Eterno Retorno

Monday, September 11, 2006

Un lustro

Ya pasaron cinco años. En el Mundo han cambiado algunas cosas o tal vez muchas, aunque no tantas como imaginé. En aquellos días imaginé que algo similar al Apocalipsis se nos vendría encima. En nuestra vida han cambiado pocas, poquísimas cosas. Sólo hemos mudado de casa. Mismo trabajo, mismos pasatiempos, misma vida. Para quienes vivimos en la Frontera el asunto se ha traducido en millones de horas hombre desperdiciadas en la línea esperando ver la cara amargada del migra preguntando por nuestra visa. En realidad no importa que no hagas línea. El que varios miles de seres la hagan cada día acaba por joderte la existencia con un tráfico infernal. Es el precio que pagamos por vivir a lado de un país que se caga en los calzones de miedo. En el periódico me pidieron que escribiera una crónica vivencial de las semanas que pasé en la Gran Manzana cuando fui a cubrir los efectos de los atentados. Me cuesta trabajo creer que ha pasado ya un lustro.
Ayer releía mi cuaderno piel de vaca, mi diario que me ha acompañado a lo largo de varios viajes y la Gran Manzana no fue la excepción. Así las cosas, estos cinco añitos son buen pretexto para recrear esa aventura nezayorquense con esta pequeña crónica de grandes días y uno de tantos compulsivos desparrames de tinta mientras iba en un avión. Chutáosla pues:


Arribé a Nueva York la tarde la tarde del 15 de septiembre de 2001 enviado por Frontera a cubrir los efectos de la tragedia del 11 de septiembre. Poder salir de San Diego entre una fila de más de 50 mil pasajeros varados fue algo más que una hazaña que demandó más de un día de espera.
Al arribar a la Gran Manzana en medio de un ambiente funerario y desolador, tuve bien claro que estaba ante la misión más grande que se me había encomendado en los siete años que tenía entonces de dedicarme al periodismo escrito.
Sobre la calle Greewich se habían apostado centenares de camiones, cada uno dibujado con el logotipo de un canal diferente, en cuyo techo siempre había un enviado especial que trasmitía en vivo para darle al mundo los últimos reportes oficiales. La imagen de fondo, en todos los casos, era la reducida panorámica de los escombros de la Torres Gemelas que alcanzaban a divisarse a unos 100 metros desde la calle improvisada como sala internacional de prensa.
Comprendí entonces que mi lugar estaba lejos de la avalancha de reporteros y que para bucear en lo más profundo de la herida aún sangrante, debía ir ahí a donde están los más pobres, los miles de inmigrantes a los que de un momento a otro se les derrumbó la torrecita de esperanza que habían logrado construir.
Ahí encontré los relatos de los incontables seres sin nombre que empeñaban su existencia limpiando el cristal de un rascacielos, yendo y trayendo encargos desde el mundo subterráneo hasta el piso 123, sin que sus patrones acertaran siquiera a preguntarse si detrás de ese rostro enigma existió alguna identidad.
Es entonces cuando recordé las palabras de Ryszard Kapuscinski: Los reporteros pisamos la tierra y andamos entre la gente, de ahí la tarea de reflejar los problemas humanos de la existencia cotidiana. Comprendí que la existencia cotidiana de miles de seres se había transformado en infierno por obra y gracia de un conflicto entre fanáticos.
Ahí, en las esquinas de la Calle 116 o en los andenes del metro en Queens, fui llenando una alforja de testimonios. Mexicanos prófugos del error de diciembre, hondureños que no habían nacido cuando estalló la Guerra del Futbol y a los que el Huracán Mitch arrojó al piso 100 de un rascacielos, argentinos que presentían el cierre del corralito, colombianos que no querían sumarse al 20 por ciento de desempleo que les regaló el gobierno de Pastrana.
Todos con una historia que a su vez le sabía a destino y fotografía de un continente. Todos con algún ser querido que en un segundo se había transformado en polvo.
Ahí conocí al padre Joel Magallán, líder moral de los mexicanos cuya iglesia guadalupana en la Calle 14 se transformó en refugio de las familias de conacionales que buscaba a sus desaparecidos.
También conocí la burocrática cerrazón del Consulado Mexicano en Nueva York, encabezado por Salvador Beltrán del Río, que se negó a hacer pública la lista de mexicanos desaparecidos, hasta que Juan Hernández, entonces Comisionado Presidencial para los Mexicanos en el Extranjero, se lo exigió.
Sin embargo, el momento culminante de esa desgarradora experiencia fue la noche del 28 de septiembre 2001, cuando conocí a Los Topos, el grupo de rescatistas veteranos del terremoto de 1985.
Ahí encontré a Joel Nuñez, un ex bombero tijuanense habitante de la Colonia Libertad que participaba activamente dentro del grupo de rescate.
Entre anécdotas de sismos e inundaciones, conseguí que el grupo me tramitara una credencial que me acreditaba como rescatista, lo que me permitió entrar por primera vez a caminar en torno a los escombros de las Torres, a donde como reportero jamás habría tenido acceso.
Ahí, sobre las ruinas, mirando a los ?Topos? diluirse por en espacios de centímetros entre brazas ardientes, sentí que en este mundo que me tocó vivir no hubiera él podido dedicarme a otra cosa que no fuera esta adicción por contarle cosas a un lector que cada mañana se bebe su café con el periódico tapándole el rostro y cinco años después me resulta imposible dejar de revivir a cada momento esa noche.


Volando en cielos infestados de espectros

(Escrito en mi cuaderno piel de vaca a bordo de un American Air Lines el 15 de septiembre de 2001, mientras volaba de San Diego a Boston, para después trnasbordar a Newwark)


Tinta de guerra, aleatoriedad burlona. Quién iba a decir que pasaría el sacrosanto día de nuestra Independencia surcando cielos infestados de fantasmas volando rumbo a la podrida manzana cuyas larvas yacen sepultadas bajo los escombros de las Torres Gemelas. Ni falta hace decir que Morfeo ha sido tacaño, como corresponde a los grandes días. Hace exactamente cinco años, precisamente un 15 de septiembre de 1996, deambulaba por suelo neoyorquino entre Rochseter y Buffalo. . Hoy me diluyo en la atmósfera norteamericana y todo a mi alrededor es peste patriotera aderezada con polvos de paranoia, odio e indignación. Que funerario me resulta volar en un American Airlines igualito a los que se incrustaron como flechas en las torres de Babel. Haciendo la ruta inversa, California-Boston sobre un cielo poblado de terror y cenizas. La burocracia aeroportuaria llega los límites de lo barroco. Un domingo a las cinco de la mañana sumergido en una fila que no cree en si misma entre millares de anglosajones paranoicos. Sentarme en el asiento de este avión costó seis horas de espera en fila y escarceos mentales que fueron de la indignación a la euforia. Que manía esta la mía de reseñar la existencia, de pretender que es importante y trascendente, desparramar sinrazón y desvarío en aviones gabachos repletos de rostros sajones como si fuera una historia mil veces repetida. No deja de ser significativo el estar, al menos por unas horas, sobre suelo bostoniano, sobre esa pista del aeropuerto Logan que parece diluirse en el Mar. Sólo espero tener la oportunidad de arrojar, al menos un día, mis pasos a la bella Nueva Inglaterra. Ahora sólo me resta acorzar con bucólico idilio mi incertidumbre. En el aire flota la palabra Guerra. O tal vez sea mejor el simple alarido animal de War, Waaaarrr, Guarrr. Espectro gutural emergido de cavernarias profundidades, tan ancestral, tan humano, tan necesario, como la sed de amor. Y mientras algunos insisten en bañar el asunto con babas apocalípticas, yo no dejo de pensar en esta suerte de catástrofe anunciada. Vaya, me imaginaba desde hace algún tiempo la llegada de un mega conflicto, un terremoto planetario que anunciara la entrada de una nueva era histórica, pero con toda la honestidad del mundo no imaginé que llegara tan pronto y mucho menos de una manera tan pintoresca. ¿Será el 11 de septiembre de 2001 un parte aguas, una cicatriz histórica como el 14 de julio de 1789 o como el 12 de octubre de 1492? ¿Quién acabará bajo la piedra en la licuadora bélica que se avecina?
Las guerras cambian el sentido de la vida, redimensionan la existencia, más que un hecho parecer ser un estado de ánimo cíclico de la humanidad, algo así como el apetito, el deseo. Es lujuria de guerra lo que sentimos.