Eterno Retorno

Friday, August 31, 2007

Postales de La Bola

La primera vez que contemplé la Bola, lo recuerdo muy bien, fue en una postal, enviada por un amigo bajacaliforniano, cuando Tijuana estaba aún muy lejos de mi vida y de mis sueños. Iniciaban los años 90, tiempos prehistóricos en donde el email era una alucinación de literatura futurista. Comprador compulsivo de estampillas y cliente regular del viejo edificio regiomontano de correos, sostenía amistades epistolares a la antigüita. Mi amigo Pablo Lozano, tijuanófilo empedernido, solía mandarme con regularidad tarjetas postales desde su amada ciudad. Fue en una de esas postales cuando vi por primera vez el Cecut. Era la fotografía, creo recordarlo, una vista aérea de Tijuana, a ojo de pájaro, en donde resaltaba en primer plano ese planeta gigante de piedra. Centro Cultural Tijuana se leía en el reverso de la postal, que estuvo pegada algún tiempo en la pared de mi cuarto.
“Cuando vengas a Tijuana, tienes que conocer el Cecut”, me decían mis amigos tijuanenses. “Te va gustar más que Marco”, me advirtieron. Tuvieron razón.

El día que por primera vez estuve parado frente a la Bola lo recuerdo perfectamente. Fue el 16 de octubre de 1998, el día que me emborraché con el agua de la Presa, el día en que llegué por vez primera a Tijuana, aunque como decenas de miles de tijuanenses adoptivos, no intuí de inmediato el hechizo. Ignoraba que estaba caminando por las calles de la ciudad que me adoptaría. Fue al medio día de ese 16 octubre cuando vi por primera vez ese asteroide de piedra y fue Carolina quien me lo mostró. Tal vez esa Bola no era de piedra sino de cristal y en ella se podía ver el futuro, un caprichoso e improbable futuro inmediato, más intuición que sospecha, en donde se leía que Tijuana sería mi ciudad, Carolina sería mi esposa y la Bola un escenario de mi vida diaria, al que regresaría cientos de veces como el venado regresa al abrevadero.

Fue en un taxi de ruta, de esos que corren de la Calle Tercera a Otay, cuando escuché por vez primera el apodo: “Me deja en la Bola”, gritó alguien desde el asiento de atrás. El chofer se detuvo frente al Centro Cultural Tijuana. Hagan ustedes la prueba: suban a un taxi o camión de ruta que cruce el Paseo de los Héroes y escuchen bien cuando alguien pida bajar ahí. Nunca dirán “me deja en el Cecut” sino “me deja en la Bola”. Como punto de referencia para ubicar direcciones también es infalible. “Ahí, donde veas la Bola, pasas una glorieta de unas tijeras y entonces das vuelta”. La Bola está ahí, omnipresente e inmutable, aunque a veces sospecho que ejecuta secretos movimientos de rotación y traslación y ha sido causa de eclipses.

En mi vida diaria concibo al Cecut como oasis y abrevadero, el perfecto sendero de escape cuando la sobredosis de periodismo empieza a infestar la cabeza. Siendo reportero de tiempo completo y medio, con involuntaria especialización en asuntos políticos y gubernamentales, muchas mañanas de mi existencia han transcurrido entre Palacio Municipal, Centro de Gobierno y Procuraduría de Justicia. Pero las mañanas laborales no se conciben sin esos pequeños grandes escapes y el Cecut suele ser mi escape favorito. A veces funge como antesala de guerra y punto de arranque cuando llego temprano a la Sala de Lectura a repasar los periódicos. Otras como fuga de medio tiempo, poco antes de la comida y en esos casos, irremediablemente, mi destino es la Librería de las Californias, uno mis centros de vicio preferidos, responsable de mantener esa adicción bibliófila que no conoce rehabilitación.

Los libros están ahí, sonriéndome desde el estante, tan cínicos y seductores como la más cara de las meretrices de un burdel aristócrata. Sus portadas miran a mis ojos, por telepatía me hablan de paraísos perdidos que yacen ocultos en sus páginas, de indescriptibles placeres a los que sólo podré acceder cuando me entregue sumiso a su lectura. Los libros están ahí, regodeándose al saberse objetos de mi deseo. Me entregan eterna promesa de goce y escape, un pasaporte a la vida que está en otra parte, un salvoconducto para acceder a los edenes de otredad que sólo en sus páginas podré encontrar. “Ándale, Alonso Quijano, abre tu cartera y paga mi precio, o corre el riesgo y róbame, obtenme, llévame hasta tu buró y deléitate en tu egoísta placer de heroinómano”. Siempre cedo a la tentación y salgo de ahí con uno o dos ejemplares bajo el brazo.

He dicho que la primera vez que contemplé la Bola fue en una postal y muchos años después hay en mi vida varias postales imborrables que tienen como escenario ese sitio. Hay momentos, instantes que al ocurrir fueron carne cotidiana y al correr de los años acaban por ser históricos, acaso proféticos. Nueve años de vida en Tijuana transcurren frente a mis ojos en cámara rápida, brincando de una a otra diapositiva.

Ahí están en mis recuerdos tantas noches en las butacas del teatro. Cuerpos perfectos danzando en la penumbra en Forever Tango, la nostalgia del homenaje a Piazzolla sin bandoneón por parte de la OBC, las cuerdas de tantas guitarras en las noches de festival y esa melancolía envolvente que sólo el Réquiem de Mozart sabe contagiar.

Ahí está Sergio Pitol charlando sobre Nóstromo una noche en la Sala de Lectura y más allá Vicente Fox dialogando en el teatro con periodistas de la frontera.

Imborrables los días de septiembre de 2001 junto a Mario Bellatin en la Sala de Lectura. Fue un taller sui generis en el que se trató de escribir una novela colectiva sobre los chinos en Baja California. Cinco días conformando una novela calamar, escrita a múltiples manos y condenada de antemano a ser inédita, coordinada por un tejedor de atmósferas. Al final, un suculento arroz cantones puso fin al ejercicio. Era el 9 de septiembre de 2001. Dos días después los aviones se estrellaron contra las torres y yo salí rumbo a la Gran Manzana para vivir una experiencia periodística que se transformó en tatuaje ontológico. Mientras caminaba por las calles del bajo Manhattan entre el olor a chamuscado y el polvo omnipresente, desfilaban por mi mente las atmósferas chinas de Bellatin.

De repente, de algún rincón de mi memoria, salta la mañana del jueves 24 de febrero del 2000. El Presidente Ernesto Zedillo, parado frente al Planetario en la explanada del Cecut, se encarga de izar una bandera y mientras la tricolor ondea orgullosa en su día, el Mandatario declara la guerra a la mafia. Una declaración dura, directa, que mereció la primera plana de nuestro periódico al día siguiente. Tres días después, el 27 de febrero, la mafia le contestaba al Presidente y el comandante de la Policía Alfredo de la Torre era asesinado en la Vía Rápida en lo que marcó el comienzo de una escalda de violencia sin precedentes.

Jamás olvidaré la noche del domingo 22 de junio de 2004. La pesadilla de esa noche de verano fue real. En ese junio fatal todos los demonios estaban sueltos por las calles de Tijuana. La parranda de La Muerte no tenía para cuándo acabarse. Entre mezcal y mezcal, la Parca cantaba corridos. La clave 12-17 era huésped permanente en la frecuencia de la policía.
En medio de semejante caos, yo aguardaba con ansias la noche del 22 de junio. Sería la noche en que Rafael Ramírez Heredia presentaría su novela “La Mara” en la Sala de Lectura del Cecut. En este mundo hay unos cuantos escritores a los que admiro, pero sólo uno al que considero algo más que un maestro, el hombre que me enseñó a ver la literatura con otros ojos, a amarla incondicionalmente. Ese hombre es Ramírez Heredia y por nada del mundo podía perderme su presentación. Pero la mañana de aquel 22 de junio olió a sangre inocente. A unas cuadras de la Procuraduría de Justicia mi colega periodista Francisco Ortiz Franco fue asesinado. Día de luto y locura para los reporteros tijuanenses. Al anochecer, mientras Ramírez Heredia llegaba al Cecut, yo estaba en Funerales del Río y la frecuencia policíaca se desquiciaba. En las claves se descifraba persecución, balacera y captura de los cabecillas de un comando armado en las inmediaciones de la Plaza Monarca. Mi deber como reportero de guardia era salir corriendo del funeral e ir hasta el lugar de los hechos, pero tenía una cita impostergable. Corriendo crucé el puente Independencia y llegué hasta la Sala de Lectura del Cecut donde Rafael Ramírez Heredia, sentado a lado de su tocayo Saavedra, concluía la presentación de “La Mara”. Sólo fueron unos minutos, apenas lo suficientes para darle un apretón de manos al maestro, pedirle una firma en mi ejemplar de “La Mara” y despedirme para salir a toda velocidad hasta el sitio de la balacera. La Bola no fue entonces de cristal y no supo revelarme que esa triste noche sería la última vez que vería con vida a Ramírez Heredia, el hombre a quien escuché más de dos años en un taller en la vieja estación de ferrocarriles de Monterrey. Ramírez Heredia todavía alcanzó a dejarnos la “Esquina de los Ojos Rojos” antes de morir, el 24 de octubre de 2006.

La más reciente de las postales en la Bola fue a lado de Don Armando Fuentes Aguirre, “Catón” pluma sabia, sencilla, capaz a un mismo tiempo de hacer reír y reflexionar.

No hay punto final en este revolver de postales. Son sólo algunas las que tomaron por asalto a la memoria e intuyo que hay unas cuantas por venir. La Bola está ahí, como centro de su sistema solar y somos nosotros los cuerpos que rotamos a su alrededor.