Eterno Retorno

Friday, March 04, 2005

Porque usted no lo pidió, sigue la mata dando

Pasos de Gutenberg

El Principio del Terror
Jaime Muñoz Vargas

Por Daniel Salinas

Una de las cosas más bellas que tiene la afición a la literatura, es que siempre está abierta la posibilidad de encontrar un muy buen libro en el lugar más improbable.
Revuelto en la desordenada mesa de libros de un supermercado de Playas de Tijuana, me encontré con El principio del terror, que resultó a la postre ser una grata sorpresa.
No tenía mayores referencias sobre su autor, sin embargo mi renacido interés por temas inherentes a la Revolución Francesa me motivó a adquirir el libro.
La novela corta de Jaime Muñoz Vargas, situada en las calles del caótico París de la Revolución, narra la vida de un singular personaje: Se trata de Nicolas- Jaques Pelletier, un ladronzuelo callejero de baja estofa.
Sin embargo, Jaques Pelletier es un ser que sin tener la estatura intelectual de un Robespierre o Marat, pasó la historia por inaugurar una época y una máquina.
Jaques Pelletier inauguró en 1792 la llamada ?Era del Terror? y su cuello se encargó de inaugurar una diabólica máquina de matar: La guillotina.
El ladronzuelo de la novela fue el primer guillotinado de toda la historia. Fue el eslabón primario de una cadena de miles y miles de cabezas rodadas.
Pelletier inauguró la diabólica máquina corta cabezas por donde meses más tarde pasaron Luis XVI, María Antonieta, Danton, Desmoulains, Charlotte Corday, el propio Robespierre y una interminable lista de infortunados.
La estructura de la novela es bastante sencilla, pues se centra en la supuesta narración autobiográfica de Pelletier.
La novela no pretende ser un documento histórico y el mismo autor advierte que dio rienda suelta a su imaginación, pues poco se sabe en realidad de la vida de este asaltante callejero.
La entrada de la novela es contundente y si bien parte desde una esfera de fantasía pura, es un gancho casi perfecto para hacer que el lector se quede atrapado en sus páginas.
Y es que en el primer capítulo de la historia, quien narra es la cabeza recién cortada del ladrón que yace en la canasta ensangrentada
Luego del primer capítulo hay un retroceso en el tiempo y el narrador comienza a contarnos sus andanzas callejeras.
Con pasajes que recuerdan lo mejor de la novela picaresca española y escenas que dentro de su crudeza no están exentas de ternura, transcurre la vida de Pelletier.
El lector llega a tal identificación con el personaje, que hasta acaba por resultar tierno que su máxima experiencia romántica, haya sido la violación de una aristócrata de la que después se enamora perdidamente.
También hay reflexiones y críticas mordaces en boca del narrador a la Ilustración y el patriotismo de los revolucionarios jacobinos, que son ridiculizados sin piedad.
Y el final llega demasiado rápido, casi tan rápido como la cuchilla de la guillotina cae sobre el cuello de un condenado, pues antes de dos horas, ya había concluido la lectura de esta breve novela.

Tuesday, March 01, 2005

La Salud

Fue en una banca del Parque Teniente Guerrero donde a media mañana, cobijado por la sombra de un árbol, abrí el sobre. Uno piensa que al abrir un sobre de esos enfrentará algo más contundente. Algo así como ya valiste madre, te ves a morir, estás de la re jodida. Pero nada de eso. Sólo números y términos a los que el calificativo de alto o bajo les concede su nivel de riesgo e importancia. Y siempre hay sorpresas, por supuesto. Eso no lo supe en ese momento, sino hasta que el doctor me lo dijo. Pero en fin, no voy a usar a Eterno Retorno para narrar las cosas que suceden debajo de mi piel. Después de todo, lo único que se es que me siento bien, que camino varios kilómetros al día, que trabajo sin problemas jornadas de más de 12 horas y aún me queda energía. Pero también me ha quedado que el poco o mucho tiempo que me quede de vida, tendré que aprender a vivir con un concepto que antes odiaba: Moderación. Así tan hedonista y excesivo como puedo llegar a ser, logro una capacidad espartana que sorprendería a cualquiera. Puedo ser infinitamente austero y sobrio si me lo propongo. La cuestión es lograr serlo por el resto de mi vida. Después de todo, puedo prescindir de todo o casi todo en este mundo y por fortuna aún hay en el arsenal muchos placeres en los que nadie me exigirá medida. Así que mejor cambiemos de tema de una buena vez por todas, que la vida sigue adelante y no piensa detenerse.

Un periódico ideal

Tijuana es uno de los sitios más complicados para satisfacer a los lectores, precisamente porque no existe una cultura homogénea.
Como trabajador de los medios, siempre leo con ojo crítico casi todos los periódicos, pues es algo que se relaciona directamente con mi trabajo.
Pero pienso en mí como lector. Suponiendo que no estuviera yo metido de manera activa en los medios de comunicación, que fuera un ciudadano ajeno por completo a los periódicos que se dedicara a vender alfombras u otra cosa sin vela en el entierro. ¿Qué me atraería de un periódico? ¿Qué cosas leería con interés?
Me atrae sí la información local, lo que pasa en mi entorno inmediato y la internacional. La nacional, seamos honestos, me aburre un poco. Leería un poco de editoriales, aquellas que tengan que ver con temas de mi interés o que sean escritas por columnistas con una mínima dosis de originalidad, lo cual es a menudo escaso en las páginas editoriales. De Deportes leería todas y cada una de las notas que tengan que ver con futbol, pero nada más. Para ser honesto, fuera de mi adicción incurable por el futbol, un deporte por el que la vida vale la pena ser vivida (y cierto interés muy moderado por el futbol americano), profeso una casi total indiferencia por no decir aberración por todos los deportes. Nada entiendo ni de box, ni de carreras de autos, mucho menos del odioso golf y el beis. De Espectáculos sólo leo lo que tiene que ver con rock, concretamente con metal, lo cual es muy escaso y en cultura lo que tenga que ver con literatura o historia, pues nada entiendo de performance, arte instalación, Tijuana Tercera Nación y cosas por el estilo. Así las cosas, si diseñara un periódico para mí, tendría sólo información local, internacional, una sección de puro futbol, otra de puro heavy metal, una gran sección de libros e historia y ya. ¿Cuánta gente compraría ese hipotético periódico? Muy poca pienso yo.

Todos los perros van al cielo

Debo conjurar mi culpa. La semana pasada me sucedió algo que hubiera deseado nunca me sucediera en la vida: Maté a un perro. Sólo puedo argumentar ante el tribunal de mis remordimientos, que me fue imposible evitarlo, literalmente imposible. Se me ha tachado a menudo de ser insensible ante el sufrimiento ajeno y sí, algo hay de cierto en eso. Pero si algo no puedo soportar, es que alguien maltrate a los animales o a los niños. Ese par de costumbres tan mexicanas las aborrezco. Por ello profeso un odio brutal a quienes matan a los perros. Siempre creí que era posible frenar, hacer algo para evitarlo. Ya he comprobado que no. Quien haya conducido por la noche en la Carretera Escénica, sabe que no hay luz mercurial. También sabe que la neblina suele ser la regla y la claridad la excepción. Los días de guardia abandono la Redacción casi a la media noche. Me gusta retornar tranquilamente a casa, sin prisas ni aceleres de ningún tipo, escuchando buena música. Sólo cuando las calles están desoladas disfruto verdaderamente manejar. La cuestión es que iba conduciendo por la Carretera Escénica, como a las 12:00 de la noche, a unas 65 o 70 millas cuando en una curva en un de repente, una miserable fracción de segundo, veo un bulto parado frente a mí. Hay cosas que suceden demasiado rápido. Intenté frenar y volantear, pero antes de cualquier cosa sentí el golpe fulminante, seco, metal contra carne. Todo intento de salvación fue infructuoso. Sólo sobrevivió el remordimiento cruel, el querer revivir una y otra vez la imagen y concluir en que no estaba en mis manos hacer nada. Hipersensible como he andado, me fue inevitable no pensar en símbolos, mensajes, señales. La cruel aleatoriedad puso a un perro en medio de la Carretera Escénica justo en el segundo en que yo pasé por ahí. O no lo se, pues lo que recuerdo es que el perro no cruzaba, sino que estaba estático, como quien aguarda su muerte impávido, hierático. Sólo deseo que la muerte haya sido rápida y que haya un cielo de perros desde donde este can me perdone.


El Jugador

Justamente hace una semana narraba que al entrar al book de Caliente sentí estar viviendo en una pesadilla. No se por qué, pero los lugares de juego siempre se me hacen sitios pesadillescos. Y como cosa hecha adrede, posteriormente leí en Día Siete el reportaje de Lorena Mancilla sobre una serie de tijuanos adictos a las apuestas. Pese a que considero a Día Siete una revista más bien tirándole a mala, boba y superficial, confieso que el reportaje me entretuvo mucho, aunque no pude menos que sentirme sorprendido por el grado de adicción de esos tipos. Yo soy absolutamente ajeno al vicio del juego, jamás he jugado en mi vida ni le he agarrado el chiste y tal vez por ello me sorprende tanto ver las vidas de los jugadores, atadas a semejante adicción. No puedo comprender a los jugadores. En verdad me cuesta trabajo.
Recuerdo bien la primera vez que vi de frente el rostro del juego y si quieren que sea honesto me causó lo mismo que la primera vez que vi a un tipo tirado en el suelo con una jeringa enterrada. Un 13 de septiembre de 1996, una serie de absolutas improbabilidades (que por hechos que días después ocurrieron pero que no narraré aquí, atribuí a la magia) me llevaron a estar sentado en el asiento de un carro acompañado de un tipo llamado Karl que se dirigía de Boston Massachussets a Rochester Nueva York. Un tipo bastante pedante que era compañero mío en mi equipo de futbol y al que le pedí un aventón a Nueva York, sin saber que para ir a Rochester no se pasa ni siquiera cerca de Manhattan. Lo que sucedió después en Buffalo y en Toronto es harina de otro costal. La cuestión es que yo me encontraba camino de Rochester con ese tipo. Poco después de cruzar por Albany, la capital del estado de Nueva York, mi compañero de viaje dijo que haríamos un riguroso stop en Syracusse, donde visitaría un casino, ¿Siracusa? Pensé en Arquímides y las leyes de la Termodinámica, pero en ese oasis de ninguna parte en medio de la carretera no había ni un pensador griego. Nada de eso. Había sólo un casino. Un maldito casino donde mi compañero pasó más de diez horas enajenado mientras yo intentaba definir qué lleva a los humanos a caer en las redes de ese vicio y que hormona se puede excitar de tal manera para poder engancharse a tal grado. Créalo usted o no, a mis 22 años fue mi primera visita a un casino y sentí una profunda depresión. Mi compañero de juego se transformó en un autómata enajenado. Pasó más de diez horas en ese casino jugando a distintas cosas. Yo no conozco ni un juego, así que para mí todo es igual. Yo empecé a ver a la gente primero con una mueca de incredulidad y después de profunda repugnancia, tal vez a causa del aburrimiento. Yo sabía de esto del vicio del juego por novelas como El Jugador de Dostoievski o las 24 Horas en la vida de una mujer de Zweing, pero jamás había visto de frente lo que esa malsana adicción produce. Fue el equivalente a que me encerraran en un picadero de heroinómanos a los que veía picarse y diluirse en su paraíso artificial, suspendidos en un oasis donde el tiempo no pasaba y donde yo no encajaba. Nunca en mi vida he ido a Las Vegas ni pienso ir jamás, nunca he ido a Viejas Casino, al Caliente sólo he ido una vez a ver futbol. No entiendo a los jugadores. Un vicio sólo puede comprenderse cuando se experimenta en carne propia. Un vicio universal, que lo mismo padeció Dostoievski que Hemingway y que Stefan Zweing retrató con maestría. Sin embargo, yo respeto a todos los viciosos del mundo, pues tengo vicios que nadie puede comprender. Después de todo, nadie en Tijuana entiende que el resultado de un equipo de futbol que juega en San Nicolás de los Garza pueda determinar mi estado de ánimo el fin de semana. También entiendo que a alguien le sorprenda que una persona pueda pasar todo un día pegado a un libro o muchas horas con los audífonos escupiendo black metal en las orejas y pueda considerar el asunto como un vicio mal sano y enfermizo. En vicios se rompen géneros.