Eterno Retorno

Tuesday, January 04, 2005

AGUA

Agua, sólo agua. Elemento primario, esencial, origen de la existencia. A G U A, tres vocales y una consonante para conformar uno de los primeros vocablos (junto con papá y mamá) que pronuncia un bebé.
Aaaggguuaa, clama con la boca pastosa el crudo al despertar de la parranda. Agua. Su exceso o carencia es capaz de trastornarnos.
El cielo ha decidido desparramarse sobre nosotros. Es sólo agua, pero la ciudad entera está volteada patas para arriba. Puentes caídos, cerros deslavados, grandes rocas en medio de la carretera, decenas de familias evacuadas de sus casas y mil pequeñas venecias en las colonias populares de nuestra Tijuana. Demasiada agua desde el cielo, cierto, pero ni una sola gota en mi regadera. Esta mañana desperté a las 6:00 luego de un sueñito apacible de más de nueve horas, algo que valoro como auténtico tesoro si tomamos en cuenta mi propensión al insomnio. Terrible fue mi decepción al constatar que de la llave no salía una sola gota y sí en cambio un agónico estertor. Por obra y gracia de la Cespt, debí prescindir del liberador chorro sobre mi rostro. Y es que el ritual del baño es el salvoconducto que permite abandonar los modorros feudos de Morfeo e ingresar con píes en la tierra a los dominios de la señora Realidad. El ritual suele completarlo un cafecito, pero el baño es absolutamente imprescindible para iniciar el día como los paganos dioses mandan. Así las cosas, las gotas de agua que yo necesitaba me fueron negadas y en cambio el cielo se encargo de poner litros y litros del vital líquido a través de los largos kilómetros que me separan de mi lugar de trabajo.

Tsunami

Agua. Frente a mí ese Universo inabarcable, siempre misterioso, llamado Océano Pacífico. A partir del 26 de diciembre, el Pacífico ha dejado de ser un super promotor inmobiliario capaz de subirle la plusvalía a las viviendas por el mero deleite de contemplarlo al atardecer y se ha transformado en un demonio al acecho.
La palabra Tsunami ronda las pesadillas de los habitantes de la costa que se han dado cuenta que más allá de una bucólica contemplación, la presencia del Mar puede desembocar en un desastre. El desastre de Asia trae consigo algo más que apocalípticos terrores. Nos recuerda nuestra absoluta vulnerabilidad ante el Cosmos. Nuestra miseria extrema, nuestra debilidad, nuestra condición de polvo, la kunderiana insoportable levedad que nos cargamos. No somos nada. El agua está ahí, recordándonos el origen de la vida y acaso su final. La plataforma continental es en realidad un accidente en el Cosmos. Nuestro planeta, finalmente, es de agua. Lamento la tragedia, pero ya he dicho que prefiero morir a manos de la Naturaleza y su furia que por otras causas. Poca gente ha dado la importancia que se merece la alteración cósmica que trae consigo el movimiento del eje de rotación. Vi la noticia estando en Monterrey pero el arquitecto Benavides, un comunicador ávido de sensacionalismo y lágrimas de barata telenovela, dedicó el 90% del espacio a hablar sobre una regiomontana desparecida en Tailandia que al final resultó estar vivita y coleando en otra parte.
Ahora cada mañana miro al Mar y lo imagino furioso, transformándose de pronto en ángel exterminador. En un instante, la ola se yergue siniestra en el horizonte y el agua marina se transforma en cielo. Volveremos al origen.


Vuelo de Media Noche

Hay rutas de transporte terrestre o aéreo que uno realiza muchas veces en la vida y que acaban por adquirir una trascendencia emocional. Durante años, el viajar por la noche en un camión de Transportes del Norte de Monterrey a México era un ritual cotidiano en mi vida. He perdido la cuenta de cuántas veces realicé ese viaje. Me volví un experto en la Ruta Monterrey- México, con su rigurosa parada en Matehuala para cenar en un tugurio de traileros, el amanecer a la altura de Querétaro y la llegada a las nueve o diez de la mañana.
Recuerdo la noche del 16 de diciembre de 1988 cuando a bordo de un autobús le dije adiós a Monterrey y me fui a radicar cuatro años a la Gran Tenochtitlán. Imposible olvidar la carga sentimental que llevaba esa noche infausta que inauguró una nueva etapa de mi existencia.
Ahora esos viajes han quedado en el pasado y son un recuerdo de adolescencia. Hace ocho años que no voy a México DF y si quieren que sea honesto, si alguien me dice que voy a vivir 60 años y que en el resto de mi vida jamás volveré a pisar el DF no me importaría en lo absoluto. Fui feliz en esa ciudad, hice excelentes amigos, pero no me interesa en lo más mínimo volver. Extraño a personas como Carlos Macías, Rodolfo Cruz y Salvador Adame, pero no extraño al DF como ciudad ni tengo las más mínimas ganas de visitarla de nuevo.
Sin embargo, el recuerdo de esos viajes nocturnos ahí queda, imborrable.

Desde hace seis años, el vuelo nocturno de Monterrey a Tijuana ha adquirido una significación especial. Cada que abordo ese avión que sale a las 23:45 de la noche del horario de Monterrey y llega cómodamente a las 00:15 del horario de Tijuana tras dos horas y media de vuelo, lo hago con una fuerte carga de emociones.
Tomé ese vuelo por vez primera la noche de un 22 de diciembre de 1998. El frío que hacía en Monterrey carcomía los huesos. Salí de la redacción de El Norte como a las 22:00 y sin tocar base me fui al aeropuerto (gracias a mi amigo Jopyrrako Montero por el aventón) Aquella ocasión fui a pasar mi primera Navidad en Baja California. Viajaba únicamente por cuatro días y por azares o no tan azares del destino, me tocó viajar junto con mi entonces colega laboral Eduardo Letayff. En Tijuana me aguardaba Carolina y un oasis de amor de cuatro días que había ambicionado como un náufrago abandonado en una isla árida.
Un 18 de abril de 1999, abordé ese mismo vuelo nocturno, pero en esa ocasión para irme de Monterrey para siempre. En el avión de la ausencia me voy, mi boleto no tiene regreso. Mis padres, mis hermanos y mi gran amigo José Villasaez me fueron a llevar. Tal vez no imaginábamos que pasarían casi tres años antes de que volviera a pisar suelo regiomontano. Aún recuerdo esa noche. Viajé con sobrepeso de equipaje, pues fue prácticamente una mudanza. Luego de un día de extremo trabajo y muchas emociones, una vez sentado en el asiento del avión no alcanzaba a dimensionar el tamaño de mi paso. Llegué a Tijuana donde Carolina me esperaba y un día después nos escapamos a París, luego a Londres, luego a Amsterdam, a Hamburgo y de regreso a Tijuana a trabajar en lo que entonces era apenas un proyecto de nuevo periódico.
En los últimos tres años se ha hecho una tradición que viaje a Monterrey a pasar el Fin de Año con mis padres. Invariablemente regreso en el vuelo de media noche. Es un vuelo muy cómodo, pues te permite pasar todo el día en Monterrey y llegar a Tijuana sin contratiempos extremos gracias a que la diferencia de horario opera a favor.
Las mismas personas que acudieron a despedirse de mí aquel 18 de abril lo hicieron este primero de enero. Mi madre, mi padre, Ana Lucía, Elisa, Adrián y mi amigo José Villasáez.
Hay algo melancólico en ese vuelo. Son muy pocos los días al año en que veo a mis padres y hermanos. Tal vez por ello abordo ese avión de media noche con más de un sentimiento y una que otra meditación instalados como huéspedes en el espíritu.
Siempre cargado de nuevas lecturas, un sin fin de preguntas, uno que otro proyecto y la siempre traicionera nostalgia, emprendo el retorno a Tijuana. Las ganas de ver a Carolina lo abarcan todo, pero siempre me queda un dejo de tristeza de saber que pasarán otros 365 días sin ver a mi familia. Al final, acabo por sumergirme en mis lecturas. En esta ocasión, me fleté entero Insensatez de Horacio Castellanos Moya. Lo comencé a leer cuando el avión despegó y lo acabé cuando ya se veían desde lo alto las luces de Tijuana. Más tarde haré mis comentarios sobre el libro. Hace un año, abordé ese mismo vuelo y casi me consumí Una vez Argentina de Andrés Neuman. Uno podría pensar que la lectura funge como analgésico para la nostalgia, pero no es así. Mientras leo pienso en las traiciones del tiempo, en los cambios inevitables y la omnipotencia del Eterno Retorno, mito que se consuma una y otra vez. Ese vuelo se encarga de confirmármelo de la misma forma que me confirma que la llama del amor filial y fraternal se mantiene precisamente gracias a la lejanía y que sólo a través de la distancia he podido darme cuenta lo mucho que amo a los míos. Es precisamente por ello que necesito estar lejos.