguna vez en algún equipo entrenado por Don Remigio. La primera vez que me dio quebrada en uno de sus equipos tenía yo 14 años. La escuadra se llamaba Puente San Luisito y yo era el cachorro, pues todos los jugadores andaban en los 20 años promedio. Entraba de cambio, a jugar los últimos 15 minutos, aunque al final de la temporada pude jugar algunos partidos completos. La mera verdad es que aquel equipo era malo. Cuatro años después, cuando yo andaba por los 18, Don Remigio me invitó a jugar en Jabatos, equipo bautizado así en honor de la mítica “piara salvaje” de los años 60. Aquel equipo empezó bien, pero luego naufrago en media tabla. Jugué dos años ahí y en los últimos partidos acabamos dando pena. La típica historia del futbol llanero de equipos que no se completan, que pierden por “de fault”, que juegan con ocho jugadores. Los primeros tres o cuatro partidos todos puntuales y después las fiestas, los antros, las crudas, los compromisos, las novias. Don Remigio estaba acostumbrado. Los equipos siempre acababan por deshacerse, por caer en la inconstancia, por tomárselo a guasa. El equipo se desintegraba y uno o dos años después ahí estaba Remigio convenciendo a otra generación de morros de armar un nuevo cuadro con otro nombre y otro uniforme. Esa era la vida de Don Remigio que tenía puras hijas y cuyo único hijo varón no gustaba del futbol. Parecía que sus hijos fueron los cientos de morros que entrenó en todos esos equipos sin obtener la más mínima satisfacción, pues hasta donde se Remigio jamás pudo salir campeón con ninguna escuadra.


En 1982, el año en que los Tigres quedaron campeones, yo entré a estudiar a la Prepa 2 de la UANL y me inscribí en un equipo que jugaba en los torneos internos de la Uni. En 1984 entré con muchos esfuerzos a estudiar Ingeniería Civil y empecé a jugar en el equipo de la facultad. Me hice novio de Carina, una muchacha de Arquitectura y agarré trabajo de “corre ve y dile” en una constructora. Para entonces llegaba yo a la casa nada más para dormir y a la gente del barrio dejé de verla. A Don Remigio lo habré visto un par de veces en domingo, cuando regresaba de la cancha con su nuevo equipo. En 1986 una falsa huelga de charros sindicales acabó para siempre con la Fundidora y Remigio se quedó sin trabajo. Un año después se puso muy malo del corazón y estuvo a punto de morirse.

En la vida de todo hombre hay siempre una mujer hechicera capaz de volarnos en pedazos el corazón. Sí, pudo haber habido muchas en tu existencia, pero sólo hay una que te deja un tatuaje en el alma. De igual forma, en la vida de un jugador de futbol siempre hay un equipo con el que se vive una química especial. Es algo que va más allá de leyes racionales de convivencia. De la misma forma que puede existir una mujer con la que se da una forma de comunicación y entendimiento ontológico que va más allá del lenguaje, existen equipos que funcionan como un cuerpo de once extremidades con un acoplamiento casi telepático. En la historia del futbol son más comunes los jugadores superdotados que los equipos perfectos. El auténtico futbol asociación, la responsabilidad compartida, el ritual del once para uno y uno para once, es algo por desgracia atípico. Así existió la mítica Hungría del 54, o la Naranja Mecánica del Mundial de Alemania, equipos de leyenda que paradójicamente tuvieron que conformarse con subcampeonatos, ambos ante escuadras germanas técnicamente inferiores. Ahí están el Milán de Gullit y Van Basten de 1989, el Madrid de la Quinta del Buitre y hoy en día tenemos al Barcelona de Pep Guardiola. Un gran equipo es un accidente tan atípico como el más bello arcoíris. Es una verdadera alineación de astros donde basta un factor en contra para que todo se haga pedazos. Los grandes equipos suelen durar poco, no más de dos años. No basta con juntar a once distintos jugadores, sino con juntarlos en el momento exacto y adecuado de sus vidas y sus carreras. Hacerlo un año antes o un año después puede echar todo por la borda. Un gran equipo es una conjunción de psicología, estado físico y mental. A veces, por no decir con frecuencia, los futbolistas pasan por la vida sin haber encontrado jamás ese gran equipo, como hay gente que muere sin haber encontrado jamás a su gran amor. Yo, por fortuna, encontré ambos. El amor de mi vida, es la madre de mis hijos. El equipo de mi vida, en cambio, fue flor de un verano mágico y al igual que la Hungría de Puskas y la Holanda de Cruyff, no pudo materializar su magia en una copa.

A principios del año 1988 se conformó la más fantástica escuadra de futbol llanero que he podido ver jugar en toda mi existencia. Lo mejor de todo, es que yo jugaba ahí como número Ocho, medio armador de un conjunto que dio cátedra en todas las canchas del Río Santa Catarina, hasta que el mismo río acabó prematuramente con su gloria. En enero de 1988, a punto de cumplir 23 años de edad, entré a cursar el último semestre de la carrera. Llevaba tan solo un par de materias y un seminario de tesis. También en aquel año comencé a trabajar en una constructora cuyas oficinas estaban a unas cuadras de mi barrio. Con Carina yacía inmerso en un enamoramiento propio de novela caballeresca y habíamos decidido casarnos en noviembre. Con más dudas que certezas, había mandado mi papelería buscando obtener una beca en Canadá una vez que me titulara y mi tesis avanzaba fluida e inspirada. Era lo que podríamos llamar un periodo feliz en el que mi vida marchaba viento en popa. Fue entonces cuando reapareció Don Remigio Villatoro. Lo encontré una noche de enero afuera de la tienda de abarrotes. Apenas lo había visto en los últimos tiempos y por un momento me costó reconocerlo. Desde su salida de la Fundidora, dos años antes, Remigio había envejecido pero por lo que pude ver conservaba la misma vitalidad. Sin preguntas de cortesía sobre la familia, los estudios y la novia, Remigio fue al grano apenas me vio: andaba formando un nuevo equipo de futbol, un cuadro que ahora sí sería un trabuco y me invitaba cordialmente a unirme a sus filas. Creo que no pude evitar sonreír con un dejo de ternura al imaginar cuántas veces en la vida afuera de ese mismo estanquillo había pronunciado Remigio idénticas palabras. Vaya, cada que Remigio quería formar un nuevo equipo se ponía a rondar por afuera de la tienda en donde cachaba a los jóvenes para tratar de convencerlos siempre con el mismo argumento: ese equipo en formación pintaba para grande y estaba armado para ganar la liga del río. Según Remigio, todos sus equipos pintaban para llevarse la copa y al final de cuentas acababan naufragando de media tabla para abajo. Imaginé cuántas tardes de sus 73 años de vida las había pasado Remigio parado a lado de una cancha polvorienta del río dando gritos de ánimo a sus pupilos, reclamando a los árbitros, dibujando esquemas tácticos que nadie seguía, soportando jugadores borrachos e irresponsables que faltaban a los juegos. Esa había sido la vida de Remigio Villatoro y todos en el barrio, de una u otra forma, habíamos formado parte de ella. Ahora Remigio me invitaba, una vez más, a formar un nuevo equipo y yo no puede negarme aunque en el fondo pensara que aquello sería un fracaso de antología. Acepté, pensando en divertirme un poco. Aquel equipo de Remigio fue como subirse a una máquina del tiempo y viajar al pasado de mi barrio. La noche que nos invitó a una carnea asada en su casa para ver los detalles del nuevo equipo, me encontré con varios compañeros de infancia a los que tenía ocho o diez años sin ver. Algunos se habían ido del barrio, otros de la ciudad, pero por alguna razón ahí estaban de vuelta al inicio de 1988. Mis primos Celso y Genaro eran los veteranos del equipo. Celso, que se había ido a vivir a Matehuala, estaba de regreso en el barrio y con sus 34 años sería el portero del equipo. Genaro volvía a la vida tras un divorcio de platos rotos y dos años alcoholismo que estuvieron a punto de matarlo. Claudio recién había salido del penal del Topo Chico en donde pasó casi cuatro años recluido por robo calificado y Adán volvía a la ciudad deportado de Houston en donde lo sorprendió una redada de la migra. Don Remigio reforzó el equipo con un par de morros de 17 años. La particularidad de aquel cuadro, es que todos los jugadores vivíamos o habíamos vivido en la colonia Pío X. A diferencia de los otros equipos que había integrado Don Remigio, ahí no había jugadores de la Independencia o de la Nuevo Repueblo. Ahí había puro de la Pío. La escuadra fue bautizada como Real Pío X y su uniforme fue de rayas negras y amarillas como el del Peñarol de Montevideo. Aunque a duras penas sobrevivía haciendo milagros con su liquidación, Don Remigio fue fiel a su costumbre de elegir y comprar los uniformes con los que nos sorprendió a la semana siguiente. De nada valió nuestra insistencia de pagar cada uno nuestra respectiva camiseta, ni la furia de la esposa e hijas de Don Remigio, que veían al viejo gastar sus últimos ahorros en una nueva aventura futbolística condenada a la derrota.

Desde mi ingreso a la Facultad de Ingeniería no había vuelto a bajar a las canchas del Río. Habría acompañado un par de veces a Carina a buscar chucherías en el mercado del Puente del Papa, pero en las canchas no había vuelto a jugar. Aquella mañana del primer juego, los integrantes el Real Pío X caminamos calle abajo por el barrio, cruzamos el puente peatonal de Avenida Morones Prieto y bajamos a las viejas canchas del río. Monterrey se transformaba cada día, pero el ancestral polvo del Santa Catarina era omnipresente y eterno. Nada había cambiado en las canchas de mi infancia. Sí, había más gente, más vendedores ambulantes y más mariguanos rondando por la ciclopista, pero el entorno era idéntico. El primer partido, tal como esperaba, lo perdimos. Antes del minuto 30 íbamos abajo 0-2. En el segundo tiempo, extrañamente, empezamos a entendernos, a hablar el mismo idioma con la pelota y logramos acercarnos en el marcador, aunque no fue suficiente y acabamos 1-2. La derrota me parecía lógica, aunque nuestra conjunción, sobre todo en el segundo tiempo, fue muy superior a nuestras expectativas. Lo que no hubiera cabido ni en mi más alucinado y optimista sueño, es que aquella sería nuestra primera y única derrota. De hecho, aquel primer encuentro fue la única vez en la historia que Real Pío X conoció lo que significaba perder. El segundo partido fue trabado, pero lo ganamos 1-0 y en el tercero, ya más conjuntados, ganamos 3-0, mismo marcador que se repitió en el cuarto juego. Por alguna razón, las cosas se nos estaban dando en la cancha y las jugadas nos salían. Claudio jugaba como extremo izquierdo y era una máquina de tirar centros que Adán remataba de cabeza. El par de diecisieteañeros eran rápidos como saetas y mi primo Celso se había transformado en una muralla en la portería, mientras que Genaro en la central se convirtió en un aduanal implacable que cerró las fronteras del área. Desde mi posición de medio armador, me daba a la tarea de distribuir y filtrar balones en todas direcciones del campo con pases improbables y cambios de juego de fantasía que nunca en mi vida había intentado y que ahora me salían naturalitos como si los practicara todos los domingos. Además, en el Real Pío X afloró en mí una desconocida habilidad como ejecutor de tiros libres. Para no hacer el cuento largo diré que a partir de nuestro segundo juego sumamos 21 victorias en forma consecutiva, una de ellas por 11-0 y otra por 9-1. Celso logró acumular ocho juegos sin recibir gol y yo logré acumular cinco domingos seguidos anotando de tiro libre y en un partido me despaché con tres goles, algo que nunca había podido presumir ni siquiera en equipos infantiles. Adán alcanzó pronto el liderato de goleo individual y su más cercano perseguidor era Claudio, que era a la vez su principal asistente.
Al final de la primera vuelta éramos súper líderes absolutos en todos los renglones. Real Pío X ya daba de que hablar a todo lo largo del Río Santa Catarina. A nuestros juegos ya no solo iban nuestras familias y nuestras novias, sino que había aficionados que cada domingo bajaban al río a buscar la cancha donde jugaríamos. Poco a poco, los reporteros a los que como novatada o castigo mandaban a cubrir el futbol llanero, empezaron a interesarse por cubrir nuestros partidos. Si bien el deporte amateur estaba eternamente condenado a las últimas páginas de los periódicos, Real Pío X empezó a robar espacios. Jugábamos con una especie de conexión extrasensorial, como si fuéramos un mismo cuerpo en la cancha. Desde el círculo central mandaba yo pases o cambios de juego de 30 metros sin levantar la vista y por una suerte de incomprensible radar, los colocaba justo donde estaba el compañero desmarcado. Ahora que lo pienso, me cuesta trabajo explicar racionalmente cómo hicimos para jugar tan bien. Magia, milagro, encantamiento, no lo se, pero han pasado 22 años desde entonces y no he vuelto a ver un equipo amateur que juegue como jugó el Real Pío X en 1988. Terminamos el torneo regular 16 puntos arriba del segundo lugar, que era el Atlético Independencia. De 38 partidos que jugamos, ganamos 34, empatamos tres y perdimos sólo uno, el primero.


Estábamos ahora cómodamente instalados en la liguilla y éramos el equipo a vencer. Nuestro primer desafío en cuartos de final fue contra Sportivo Nuevo Repueblo, precisamente el equipo que nos ganó el primer partido. Debo confesar que sentí algunos fantasmas rondando a nuestro alrededor. En México, ya se sabe, ser súper líder y favorito es más bien una maldición y son muchas las historias de grandes trabucos que se caen en cuartos luego de tener un año perfecto. En aquel juego contra Nuevo Repueblo tardamos en asentarnos en la cancha y la telepatía brilló por su ausencia en los primeros minutos. Empezamos perdiendo 0-1. Empatamos 1-1 y luego volvimos a vernos abajo nuevamente 1-2. En el segundo tiempo la magia despertó de su siesta y dos centros matadores de Claudio encontraron la cabeza de Adán para dar vuelta a la tortilla. Casi al final, cobré el penal con el que marcamos el 4-2 definitivo. No había sido nuestro mejor partido, pero estábamos en semifinales, donde nos aguardaba uno de los históricos del Río Santa Catarina: el temible Atlético Independencia. Dos de nuestros tres empates en torneo regular habían sido contra ellos. 1-1 y 0-0, siendo ese último el único partido del torneo en que no marcamos gol. Atlético Independencia era el campeón vigente de la liga y el máximo ganador de trofeos del Río Santa Catarina. Por rol de posiciones, nos correspondía jugar contra el Inter Burócratas, sexto lugar general, pero por las siempre extrañas conexiones de ese equipo con la confederación sindical organizadora de la liga, se logró un extraño arreglo para que Pío X contra Atlético Independencia, la obvia final más esperada, se jugara por adelantado en semifinales, mientras ellos irían con el más cómodo Nuevo Loma Larga, cuarto lugar general. Los malos presagios y los mensajes pesimistas empezaron a llegarnos por todas partes en la semana previa a la semifinal. Todos decían que Pío X era flor del día, chiripazo de un verano y que a la hora de la verdad se impondría la malicia, la frialdad y la garra del Atlético Independencia, viejo zorro de las finales llaneras. Aquel domingo 10 de septiembre de 1988 jugamos con tribuna llena. Para semifinales reservaban la cancha más cuidada de todo el río, la única que tenía pista alrededor y gradas para unas 300 personas, además de contar con algunos islotes de pasto no tan seco. En partidos de finales jugábamos con dos jueces de línea y no con un solo árbitro, como ocurría en torneo regular. Las 300 personas que cabían en la tribuna pronto la atiborraron y alrededor de la cancha había más de 200 personas de píe, incluidos fotógrafos de El Norte y El Porvenir. Carina había tejido una enorme bandera orinegra que colocó sobre la reja, aunque eran más las banderas rojas del Atlético Independencia. El balón empezó a rodar a las 12:00 y el Atlético Independencia fue un hueso muy duro de roer que por poco nos madruga en un par de contragolpes. Sin embargo, a los 34 minutos Claudio mandó uno de esos centros extraños que acaban por convertirse en tiro y techó al arquero de Independencia. 1-0, aunque poco nos duró el gusto. Segundos antes del medio tiempo Independencia nos empató luego de contra rematar un mal rechace de Celso. El segundo tiempo comenzó con malos augurios cuando estrellaron en nuestro travesaño un remate de cabeza. Atlético Independencia ejecutaba certeros contragolpes y Genaro estaba sufriendo para contenerlos sin cometer falta. A los 29 minutos, un defensa de Independencia derribó a Adán cerca del área. La distancia era considerable, unos 34 o 35 metros, pero me tuve confianza, apreté el abdomen y sorrajé una patada rencorosa. El balón rozó el travesaño por dentro y picó a la red de campanita. Golazo. 2-1. A los 44 , una descolgada del jovencito Meléndez sacó a su portero y clavamos el 3-1. Deportivo Independencia mordía el polvo y se tragaba su furia. Estábamos en la final, aunque todos nos consideraban ya los campeones. Nuestro rival sería el mediocre Inter Burócratas que se había impuesto a Nuevo Loma Larga en penales luego de un 0-0 infame con dos goles injustamente anulados al rival. Si habíamos despachado a los rojos de Independencia, Inter Burócratas, a quien despachamos 4-0 en el torneo regular, sería un flan.


Aquella semana se habló mucho de la final, pero más se hablaba de la inminencia de un huracán llamado Gilberto que golpearía duro en Matamoros, Tamaulipas y cuya “colita”, alcanzaría de rebote a Monterrey. Nada grave fuera de una lluvia. Imaginé una final en lodo bajo un chipi-chipi molestazo, pero nada del otro mundo. Conforme se acercaba el fin de semana los pronósticos se volvieron más negros. Gilberto pegaría con todo en Matamoros y decenas de personas ya huían de la costa tamaulipeca para refugiarse en Monterrey, donde el ciclón sería más benigno. La noche antes del juego contra Burócratas nos concentramos en casa de Don Remigio. Estábamos reunidos frente a la tele viendo la inauguración de los Juegos Olímpicos de Seúl y preguntándonos si la lluvia no enlodaría mucho la cancha. Lo peor que podía pasar, pensamos, era que el partido se pospusiera para el próximo domingo, lo cual nos parecía aborrecible, pues traíamos las pilas muy altas y ya nos urgía despedazar a Burócratas y levantar el trofeo de campeones. Aquella noche se fue la luz y entre las tinieblas escuchábamos vidrios romperse, árboles que caían y objetos que acababan despedazados mientras el viento soplaba con rencor y llovía a cántaros. Sin duda la cancha estaría toda enlodada y sería complicado jugar, pensé. Al amanecer la tormenta amainó. A las ocho de la mañana salí de casa y caminé rumbo a la casa de Don Remigio. La calle yacía atiborrada de árboles caídos, lodo e incluso un par de bardas derrumbadas. El Real Pío X se reunió en pleno en casa de Don Remigio y fieles a nuestro ritual, caminamos juntos calle abajo rumbo al río en donde jugaríamos la final del campeonato en una cancha de lodo. Pero al llegar a la Avenida Morones Prieto, un infierno de agua chocolatoza nos bajó de nuestra nube. La cancha no había quedado en mal estado. Simplemente no existía ya. No había cancha, ni ciclopista, ni alberca olímpica, ni mercado, ni carretera. Sólo un torrente furioso de agua color marrón en donde se alcanzaban a distinguir las llantas de cuatro autobuses arrastrados por la corriente con todos sus pasajeros adentro. Aquel domingo 17 de septiembre, día en que íbamos a jugar la final del campeonato del que éramos amplios favoritos, se consumó el peor desastre en casi 400 años de historia regia. La unidad deportiva más grande del mundo yacía sepultada en lodo bajo un torrente devastador. “El río volvió a ser río”, dijo Don Remigio con resignación. De nada valieron las gestiones para buscar re- programar el juego en alguna cancha lejos del Santa Catarina. Los de Inter Burócratas no quisieron saber nada del asunto y nos acusaron de frívolos e insensibles por pensar en una final y no en los cientos de muertos y damnificados que había dejado Gilberto. La casa club donde la liga tenía sus oficinas y sus archivos también había quedado devastada. En 1988 no hubo campeón en el Santa Catarina. Mi novia y yo nos casamos en noviembre y nos fuimos a estudiar a Canadá en donde dos décadas después seguimos viviendo con dos hijos canadienses. Don Remigio murió al año siguiente víctima de un infarto sin haber podido levantar una copa. Los integrantes del equipo se perdieron en la altamar de la vida y aquella gran final que hubiera coronado al Real Pío X como el campeón del Río Santa Catarina se inscribió en el enorme libro de la historia de lo que pudo haber sido. DSB