Eterno Retorno

Monday, September 14, 2009

Dentro del santoral de la mitología histórica mexicana, ningún capítulo tan rimbombante como el de los Niños Héroes. Lo nuestro, ya lo sabemos, no es historiografía sino pastorela, pandemonio mitológico. No es, por cierto, falta de historiadores o testimonios lo que adolecemos, pues sabemos perfectamente lo que ocurrió en 1847. Sucede que lo nuestro es transformar cada desgracia nacional en poema épico, en declamación de asamblea.
El néctar de nuestros mitos yace en la falsa imagen de Juan Escutia arrojándose al vacío envuelto en el lábaro patrio. Ahí se resume nuestra cursilona concepción de la historia. Un suicidio ritual, que ni siquiera ocurrió, es lo que exaltamos ante los niños como máximo símbolo de valores patrios. Usted, general Duarte Mújica ¿exhortaría a un niño a suicidarse para evitar la profanación de una bandera? Un adolescente, en la flor de la existencia, con todo el futuro por delante, prefiere quitarse la vida antes que ver mancillado un símbolo nacional. Eso es patriotismo según nuestro cursi poema de asamblea.
Ojo, el pretendido y exaltado sacrificio de Juan Escutia no tiene ni siquiera un fin práctico. Con su muerte no logra rechazar al invasor o evitar que tomen el Castillo de Chapultepec. Vaya, ni siquiera les causa una baja o hiere algún gringuito. No; se trata de un simple símbolo: que el invasor no toque con su mano impura un trapo sagrado. El objeto elevado a divinidad. La tela tricolor transformada en piel de Dios. El Castillo de todas formas es tomado y a lo largo de cinco meses ondea en él la bandera de las barras y las estrellas. Estados Unidos nos invadió, nos pulverizó y nos mutiló el territorio. Pudo haberse quedado con el país entero y nadie le hubiera opuesto resistencia. En 1847, con un estado mexicano recién nacido, que un día amanecía federalista, se acostaba centralista y en la madrugada padecía delirios monárquicos, era difícil tener un sentimiento de identidad nacional.

De toda la guerra 1846-1848, la única batalla en donde las fuerzas mexicanas opusieron resistencia fue en la Angostura e igual abandonamos el campo. También vale la pena destacar al batallón de San Patricio y la católica solidaridad de los irlandeses, o la batalla de Molino del Rey o el martirio del Batallón de San Blas. En Chapultepec murieron cientos de combatientes, no únicamente seis muchachos. Juan Escutia, que ni siquiera era un cadete, fue uno de tantos muertos y cayó abatido por las balas, como todos los demás. Lo del suicidio ritual, está comprobado, fue una falacia, una construcción adecuada a posteriori. Por supuesto, la historia oficial jamás habla de ese niño héroe llamado Miguel Miramón que fue herido en el Castillo de Chapultepec y sobrevivió, para convertirse en el presidente más joven del país y prestar grandes servicios a la patria desde su católica concepción. Miramón, tan héroe como Escutia, Melgar o Montes de Oca, está condenado a ser un traidor.

Aún recuerdo mi salón de clases en la primaria. La estampa de los Niños Héroes era infaltable en el mes patrio y todos los niños mexicanos debimos aprendernos los nombres de seis cadetes. En la estampa se veían sus seis caras y en el centro aparecía la imagen de Escutia cayendo por el barranco envuelto en la bandera. Sí, sabemos que todo esto es ficción, realismo mágico patriotero adaptado para poema y sin embargo miles de funcionarios en todo México siguen repitiendo cada 13 de septiembre esta letanía y cada 15 de septiembre gritan “Viva México” y no “Viva Fernando VII” como grito Hidalgo la mañana del día 16 en Dolores y seguirán exaltando valores cívicos y exhortarán a la juventud a seguir los pasos de personajes que desconocen absolutamente, pues al funcionario promedio le vale un carajo la historia.

Ayer domingo acudí temprano al campo militar para presenciar la máxima liturgia castrense de nuestro México. En las mañanas suelo ser más susceptible, pues a esa hora tengo destapada la válvula de la asimilación. Las cosas adquieren una intensidad extrema. “El clarín de guerra rompió el silencio de la mañana y una descarga de salvas al aire retumbó al píe de la gran Bandera Nacional en honor de los cadetes que ofrendaron la vida en defensa de la patria el 13 de septiembre de 1847”. Eso escribió mi otro yo, el tipo ese que se gana la vida y piensa mantener a su hijo redactando una historia oficial en la que no cree. Se cantó el himno del Colegio Militar (tú nombre sacrosanto) desfilaron cuerpos y batallones de infantería con contrastantes uniformes, caras pintadas, armas apuntando. Un país engalanado para la guerra, con uniformes camuflados para una ciudad huérfana de árboles y matorrales. Por momentos me sentí en un acto fascista de los años 30.

Un general de apellido Mederos pronunció un encendido discurso al más puro estilo de declamador antiguo. Tras las loas a los héroes y el “murió por la patria”, habló de esta nueva guerra que los abnegados militares sostienen contra el crimen organizado. Una guerra, afirmó, que tarde o temprano ganaremos. Esto es lo que me parece más idílico e iluso del asunto. El discurso oficial sostiene que la guerra contra ese ente amorfo llamado crimen organizado, en donde lo mismo cabe el narcotráfico que el secuestro o la extorsión, se ganará algún día, como si cupiera posibilidad de armisticio, rendición o tratado de paz. Como si enfrentáramos a un ejército regular sometidos a criterios de convenciones internacionales y no a una epidemia que tiene cada vez mejores condiciones para propagarse.

De pronto, palpé con horror la trascendencia del momento histórico que vivimos y olí en el viento el desastre. Pocas veces he sentido a mi país tan al borde de un abismo.