Eterno Retorno

Sunday, February 05, 2006

Puente de Felipa Constitución. Un oasis de tres días en los que no desenchufo del todo de los quehaceres periodísticos. Dice una rolita que ya no cierro los bares, ni hago tantos excesos. Los bares nunca los he cerrado, que yo recuerde. Si acaso me han corrido y de vez en cuando sigue habiendo tantos excesos y no se si cada vez sean más tristes las canciones de amor, como dice la rolita, pero lo cierto es que el cuerpo cada vez te cobra más caras las parrandas. Que bueno sabe el buen vino, que delicia es la comida deliciosa, que buenos son los buenos restaurantes, eso sí ni duda cabe. Pero que alta factura te cobra la resaca por esa suculenta copita de más. De cualquier manera, Dios bendiga al Malbec.

Más de un tipo en los alrededores enfría las cervezas para el super tazón. Por decir algo, diré que le voy a los Acereros, aunque francamente no pienso verlo. Me divierto en este momento viendo Newells vs River y me preparo para el Boca vs Lanus, infinitamente más interesantes que cualquier partido de la NFL.

Mi colega Ángel Ruiz me ha dado la noticia más feliz del año en materia musical: El próximo 13 de marzo vendrán al pueblo vecino llamado San Diego los papás del sonido Gotenborg, Dark Tranquillity y el Pink Floyd del Death Metal, los mismísimos maestros Opeth. Ya cuento los días con impaciencia. También andarán por el pueblo los Sisters of Mercy, The Cult, los viejos punketos de GBH. Tal vez en un descuido me de la vuelta, pero el único imperdonable, ni falta hace decirlo, es Opeth y la Oscura Tranquilidad.



...Pero es precisamente en la tercera o cuarta década del siglo antepasado, cuando la idílica muerte romántica empieza adquirir tonos sombríos.
De la muerte del joven Werther que orilló hasta el suicidio a jóvenes románticos (a esos que Goethe tanto ridiculizó al final de su vida) se llega a las vampirescas imágenes de Poe en Ligeia y Berenice o a las Muertas enamoradas de Théophile Gautier.


Velada nocturna en Montparnasse

No importa cuántas dósis de nihilismo traiga uno en la cabeza. Tampoco el estar aferrado a la convicción de que el único futuro posible después de la muerte es un fiel cortejo de gusanos o un caja de cenizas condenada a arrumabse en el closet más viejo.
Cuando se camina por un cementerio como el Montparnasse en una oscura mañana de lluvia, es imposible resistir la tentación de imaginar improbables diálogos entre los huespedes de las tumbas.
¿Con qué pretexto iría el solitario Eugene Ionesco a saludar a sus alegres vecinos Carol Dunlop y Julio Cortazar? Con un poco de inspiración, la conversación se convertiría en cuestión de segundos en un interminable juego de palabras. Ya animados, tal vez se les ocurra caminar hasta el muro del cementerio y pasar a visitar a Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, que acostumbrados como están a las visitas inoportunas, tendrán ya el vino sobre la mesa. Si la velada va tomando calor, no es descartable hasta al mismísimo Porfirio Díaz le de por salirse un rato de su mausoleo, aunque sea para ir a gritarles que lo dejen dormir o que si no están dispuestos a callarse, por lo menos le platiquen algo de Oaxaca.
Ya entrada la noche, los alegres comensales verán entre las sombras una figura encorbada, vestida de negro, con mirada triste y meditabunda que acaso llegue a preguntarles si por casualidad no han visto por ahí a su amada Jean Duval o si entre esas lápidas no está oculto algún lector de Poe.
El visitante les confiesa que está harto de vivir en una vieja tumba donde cual si fuera una burla del destino, su nombre está escrito enmedio del de su aborrecido padrastro y su amada madre, en la que no hay un solo monumento alusivo ni un solo verso escrito en la lápida.
Sólo hasta que bebe la copa de vino que le ofrece Jean Paul y Julio rompe el hielo con algún aforismo, el extraño se presenta como Charles Baudelaire y afirma que ha sido incomprendido. Vuelve a guardar silencio. Cuando empieza sentirse el frío del amanecer y los invitados, ya algo ebrios, emprenden a sus tumbas, Charles acaso se dirija a los filósofos, al dramaturgo y al narrador y en un murmullo les diga: ?Sé siempre poeta, incluso en prosa?.




El hundimiento
Joachim Fest

Hitler y el final del Tercer Reich
Galaxia Gutenberg Círculo de lectores

Por Daniel Salinas

Hay dramas históricos que son fuente inagotable de emociones. No importa cuánto se lea o se escriba de ello, pues siempre habrá deseos de adentrarse más y una perpetua sensación de que no todo está dicho, de que aún hay algo por descubrir.
El drama de la caída del Tercer Reich y el enigma de la muerte de Hitler es un tema que siempre me ha fascinado. Ese tinte de drama wagneriano, esa espantosa teatralidad que se mantuvo viva hasta el último minuto, diez metros bajo las destrozadas calles de Berlín. Es por ello que, pese a todos los libros leídos con anterioridad, me fue imposible resistir la tentación de leer El hundimiento, obra del historiador alemán Joachim Fest.
Siendo brutalmente honesto, he de decir que en cuánto a lo historiográfico la obra no me aporta nada radicalmente nuevo. En ese sentido, tal vez la obra cumbre sobre el tema es el informe del británico Hugh Trevor Roper titulado simplemente Los últimos días de Hitler. Sin embargo, la obra del investigador inglés, si bien meticulosa y obsesiva en sus procedimientos de investigación, no deja de ser un extenso informe rendido por un agente al gobierno británico y por ende, es una obra que contagia una terrible frialdad. Tal vez el gran aporte de El hundimiento, es la dimensión humana que Fest le da a la caída del Reich. Vaya, se trata de un libro que ante todo refleja con toda su intensidad los minutos finales de un drama, el desenlace una catástrofe que arrastró consigo millones de vidas y transformó para siempre la historia del planeta.
Imagine usted la escena: Hitler celebra su cumpleaños número 56 confinado en su bunker subterráneo, bajo la cancillería del Reich en Berlín. La ciudad es asediada por los soviéticos y sólo unos cuantos niños, jóvenes y ancianos se juegan la vida en las improvisadas trincheras urbanas. El final del Reich es inevitable y ya no hay milagro que pueda detenerlo. Sólo es cuestión de aguardar el último momento. Allá abajo, en el bunker, Adolf Hitler delira, gira órdenes contradictorias, desesperadas, suicidas. Moviliza ejércitos que ya no existen, ordena resistir hasta el final a tropas destruídas, encomienda la salvación a generales que han sido derrotados. Mientras tanto, sus lugartenientes, desde las sombras,, conspiran y buscan cuál sea la forma más adecuada de saltar cuando el barco se hunda.
Creo que ninguna novela de ficción puede igualar la tensión y las emociones que se vivieron en ese bunker en aquel abril de 1945. La gran virtud de Fest es que sin perder la seriedad de historiador, nos refleja en toda su cruel intensidad los sentimientos de esos locos que aguardan el infierno. Imagine usted a Eva Braun emocionada, delirante, viviendo el día más feliz de su vida cuando se casa con su amado Adolf Hitler el 29 de abril mientras afuera retumban las bombas soviéticas y el final ha sido decidido. Una última cena nupcial que será la antecámara de una muerte que ya ha sido pactada. Los felices esposos, con menos de 24 horas de casados, han decidido inmolarse y girar instrucciones para que sus cadáveres sean reducidos a cenizas. Imagine usted a Magda Goebbels colocando pastillas de cianuro en las bocas de sus seis pequeños niños para después suicidarse con su esposo Joseph. Al terminar de leer relatos como el de Fest, no purdo menos que reiterar que la historia es casi siempre la más enviciante de las novelas.



BP
Luego de nueve años de servicio en la Patrulla Fronteriza, Randolph gozaba de esa cómoda aburrición a la que sólo se accede con la experiencia y la pérdida total de expectativas. Desde el día en que fue admitido y se incorporó en la división de Douglas y Tucson, no había vivido momentos tan relajantes como los que pasaba en las noches frente al Cañón Los Laureles, fumando marihuana al amanecer mientras repasaba mentalmente los días que le faltaban para acceder al retiro. A sus veinte y tantos, cuando se obsesionó por pertenecer a alguna corporación, jamás pensó en la Patrulla Fronteriza como una alternativa. Imaginó la Marina, la Fuerza Aérea, algo con un poco más de presencia hollywoodesca, pero su habitual sobrepeso y su mala condición física le impidieron avanzar demasiado en el proceso de selección. Su edad ya no era la idónea y eran fugaces los arranques de voluntad por fortalecer su cuerpo. El colmo fue cuando el departamento de policia del condado lo rechazó. Sólo quedaba abierta la opción de la Patrulla Fronteriza en la que nunca antes había pensado. Los requisitos de admisión eran factibles y las pruebas de selección no fueron duras. No hacía falta un físico de hierro ni un IQ demasiado alto. Claro, no tenía las posibilidades de desarrollo, ls prestaciones ni mucho menos el prestigio del Ejército y la Marina, pero era, ante todo, una corporación federal de los Estados Unidos de América.