Eterno Retorno

Monday, May 09, 2005

Hedor a Naftaleno
Capítulo I
I

- Todo fue culpa del olor a gasolina. ¿Sabes? He escuchado por ahí que es afrodisíaco-
La madre mira al vacío y arrojando babas le devuelve algo parecido al inicio de una carcajada.
Ferdinand ríe nervioso, presa de ese dulce cosquilleo que lo invade cada vez que hace una confesión impúdica a su progenitora.
Los ojos enrojecidos de la señora Helena Coss, viuda de Zuazua, miran hacia la ventana y se pierden en la inmensidad del Pacífico. Ferdinand sigue riendo, tratando de recordar si la historia de los poderes afrodisíacos del olor a gasolina la inventó él mismo en medio de un ocioso desvarío o la leyó en uno de los píes de página de su libro de litografías de Tom of Finland. En realidad poco le importa conocer el origen de esa hipótesis. Después de todo, piensa Ferdinand, algo de afrodisíaco debe tener esa peste a combustible que lo ha acompañado a lo largo de toda su vida.
La madre da un sorbo a lo que queda de su derretida nieve de limón bañada en vodka Absolut. El líquido verde se desparrama en su papada. Ferdinand se levanta y le alcanza una servilleta.
- Ese condenado olor, algo debe tener, o si no ve y pregúntale a tu papá a ver si la tumba te responde, dile que quieres saber porqué nunca se lavó sus manos de gasolinero de barrio- , balbucea Helena mientras intenta levantarse de la mecedora para ir a la terraza.
Ferdinand mira el rechoncho cuerpo de su madre tambalearse y piensa que de un momento a otro va a caerse.
-Mejor no vayas afuera, acuérdate que el aire te hace daño-.
Ferdinand hace esfuerzos por retenerla pero la madre se lo quita de encima con un ademán agresivo y abre la puerta de la terraza.
La helada brisa del Pacífico les pega de lleno en la cara. Ferdinand sabe que su madre perderá el conocimiento de un momento a otro. En unos minutos más deberá sostenerla y llevarla arrastrando hasta su recámara. Después tendrá que exigirles a las sirvientas que por nada del mundo le quiten la vista de encima, que vigilen su sueño y estén alertas por si vomita, no sea que vaya a ahogarse.
Más tarde, les preguntará a las empleadas, a cada una de las cuatro por separado, cómo se ha sentido su madre, qué hace el resto de la semana y le dirán, pues como siempre señor, ya ve que le gusta ponerle piquete al helado, pero nada más, no se me asuste, la cuidamos bien.
A Ferdinand le preocupa de sobremanera su descontrol con el vodka. Los últimos viernes la ha encontrado ya bien peda desde las cuatro de la tarde. Está consciente que las sirvientas no le dicen la verdad, que se han convertido en aliadas de su madre. Pero también sabe que aunque le dijeran que Doña Helena bebe todas las tardes más de media botella de vodka diluida en nieve de limón o jugos de naranja, no podría hacer nada para impedirlo.
Ferdinand haría cualquier cosa antes que contrariar a su madre o hacerla sentir culpable. Los viernes son días dedicados a complacerla y los aguarda más que cualquier otra fecha. Citas, juntas, viajes han sido postergados o interrumpidos para poder pasar la tarde en compañía de su madre.
Todos los viernes, antes de las tres de la tarde, sale de su oficina en la planta alta de la gasolinera. Consigo lleva sólo el celular rojo, cuyo número sólo conocen Zuriñe y su madre. La orden para Zuriñe es que le llame sólo en un caso en extremo urgente, pero hasta ahora Ferdinand no ha escuchado cómo es el sonido del celular. Zuriñe siempre sabe cómo resolver las cosas y su madre nunca llama.
Al volante de la Navigator blindada, cruza la frontera por la línea Sentri hasta cuya entrada ha sido escoltado por una Suburban blanca, vidrios polarizados, conducida por El Güero Rosales, su jefe de seguridad, acompañado por un par de guardaespaldas cuyas manos jamás dejan de tocar las Pietro Beretta que ocultan en la bolsa interior del saco.
Una vez en San Ysidro, una camioneta Aztec roja se le empareja en el Freeway y lo acompaña hasta la puerta de la mansión de su madre en Bahía de Coronado. A bordo de la Aztec va Rulo Cienfuegos, pelo a rape, barba de candado, saco color blanco. Él prefiere confiar en un R-15 que oculta bajo la chamarra de gamuza.
Ferdinand ni siquiera se preocupa por mirar el retrovisor. Sabe que Cienfuegos estará siempre ahí, a una distancia más que prudente. Nunca le ha gustado llevar compañía a bordo de su vehículo.
El camino a Cornado es su terapia de desintoxicación mental, el espacio en que todos los problemas son borrados lentamente. Jamás ha llegado a ver a su madre con un pendiente laboral a cuestas. Para ella sólo hay chistes, comentarios pícaros, confesiones impúdicas.
Pero la permanente borrachera de Doña Helena le ha empezado a quitar el sueño. Creció con la costumbre de mirar a su madre bebiendo siempre a escondidas y el asunto de las botellas de vodka, ocultas en el cajón de los perfumes, fue el primer secreto que lo hizo sentir el más fiel cómplice de mamá.
Pero esta tarde ella está demasiado borracha y Ferdinand cree que ni siquiera lo escucha. Le da miedo estar en la terraza. El vodka es traicionero y sabe que basta un poco de aire para poner el mundo al revés. Su madre ni se inmuta.
El viento de noviembre es frío, pero los colores del atardecer son nítidos, limpios. Las luces de los yates y cruceros que circundan la Bahía de Coronado ya están encendidas.
Doña Helena balbucea algo, como si le hablara al vacío y parece ni siquiera reparar en la presencia de su hijo. Él quiere retomar el hilo de la conversación, pero no se le ocurre ninguna frase agradable.
- Mamá: ¿Tú crees que sea afrodisíaco el olor de la gasolina?-pregunta Ferdinand después de un rato.
Doña Helena ríe sin voltearlo a ver.
- Si de verdad fuera afrodisíaco, tu papacito no hubiera sido una nulidad para la cama, como lo fue toda su vida- responde la madre y ambos se funden en una misma carcajada.
A ella también le gusta hacerle pequeñas confesiones a Ferdinand. Le agrada mucho el juego; madre e hijo dedicando las tardes de los viernes a sacar los esqueletos de su closet y hacerlos lucir engalanados como en una pasarela de modas.
A Doña Helena le gusta jugar con la curiosidad de su hijo, dejarlo picado, hacerle saber que siempre hay algo más, alguna anécdota oculta que no sabe.
Ferdinand procura que sus confesiones sean chistosas, que la hagan reír, como si todo su anecdotario disponible fuera un chiste rojo sobre su propia vida. Pero ambos saben que hay cosas que no se dicen.
La madre le tiene una ciega confianza a su propia lengua. Está consciente que ni en la peor de sus borracheras la ha traicionado. Por ello sabe que depende solamente de ella el seguir administrando sus secretos y tiene plena seguridad de no haberle contado nunca que además de la nieve con vodka, le gusta dar fumadas a una marihuana buenísima, olorosa y aceitosita que Engracia, su cocinera, le consigue quién sabe dónde.
Tampoco le ha contado que para matar el aburrimiento en las tardes de entre semana, el mejor remedio es el niño Macario, el hermanito de Cirilo el jardinero.
Hace varios meses que Cirilo le trae al niño, todos los martes y los jueves sin falta. Macario tiene 13 años, la piel color caoba y los ojos de venado en alerta.
Le gusta ser ella misma quién lo desnuda, aunque últimamente le da por ordenarle que se suba a la mesa y se quite la ropa mientras le baila.
Doña Helena, vodka en mano, se pasa las horas contemplando el cuerpo tenso del niño que se balancea torpemente sobre la mesa de mármol de la sala. Le gusta mirar sus nalgas morenas, de redondez firme y las piernas nervudas, correosas. A veces se queda dormida. Otras, lo llama junto al sillón y acaricia ese falo de hombre que emerge tímido entre la indefinida pelusa de niño.
Doña Helena adora ese silencio inquebrantable, ese rubor extremo que se transforma en algo que no sabe si es miedo o excitación, cuando ella, con su arrugada mano repleta de anillos, empieza a frotarlo lentamente y sólo hasta que siente el calor de la leche resbalar por el dorso de su mano escucha de labios de de Macario un débil gemido que es hasta ahora, lo único que sus cuerdas vocales le han regalado.
Ferdinand también oculta algunas cosas. Jamás habla con su madre de la marcha del negocio.
Todo va perfecto, cascadas de dólares, ganancias a raudales, le responde esas raras veces en que Doña Helena le cuestiona sobre la empresa. Tampoco le ha platicado que de un tiempo para acá, se siente muy nervioso cuando no lleva consigo la cajita de plata y la cucharita del mismo material, que retaca de coca cuatro veces al día, hasta seis en jornadas de estrés extremo. Con más razón le oculta que fue Zuriñe quién le contagió ese vicio. Sabe que con lo celosa y posesiva que es su madre, bastaría ese detalle para que pase el día hablando pestes de esa chica a la que sólo ha visto una vez en su vida, misma que le fue suficiente para afirmar que es una mala compañía y que nada más con mirarla a los ojos de ladina que se carga, le dio una pésima espina.
A veces a Ferdinand le gustaría abrirse de capa y contarle a mamá todas sus cosas. El dulce cosquilleo que le invade aumenta su intensidad en la medida que es más cochina su confesión, pero aún oculta demasiados secretos de su pasado y presente.
Ya no le inhibe describir la hermosura de un hombre ante su madre ni platicarle que José Nabor, el indio yaqui, la tenía de toro en celo.
Pero le sigue ocultando que cuando se retira a encerrarse en su habitación, luego de dejarla borracha e inconsciente al cuidado de las sirvientas, siempre dedica al menos media hora a ver el mismo video hard core. Una película cuyo nombre ignora y que trata sobre unos boys scout perdidos en un bosque en dónde se dan gusto celebrando orgías. Compró esa película hace tres años y desde entonces le gusta verla casi todas las noches. Repite una y otra vez la escena de un rubiecito adolescente, ojos azules, expresión de niño inocente, que es violado por un par de negros grandulones que le arrancan el traje de scout y lo arrojan de espaldas a la hierba. Nunca se ha aburrido de la escena, que suele mirar, con un vaso de Chivas en las rocas que antecede al valium y medio que conjurará su insomnio. Sólo a veces, Ferdinand se masturba frente a la pantalla. This is not a Love Song-