Eterno Retorno

Saturday, May 31, 2008

Fue el 21 de octubre de 1996. A bordo de un avión de Icelandair despegué de Reykjavik rumbo a Londres. Por la noche llegamos a Heathrow. Tras pasar sin problemas la aduana me dirigí al underground. Estaba solo y mi alma en un continente jamás visitado por mí. Esa sensación de absoluta lejanía, soledad y desarraigo total me acerca al éxtasis. Nada me fascina más que ser hoja al viento. Traía 600 dólares en la bolsa y una mochilita. No tenía destino alguno en Londres aparte de encontrar la forma más rápida y barata de irme a Francia, así que me dirigí a lo que supuse sería una estación céntrica. En el vagón del metro, en algún punto del viaje, alguien me preguntó en inglés si yo era islandés. Cuando me identifiqué como mexicano, el hombre me habló en argentino o más bien dicho en cordobés. Había viajado desde Reykjavik en el mismo avión y tras caer en Londres, el destino nos puso en el mismo vagón y yo, distraído como suelo ser, ni siquiera había reparado en su presencia. Se llamaba Adrián Egea Guevara, natural de Córdoba Argentina. Tendría unos 28 o 30. Nos hicimos amigos. Recuerdo que él se fue a un hostel de 10 libras llamado Okalahans allá por el rumbo de Victoria Station. Yo decidí ahorrarme las diez libras (que con un presupuesto de 600 dólares para un mes eran oro puro) De todas formas, aunque hubiera pagado por techo y cama de poco me hubiera servido, pues sin duda no hubiera pegado ojo. Tenía tal nivel de prendón y emoción por estar por fin en Londres, que no hubiera podido dormir un minuto. Caminé toda la noche y recuerdo haber visto el amanecer del 22 de octubre frente al Big Ben. Al día siguiente fui a buscar al cordobés al Okalahans. Peinamos Londres caminando y fuimos a un concierto gratuito de música clásica a un lugar llamado ¿Barbican? Entre la plática, recuerdo me contó que conocía personalmente a Ernesto Sabato. Túnel y Héroes y tumbas marcaban el rumbo de mi vida por aquel entonces, así que la idea de poder platicar con alguien que se decía amigo de Sabato me parecía emocionante. Por la noche agarré camino a París en un camión de Eurolines y me despedí de Egea. Los viajes mochileros están llenos de amigos espontáneos y en aquel viaje del 96 conocí demasiados. Gente que está en tu misma situación con la que convives unos días, unas horas y aunque tomas direcciones y teléfonos, casi nunca los vuelves a ver. Mi cajón del buró está lleno de papelitos con nombres y paraderos de gente que jamás volví a ver. Por alguna razón el nombre de Adrián Egea se me quedó grabado, pero jamás volví a saber nada de él. Jamás hasta ayer, que me lo encontré en las páginas de un libro. Leía Diarios de mi vejez de Ernesto Sabato y justo en la página 87, el autor narra que un día de la primavera del 2002, fue a almorzar a un restaurante chino de Madrid con su amigo Adrián Egea, cuya historia cuenta brevemente. Sorpresas da este vicio literario.

Por lo pronto, chutaos mi comentario sobre la última creación sabatiana que leí ayer, mientras el efecto de la anestesia tocaba retirada y el dolor me recordaba que ahí, donde ahora hay un hoyo, alguna vez, no hace mucho tiempo, hubo una muela.

Pasos de Gutenberg
España en los diarios de de mi vejez
Ernesto Sabato
Seix Barral

Por Daniel Salinas Basave

Ernesto Sabato es ya casi centenario. En 2011 cumplirá un siglo de vida y tal vez de sobra esté decir que es el último autor vivo de su generación (si es que en alguna cárcel generacional se le puede encerrar) Apenas una década más joven que Borges, Sabato nació antes que algunos grandes clásicos quienes ya se le han adelantado en el camino hace un buen tiempo como Paz, Cortázar o Rulfo. Nació en promedio dos décadas antes que la mayoría de los autores del “boom” y literariamente se consagró antes de que este fenómeno pusiera de moda a Latinoamérica en el mundo de las letras. “El Túnel”, obra traducida a más de 15 idiomas y elogiada por personajes de la talla de Albert Camus, se publicó en 1948, cuando García Márquez, Vargas Llosa y Fuentes hacían sus primeros garabatos. Sabato es para mí un autor estigma. No se puede decir, en honor a la verdad, que toda su obra sea imprescindible, pero basta un libro tatuaje, de esos que cambian y marcan la vida llamado “Sobre héroes y tumbas” para desear leer todo lo que su pluma ha creado. A Sabato le bastan un par de ensayos fundamentales como “El escritor y sus fantasmas” y “Uno y el Universo” y una trilogía novelística irrepetible integrada por “El Túnel”, “Sobre héroes y tumbas” y “Abaddon el exterminador’’ para asegurar su inmortalidad. Sus últimos libros, “Antes del fin”, “La resistencia” y el que hoy nos ocupa “España en los diarios de mi vejez” son en esencia iguales. Reflexiones, lamentaciones y advertencias de un anciano que mira al mundo del que se despide caer a pedazos frente a él.
Declaración de principios contra la maquinización de la humanidad, contra el totalitarismo del mercado y la voracidad insaciable del capitalismo, Sabato es un fatalista natural que pese a todo hace un esfuerzo por ver una luz al final del camino. Tal vez lo que hace diferentes a estos “Diarios de mi vejez” es su espontánea informalidad. Reflexiones al vuelo, pensamientos furtivos y una que otra anécdota del viaje por tierras ibéricas es lo que encontramos en la última obra de Sabato. Retazos, iluminaciones y muchos lamentos, acaso dictados y no escritos. Sabato toma el vuelo de Buenos Aires a Madrid en abril de 2002, cuando su patria está aún devastada tras la devaluación y el cacerolazo de diciembre. Con el ánimo sombrío y aquejado por los achaques de la vejez, el narrador emprende el viaje a tierras ibéricas para cumplir con una serie de presentaciones y conferencias. El diario del viajero alterna con pensamientos y recuerdos, pedacitos de nostalgia por un pasado perdido, alguna anécdota de juventud e infancia y un sinfín de críticas a la vida actual. El diario no se limita al viaje, sino que incluye algunos pasajes reflexivos del autor en su casa de Santos Lugares en Argentina. A manera de apéndice, se incluyen ponencias y palabras de presentación de algunos autores sobre la obra de Sabato. El cerrojazo al libro lo da José Saramago en una reflexión que no tiene desperdicio. Un libro complementario, acaso reservado para devotos sabatianos, aunque por el momento en que han sido escritos, estos diarios tengan acaso la personalidad de un canto de cisne.