Eterno Retorno

Wednesday, April 27, 2005

Inauguraciones de Supermercado

Una tarde de verano, hace un año (¿o acaso dos?) tuve que ir a la inauguración de un supermercado en una recóndita colonia de la Zona Este. Fui únicamente porque debía atrapar al escurridizo alcalde, que trataba de evadirme y por aquel entonces el Chuy estaba implicado en no se qué escándalo de corruptelas. La cuestión es que tuve que chutarme toda la inauguración. Fue una experiencia tan traumática, que pensé que a partir de ese preciso momento nacería una novela de horror puro. El escenario era propio de 1984 de Orwell o de El país de las últimas cosas de Auster. Por una parte la miseria de la Zona Este, atiborrada de microcasitas Beta, eso sí perfectamente legales, que esclavizan a sus habitantes con una deuda que subsistirá por la eternidad. Por otra, los rostros de los empleados del supermercado, temerosos, expectantes, con sus uniformes debidamente planchados, escuchando el discurso del dueño de la enorme cadena de tiendas, al que posiblemente sólo en esa ocasión verían en persona. Las edecanes, con sus minifaldas convertidas en trampas ratoneras para atrapar las miradas de los viejos raboverde, cumpliendo con el elemento lúdico sexual de las grandes celebraciones y el sacerdote, siempre el pinche sacerdote, aportando el elemento piadoso y sacro a la ceremonia. Después de todo, nunca faltará el toque católico en el capitalismo mexicano. El alcalde, el secretario de desarrollo económico, las grandes personalidades deambulando sobre los pisos trapeados de un supermercado que nunca en su vida volverán a pisar, pues resulta que jamás pisan esas colonias donde habitan sus sirvientas y su despensa, bien lo sabemos, la surten en San Diego. Luego de la bendición del cura, que ruega a su buen dios por el progreso económico del negocio y del corte de listón debidamente sostenido por las aburridas edecanes, hartas de mostrar pierna, el gran presidente de la cadena de supermercados, que jamás sabrá quiénes son sus empelados ni cómo se llaman, se permite dar un discurso. Y dentro de todos los elementos patéticos, este me parece el más. El elemento más abominable de los capitalistas, el verdadero escupitajo a los ojos, la auténtica patada a los huevos, es cuando salen con sus filosofías de servicio al cliente, superación y realización personal. Hoy como estoy de guardia, tuve que chutarme un boletín sobre la inauguración de otro supermercado en una colonia popular y el recuerdo regresó a mí como una pesadilla vuelta a vivir. Máxime cuando leí frases como estas:


Nuestra confianza en ustedes es plena, estamos convencidos de que la eficiencia y la productividad sólo se logran con empleados debidamente preparados y capacitados.
Para ello es que venimos desarrollando más y mejores esquemas de entrenamiento de personal, que los capacite para enfrentar los actuales tiempos de mayor competencia y exigencia de alto rendimiento.
Pueden ustedes estar seguros que aquí les ofreceremos un amplio espacio para su superación personal y profesional.
Nuestras plegarias al creador para que con su bondad nos oriente al reto de operar y conducir este nuevo centro de trabajo hacia el éxito.
A ustedes nos da mucho gusto saberlos entre nosotros y sumarlos a un grupo de seres humanos cuya misión es el servicio a la comunidad a través del comercio.


Putísima madre. Esto es cierto. Es textual. Acá tengo la copia del discurso. Ni en una sátira de horror. Estas palabras las acaba de pronunciar hace un rato el multimillonario dueño de una enorme cadena de supermercados. Imagino a los pobres empleados, condenados a ganar el salario mínimo y a trabajar en condiciones infrahumanas de explotación. Imagino al empresario, leyendo su discurso (lo debe haber leído, e imagino que patéticamente) sintiéndose redentor. Todos los empresarios se creen salvadores de masas, patriarcas, señores feudales amados por sus siervos. Imagino la historia de una pobre cajera. Carajo, las cajeras de los supermercados me hacen recordar que el infierno existe. Debe ser una condena al estrés perpetuo manejar tal cantidad de dinero, contarlo, que no se pierda, aguantar clientes groseros, vigilar que no falte un centavo de los miles y miles de pesos que pasan diariamente por sus dedos y al final de mes recibir una miseria. ¿Por qué los empresarios no son más honestos? Yo aprecio a la gente cínica. Mejor que digan la misión es ganar muchísimo dinero, atrapar miles de consumidores, sobrevaluar los productos y pagarles a los trabajadores tan poquito como sea posible, pues la cuestión es que él empresario se haga más rico, no los obreros.
Yo apreciaría en verdad la honestidad de un empresario. ¿Será mucho pedir? Por lo pronto, las visiones de mi Apocalipsis , mientras escucho The Lady Wore Black de Queensrÿche, comenzará el día de la inauguración de un gran supermercado.