Eterno Retorno

Friday, December 03, 2004

No existe poder político sin liturgia. El chapoteo en miasmas narcicísticos constituye la apoteosis de un gobernante. El poder es ante todo un símbolo y por ello no es correcto que renuncie a su simbología. La teatralidad es inherente al ejercicio del poder. En el teatro está la trascendencia misma, pues no existe la Historia donde no hay histrionismo. Así las cosas, es perfectamente comprensible que el montaje del poder sea mucho más trascendente para el poderoso que el ejercicio práctico de ese mismo poder.

El comportamiento humano no evoluciona. El Zoon Politikon del que habla Aristóteles es en todo caso un animal prehistórico gobernado por ancestrales impulsos.

Lo que vimos la noche del martes en Tijuana es la catarsis ceremonial de todo príncipe: La coronación. Los siglos transcurren, la humanidad se inventa nuevas ideas en que creer, se masturba con conceptos de universos igualitarios, pero al final, la vocación de Rey- vasallo acaba por demostrarse eterna. Las voluntades divinas, los todo poderosos y la masa, el cetro y la corona, la esencia misma de la condición humana.

La coronación, el ascenso de un gobernante requiere de la liturgia teatral para legitimarse. No bastan las formalidades legales, siempre tan aburridas. No, eso jamás bastará. Para legitimar a un gobernante ante su pueblo es imprescindible la puesta en escena.

Los elementos que requeriría un dramaturgo para llevar a cabo esta representación, son los mismos que hubiera ocupado cualquier rey medieval: Plaza pública, palacio, nobleza, masa. Autoridad eclesiástica y militar en primera fila, pues es imprescindible que los señores de Dios y los señores de la Guerra den fe del ascenso del príncipe. Y sí, habrá siempre vestales, damiselas, a las que hoy llaman edecanes, pues la belleza femenina es y ha sido siempre imprescindible como ornato. Habrá por supuesto alfombra roja, pues los píes del príncipe no tocan el plebeyo suelo. Habrá flores en cada rincón, pues la morada del príncipe es ante todo un edén. Y habrá, cómo no, pan y circo. A cinco pesos tus tacos de birria, tripa y chile relleno para los plebeyos estómagos, gratis las cinco horas de música popular. Mariachi, banda sinaloense y requinteos de Batiz para los plebeyos oídos que aguantan el frío en espera de ver el cielo iluminarse. Pero dentro de Palacio (que risible es que le llamen Palacio a una bazofia arquitectónica) estará la vajilla de plata, los tulipanes como centro de mesa y la música refinada para los oídos aristocráticos. La elite, la casta gobernante o eso que hoy llaman con la sutil mamada de VIP (aún no se quién carajos inventó ese ridículo concepto) se regodea a los píes del gobernante como las rémoras que degluten las sobras vomitadas por el tiburón, o los pájaros insectívoros que se dan un banquete con los piojos del rinoceronte. Ah la elite, tan necesaria para el mantenimiento de la Polis. Elite política, empresarial, eclesiástica, cultural y alguno que otro periodista con lepra que desea ungir su cuerpo con las babas del Príncipe.

Mientras tanto, el pueblo se deleita en jolgorio con las luces artificiales. La iluminación del cielo siempre ha cautivado al ser humano. Una noche alumbrada por luces multicolores es señal de un gran acontecimiento. La masa, la eterna masa, esa que mide por miles y no por nombres y apellidos, certifica con sus vítores y aplausos el arribo del Príncipe.

Wednesday, December 01, 2004

Ya pasa de la una de la madrugada. En este momento estoy aún en la redacción y como podrán imaginar y deducir quienes me conocen, vengo retornando del acto de toma de protesta de nuestro nuevo Presidente Municipal, el Ingeniero Jorge Hank Rhon.

Si tomamos en cuenta que salí de casa al cuarto para las siete de la mañana, puedo presumir que llevó más de 20 horas trabajando sin parar. Mi día incluyó una presentación del proyecto de mejora continua por la mañana (bueno al menos ganamos el tercer lugar) y posteriormente, a partir de las 10:00 de la mañana y hasta ahora, una soberana zambullida en la grilla política.

El exceso de trabajo y las bajas pasiones de los políticos locales se han encargado de devolverme a la realidad a marchas forzadas. Llevo apenas una semana de haber retornado y el Imperio Austrohúngaro ya me parece algo onírico. Como si me hubieran despertado de un dulce sueño de palacios y catedrales para traerme de regreso a los pantanos donde, quiera o no, me muevo como pez en su agua.

Ni modo, qué le puedo hacer. Podría decir que yo no elegí esta vida, pero mentiría: Yo la elegí y aquí estoy, en la punta de los fregadazos, tundiendo teclas, saludando a mil personas, escuchando toda clase de rumores, filtraciones y calumnias, porque quiero, porque esta es mi vida, es la que tengo y no hay otra a la vista. Lo peor (¿o lo mejor?) es que esto, lo de hoy, es sólo es el principio de un escenario de conflicto extremo. A veces no me comprendo a mí mismo. Por una parte siento que aborrezco la política y sus grillas. Se me hace estéril dedicar horas y horas de mi vida a escribir sobre semejante circo carroñero, en lugar de pasar las tardes contemplado el Pacífico mientras leo el Decameron de Bocaccio o las Bodas del Cielo y el Infierno de Blake o invierto mi tiempo en escribir sobre historia y literatura, mientras bebo un buen Merlot y me fumo un puro. Pero por otra parte, debo reconocer que se me dan bastante bien los escenarios de caos, de confrontación y debate. La política es repugnante, pero debo confesar que la repugnancia me divierte, me aficiona y en ocasiones logra despertarme auténtico interés.
Yo me dedico a esto, me pagan por escribir de esto y bueno, pienso que mi existencia sería infinitamente desgraciada si fuera un vendedor de productos, un ejecutivo de empresa o un funcionario público. Por fortuna, soy periodista. Pese a todo y mis 20 horas de trabajo encima, confieso que soy feliz con lo que hago.

Tuesday, November 30, 2004

Catedrales



Admirar catedrales. Elevar los ojos a las alturas y diluir la mirada en imponentes cúpulas e incomprensibles bóvedas que infructuosamente tratamos de descifrar.

¿Qué sería de Europa sin sus catedrales? ¿Hasta qué punto la esencia de una ciudad está marcada por su catedral? Notre Dame, San Stephan, San Vito, St Paul, Colonia, Brujas, la Sagrada Familia, están ahí, cual petulantes y frías princesas, indiferentes ante los miles de flashes fotográficos que se disparan sobre ellas todos los días, sordas ante las exclamaciones de adulación de los atolondrados turistas que admiran su magnificencia.

No cabe duda que el sentimiento religioso ha sido el responsable de los mayores orgasmos arquitectónicos de la humanidad. Ateo como soy, confieso una incomprensible debilidad hacia la contemplación de recintos sagrados y puedo pasar horas dentro de una gran catedral respirando su eternidad.
Pese al oscurantismo y la ignorancia que le ha contagiado a lo largo de dos milenios, la humanidad debe al catolicismo muchas de las mayores joyas arquitectónicas de este planeta.

¿Qué llevó a los católicos a construir semejantes monumentos? ¿Era tan grade su deseo de agradar a su Dios, que se esmeraban en grado extremo y sobrehumano para entregar un recinto diabólicamente perfecto? ¿O había algo de soberbia en su acto? ¿No serían las catedrales, como la Torre de Babel, un desafío al poder divino, una demostración de la omnipotencia del hombre? ¿Qué vemos en las catedrales? ¿Humildad religiosa o soberbia humana?

Hoy en día Europa presume sus catedrales al mundo. Los gobiernos gastan millones de dólares al año para mantenerlas y restaurarlas. El hombre se siente orgulloso de si mismo, de lo que él mismo puede llegar a consumar.

Dice Diderot que una de las grandes diferencias entre catolicismo y protestantismo está en el sentido que se le da a la casa de Dios. Para el católico, Dios tiene su casa y ésta debe ser magnífica, elegante, esplendorosa, digna de una deidad. Para el protestante, Dios está en todas partes y su casa es un simple espacio destinado con fines prácticos para la oración, pero sin un carácter sacro. Tal vez por ello, las iglesias protestantes son tan espantosamente desabridas y carentes de misterio y espíritu.

Por lo demás, no deja de ser significativo que los grandes arquitectos y albañiles que edificaron las principales catedrales, hayan sido masones. Vaya, para no ir más lejos, así nació la francmasonería en los siglos XI y XII. Los constructores de catedrales formaron sus gremios, guardaron sus secretos y se protegieron entre sí.
La mano de la masonería, uno de los demonios más temidos y aborrecidos por el catolicismo, fue la responsable de la edificación de las más bellas casas de Dios en la tierra.

Monday, November 29, 2004

La arquitectura en una ciudad es como el rostro y el cuerpo de una mujer. Digan lo que digan, es lo primero que te flecha, lo que define su personalidad ante tus ojos, mucho antes de emitir cualquier conjetura.

Aunque se necesita mucho más que una sola contemplación de turista para definir el pulso, la temperatura y la personalidad de una ciudad, es un hecho que su arquitectura es lo primero que la define. Definición subjetiva tal vez, pero contundente. Todo lo demás podría formar parte, en mayor o menor medida, del reino de los sustantivos abstractos. La arquitectura en cambio es palpable, omnipresente, innegable.

Partiendo de la arquitectura, un hecho concreto y absoluto, empiezas a definir a una ciudad como alegre, melancólica, majestuosa, elegante, cálida u hostil.

Necesitaría ser un habitante de Praga y hablar el checo para poder tener el pulso y el termómetro real de la ciudad, ese que sólo un habitante puede tener de su urbe. ¿Qué me queda a mí de los ocho días en la capital de República Checa? El lenguaje de su arquitectura. La arquitectura como reflejo primario del alma de una urbe. Cierto, la arquitectura no define de manera absoluta a una ciudad, pero si condiciona en buena medida su personalidad. Si te vas a enamorar de una ciudad, la arquitectura, al igual que el rostro en el caso de una mujer, tendrá una buena cuota de responsabilidad en el enamoramiento.

Me queda claro que un visitante ocasional de Tijuana jamás la verá de la misma forma que la vemos quienes aquí vivimos. En ese sentido, es comprensible que nuestra ciudad no enamore, pues no hay un flechazo arquitectónico inicial. Los que comenzamos a amar a Tijuana lo hacemos de manera lenta, gradual, pero muy profunda, como se ama a una mujer que no es bella, pero que esconde atributos que sólo con la convivencia puedes ir descubriendo.