Eterno Retorno

Saturday, November 07, 2009


Los Mitos del Bicentenario

Nuestro Obama insurgente

Por Daniel Salinas Basave

Si bien la afirmación común es que en este país no hay población afroamericana, la realidad es que 179 años antes de que Barack Obama fuese electo presidente de los Estados Unidos, México tuvo un mandatario mulato. El segundo presidente de la historia del país, quien tuvo un efímero y conflictivo periodo de gobierno de menos de nueve meses de duración, fue un descendiente de africanos. Su nombre: Vicente Guerrero.
Decir que la historia no ha hecho justicia a Guerrero podría parecer una afirmación desacertada. Después de todo, a diferencia de Iturbide, este caudillo ha entrado en caballo de hacienda al pandemonio de la historia oficial. Existe una entidad federativa que lleva su nombre, además de los cientos de calles, escuelas y monumentos que lo homenajean. Sí, el sistema beatificó a Guerrero y permitió su ingreso al santoral oficial. Se le considera, de hecho, el único y gran consumador de la Independencia, el bueno de la película, el hombre íntegro y leal del abrazo de Acatempan, por encima del corrupto y ambicioso Iturbide. Cierto, Guerrero ha sido beatificado por los libros de texto, pero da la impresión que su figura se ha quedado petrificada en el bronce de las estatuas o en el oro de las letras que inscribieron su nombre en el Congreso. Nos hemos conformado con pronunciar una y otra vez la más célebre de sus frases, “La Patria es primero”, sin duda una de las más bellas y contundentes del refranero nacional, aunque a la fecha pocos se han detenido a responder la pregunta obvia y fundamental: ¿Quién era este hombre?
Para bien o para mal, casi nadie se ocupa de de dimensionar la obra de Guerrero y su trascendencia histórica, lo que no es poca cosa, tomando en cuenta que la del mulato fue una carrera de más de dos décadas de lucha constante e incansable. Tan sencillo como que la mitad de su vida estuvo consagrada al combate y la resistencia en condiciones en extremo desventajosas. Vicente hizo verdadero honor a su apellido, pues fue un auténtico guerrero, o más acertado sería decir guerrillero, sin que el calificativo sea peyorativo o le reste méritos. El segundo presidente de México fue el padre las guerras de guerrillas en este país. Los suyos nunca fueron ejércitos multitudinarios, como el de Morelos y Galeana, sino gavillas integradas por unos cuantos combatientes que utilizaban el elemento sorpresa y su conocimiento de la sierra para sorprender al enemigo. Guerrero combatió 20 años en las montañas del estado que hoy lleva su nombre, en los mismos agrestes terrenos donde más de siglo y medio después combatirían Genaro Vásquez Rojas, Lucio Cabañas y más tarde surgiría el EPR.
Tal vez la suya no fue la más vistosa de las tropas, pero lo cierto es que fue efectiva y se transformó en un dolor de cabeza para el virreinato, pues jamás pudieron derrotarlo. Para dar una idea de la magnitud de la resistencia de este hombre, tal vez proceda una odiosa comparación: la carrera insurgente de Hidalgo y Allende duró apenas seis meses, mientras que Vicente Guerrero fue el único de los paladines de la Independencia que luchó sin parar los once años, de 1810 a 1821 y aún después de consumado el movimiento, volvió a sus amadas sierras a combatir.
Vicente Guerrero nació el 10 de agosto de 1782 en la población de Tixtla. La suya era una familia de arrieros, labor que desempeñó en su adolescencia, lo que le permitió conocer a la perfección las sierras en donde después combatiría. Su padrino en el movimiento insurgente fue Hermenegildo Galeana, quien lo reclutó en 1810 para la causa de Morelos. Muertos Morelos, Galeana y Matamoros, Guerrero se convirtió en el heredero del movimiento, en el encargado de mantener viva la flama insurgente resistiendo contra corriente cuando todo parecía perdido. Iturbide no pudo derrotarlo y al final optó por pactar con él. De ese pacto, supuestamente sellado con el abrazo de Acatempán, nació el Plan de Iguala y con ello se consumó la Independencia de México.
Indomable por naturaleza, Guerrero volvió a tomar las armas para desconocer al Imperio de Iturbide. En una de las reyertas de esa rebelión, una bala le atravesó el pulmón y aunque lo dieron por muerto, logró sobrevivir, si bien la herida lo hizo vomitar sangre por el resto de su vida. Tras un fugaz retiro durante la Presidencia de Guadalupe Victoria, volvió a las armas, en su calidad de Gran Maestre de la Logia Yorkina para ayudar a sofocar la rebelión orquestada por el vicepresidente Nicolás Bravo, Maestre del Rito Escocés. Fueron precisamente los masones yorkinos quienes propusieron a Vicente Guerrero como candidato presidencial en 1828. Fundador del Rito de York en México y de la Legión del Águila Negra, Guerrero también tiene el dudoso honor de haber encabezado la primera elección presidencial polémica y fraudulenta de la historia, casi 200 años antes del “voto por voto” de López Obrador y la caída del sistema de Bartlett. El triunfo originalmente había correspondido al candidato Manuel Gómez Pedraza, pero el Motín de la Acordada, encabezado por los yorkinos, dio el triunfo a Guerrero. Con la sombra de la ilegitimidad a cuestas y en medio de turbulencias políticas, Guerrero gobernó como pudo y su efímero periodo presidencial pasó la historia por diversas acciones.
Durante su periodo fue derrotada en Tampico la expedición de reconquista española encabezada por Isidro Barradas. También materializó en decreto constitucional la abolición de la esclavitud, redactada 20 años antes por Miguel Hidalgo. Así las cosas, 30 años antes de Abraham Lincoln, el presidente mulato de México inscribía en Ley Suprema la prohibición de tener esclavos dentro del territorio nacional. También materializó el polémico decreto de expulsión de los españoles de México. En diciembre de 1829 una sublevación encabezada por Anastasio Bustamante le arrebató el poder y el Congreso lo declaró imposibilitado para gobernar. Una vez más Guerrero se refugió en sus montañas y tampoco esta vez pudieron derrotarlo, al menos no limpiamente. Para acabar con la vida de este caudillo indomable fue preciso recurrir a la traición. El corsario italiano Francesco Picaluga, fue pagado por Bustamante para capturarlo y con engaños y promesas de alianzas logró llevarlo a bordo de su barco para entregarlo a las autoridades. Guerrero fue fusilado el 14 de febrero de 1831. Lleno de errores, como todos los hombres (y no héroes) que construyeron el naciente país, Guerrero fue ante todo un ejemplo de resistencia, coraje y corazón.

Wednesday, November 04, 2009



BIBLIOTECA DE BABEL

La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina
Stieg Larsson

Por Daniel Salinas Basave


El pesadísimo e incómodo lastre de las segundas partes que (casi por definición) nunca son buenas, yace sobre la segunda novela de la trilogía Millenium de Stieg Larsson.
En el anterior número de InfoBaja, reseñamos en Biblioteca de Babel Los hombres que no amaban a las mujeres, primera obra de esta trilogía que está batiendo marcas de lectura en Europa y que llegó este año a México para colocarse rápidamente entre los más buscados en todas las librerías. En medio de un escaparte editorial donde los conspiradores del Priorato de Sión y los Drácula de preparatoria acaparan la pasarela comercial, irrumpe de repente un periodista sueco con una atípica pareja detectivesca integrada por Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander, un reportero de investigación y una hacker marginada, versión moderna y disfuncional de unos escandinavos Sherlock Holmes y Watson. Sí, con todo y lo sui generis de sus personajes, la primera entrega de Larsson es respetuosa de los cánones de la novela negra con un típico dilema de habitación cerrada, escenificada en una pequeña isla sueca. Dentro de esta habitación, o dentro de esta isla, está el asesino ¿Quién fue? Como thriller, Los hombres que no amaban a las mujeres es simplemente redonda. Un gran debut, muy complicado de superar. La segunda entrega, titulada en México La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina carga a cuestas con la gigantesca sombra de su antecesor. Si bien la novela tiene asegurados cientos de miles de lectores que llegarán a ella fascinados por esa grata sorpresa que fue el primer libro, esa circunstancia condena a La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina a enfrentarse de entrada a la odiosa y obvia comparación, que para nada le favorece. El inicio de la segunda parte es un tanto más lento y da la impresión de que las primeras cien páginas son de simples preámbulos, como si el autor dudara antes de entrar en materia y agarrar el toro por los cuernos. Para empezar, vale la pena advertir y puntualizar que, si bien son obras diferentes, para leer esta segunda novela es muy recomendable, por no decir necesario, haber leído la primera. No es exactamente una continuación ni se puede decir que el primer libro haya quedado en puntos suspensivos, pero aún así es complicado involucrarse si no se tiene el antecedente. Vaya, en el hipotético caso de que un lector empiece por la segunda parte sin tener idea de lo que sucedió en la primera, le va a costar un poco de trabajo encontrar el sentido de los personajes y sus circunstancias. En el primer número Mikael Blomkvist, un reportero recién condenado por difamación y Lisbeth Salander, una hacker declarada disfuncional y retrasada por la psiquiatría, resuelven un añejo misterio dentro una tradicional familia de empresarios de provincia. En la segunda parte encontramos a Lisbeth Salander autoexiliada en el Caribe, concretamente en la Isla de Granada, entregada por hobby a la resolución de ecuaciones matemáticas. Mikael, convertido en estrella del periodismo de investigación, disfruta de su éxito y se prepara para apadrinar un nuevo reportaje. Si en el primer número su gran reportaje fue sobre las trampas, especulaciones y evasiones fiscales de un célebre industrial sueco, ahora el tema será mucho más espinoso, pues tratará sobre el tráfico de mujeres de los países de la antigua Unión Soviética a Suecia, donde son explotadas como esclavas sexuales. Adolescentes, casi niñas, oriundas de repúblicas bálticas como Letonia o Estonia, llegan Suecia en medio de una red de omisiones y complicidades. El tema, por cierto, recuerda muchísimo a La falsa pista, un gran thriller del también sueco Henning Mankell, consagrado mucho antes que Larsson. El problema es que para llegar al principio de esta investigación, el lector debe atravesar cien páginas entre los pasatiempos matemáticos de Salander. No solo la trama de esta segunda novela es distinta a la primera, sino también la estructura. En lo personal, me agrada que en esta ocasión, Mikael se desempeña más como periodista de investigación que como detective. De hecho, si algo me gusta de esta trilogía de Larsson, es que es una suerte de homenaje al reportaje profundo, al periodismo quijotesco de denuncia y revelación. Larsson fue un periodista y su héroe también lo es. Por obvias razones tratándose de una novela policial, no incluiremos en esta reseña dato alguno que pueda revelar en lo más mínimo la resolución de la trama. Baste señalar que aunque el inicio es un poco lento e indefinido, Larsson endereza el camino y el lector paciente acabará tan hipnotizado como en el primer libro. ¿Segundas partes no son buenas? Tal vez sea una expresión injusta, pues la estructura es diferente, pero es innegable que esta segunda parte no pudo superar a la primera. Como dato curioso, vale la pena señalar que es la primera vez que encuentro una novela cuyo título en español es diferente en España y México. De entrada, la traducción del sueco al inglés fue The girl who played with fire (la chica que jugaba con fuego) En España se editó como La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. Con ese título en la portada llegó la primera edición a México, pero vaya sorpresa, en la nueva edición mexicanizada se cambió cerilla por cerillo y bidón por galón. Curiosidades de la edición y los traductores. Si la obra se vuelve de culto, los coleccionistas van a tener tarea para entretenerse.

Tuesday, November 03, 2009


LOS MITOS DEL BICENTENARIO

FRANKENSTEIN FEDERALISTA

Por Daniel Salinas Basave


El federalismo, consagrado en la Constitución de 1824, entró como un zapato a la fuerza en los píes de esa recién nacida república llamada México cuando aún no aprendía a caminar sus primeros pasos como nación independiente. El primitivo federalismo decimonónico fue un mal invento, una burda copia forzada y malhecha del sistema norteamericano, que se intentó ajustar a la naciente patria mexicana como una prenda que simplemente no cabía en su cuerpo de tradición centralista.
No se trata de denostar al federalismo o de encabezar aquí una apología del centralismo que, dicho sea de paso, sigue imperando en el país, al menos en el terreno de los hechos. Se trata simplemente de colocarnos en el entorno geopolítico de 1824 y pensar si ese sistema era el que en ese momento más convenía a una nación que intentaba levantar el vuelo. Imaginemos por un momento el amanecer del 28 de septiembre de 1821. Un día antes, el Ejército Trigarante de Iturbide y Guerrero había entrado a la Ciudad de México y había cortado oficialmente el cordón umbilical que nos mantuvo unidos a la metrópoli española durante 300 años. En manos de Iturbide y sus generales estaba el más enorme país de todo el Continente, un territorio que abarcaba desde las montañas rocallosas de Colorado hasta las selvas hondureñas. Pensemos en las comunicaciones de esa época, en los sistemas de información y los medios de transporte. ¿Cuántos de los habitantes de esa inabarcable vastedad tuvieron una conciencia o sentimiento de unidad nacional? ¿Cuánta gente se enteró en el otoño de 1821 que nos habíamos independizado del Imperio Español? Si tomamos en cuenta la totalidad del territorio que abarcaba el virreinato de la Nueva España, podemos concluir que el movimiento insurgente redujo sus acciones e influencia a menos de una quinta parte del país. En Yucatán y en California posiblemente tardaron algún tiempo en enterarse que en el país regía un nuevo orden político y acaso no les haya importado demasiado.
Egocéntrico y narcisista, Agustín de Iturbide cedió a la tentación de convertirse en emperador de México, encabezando un efímero imperio de apenas diez meses de duración. Cierto, la de Iturbide fue una corona fúnebre desde el momento en que le fue colocada en la cabeza. El suyo fue un imperio que nació políticamente muerto, aunque en el terreno de las tradiciones, era más lógico y coherente pensar en una monarquía constitucional para el vulnerable México de aquel entonces, que inventar un Frankenstein federal. ¿Quién se encargó de confeccionar ese monstruo? Las logias masónicas yorkinas, que trataron de ajustar a nuestra realidad el sistema imperante en los Estados Unidos de América.
Hay que decir que, a diferencia de México, en los Estados Unidos de América el federalismo quedó como un traje confeccionado a la medida. En el Norte el federalismo se vivía en los hechos desde los tiempos coloniales. Aunque económica y fiscalmente dependientes del Imperio Británico, las trece colonias inglesas de Norteamérica vivían una parcial autonomía en lo social y en lo religioso. No imperaba un sistema único y cada una de ellas se desarrolló con una relativa autodeterminación. Sin haber sido consagrado en leyes, el federalismo se vivía ya en los Estados Unidos desde mucho antes de 1776. Para Washington y Jefferson, sólo fue preciso reflejar en la Constitución lo que en la práctica existía.
En cambio, nada más alejado de la vocación federalista que la férrea tradición central de los virreinatos españoles. El virreinato de la Nueva España obedecía a una única y todopoderosa figura que era el Rey de España, representado por su virrey y sus oidores e imperaba un único sistema de gobierno y organización social, sin que cupiera el mínimo asomo de autonomía regional o autodeterminación. ¿Cómo enseñar a un país a desarrollarse en un sistema de entidades federativas cuando por tres siglos obedeció y se acostumbró a un régimen centralista? El regiomontano Fray Servando Teresa de Mier, una de las mentes más lúcidas de la nueva nación, advirtió los peligros del federalismo y se pronunció por una república centralista. Nadie lo escuchó.
El 4 de octubre de 1824 se promulgó la primera Constitución Federal Mexicana, pero el Frankenstein federalista, tan celebrado por los liberales yorkinos, pronto tropezó. Antes de doce años, el gran imperio se había desmembrado en rebeliones secesionistas. Tal vez solo Valentín Gómez Farías, dentro de su breve interinato, dimensionó e intentó sin éxito, gobernar bajo un auténtico sistema federal que fuera más allá de caciquiles gobernadores secesionistas. El compulsivo intento centralista de 1837, con la Constitución de las Siete Leyes promulgadas a raíz de la separación de Texas, fue el peor remedio que derivó, entre otras catástrofes, en el intento separatista yucateco.
El Siglo XIX mexicano fue un mar en perpetuo caos. Sin una identidad nacional bien definida, rehenes de redundantes cuartelazos y asonadas, los primeros años de vida independiente costaron caros a ese país adolescente. Es difícil creer que un sistema de control político más férreo y una mayor estabilidad hubieran podido evitar la independencia texana, la separación de Centroamérica y la invasión de los Estados Unidos en 1847. Sin embargo, es evidente que el federalismo mexicano nació en parto prematuro y dos siglos después, aún no podemos vivirlo a plenitud.