Eterno Retorno

Saturday, August 21, 2004

TIGRES

ARRIBA LOS TIGRES ARRIBA LOS TIGRES ARRIBA LOS TIGRES ARRIBA LOS TIGRES

6 6 6 SEIS SEIS SEIS SEIS SEIS SEIS SEIS SEIS SEIS SEIS ZARPAZOS FELINOS

666 THE NUMBER OF THE BEAST

TRAGENSE LOS SEIS GOLES RAYADOS DE MIERDA

QUE TAL LES SUPIERON? SUFRAN HIJOS DE PUTA

ARRIBA LOS TIGRES


Ejemplo es Nuevo Leon León en toda la nación su magia es el trabajo y la dedicación. Unida nuestra gente un gran estado construyó con un sueño en la mente, ser siempre el mejor. Queremos al Futbol es fuerza y convicción ejemplo a nuestros hijos de la superación. Estallará el Volcán anota ya ese Gol SOY TIGRE DE CORAZON. SOY TIGRE DE CORAZON Nuestro equipo es ganador con la garra de los tigres y aguerrido el corazón. SOY TIGRE DE CORAZON Con mi equipo siempre estoy es el alma de nuestro pueblo con coraje y con valor. Jugar para ganar no es solo una ilusión si sales a luchar si das el corazón. Escuchanos gritar vibrando de emoción no debes detenerte anota ya un Gol. Queremos al Futbol es fuerza y convicción ejemplo a nuestros hijos de la superación. Estallará el Volcán anota ya ese Gol SOY TIGRE DE CORAZON. Nuestro equipo es ganador con la garra de los tigres y aguerrido el corazón. SOY TIGRE DE CORAZON con mi equipo siempre estoy es el alma de nuestro pueblo con coraje y con valor. SOY TIGRE DE CORAZON Nuestro equipo es ganador siempre sale a la cancha para ser el vencedor. SOY TIGRE DE CORAZON con orgullo y con honor vamos juntos por el triunfo el equipo y su afición. A GANAR!...

Friday, August 20, 2004

Génesis Tigre

Fue hace casi 20 años, un sábado de agosto, en una tarde caliente típicamente regiomontana, cuando acudí por primera vez en mi vida al Estadio Universitario de San Nicolás de los Garza a ver jugar a mis Tigres.
Honor a quien honor merece: El padrino de mi afición Tigre es José Manuel Basave, quien también es mi padrino de confirmación. En un tópico he sido buen ahijado. En otro no. La fe católica la abandoné en la adolescencia, cuando deserté como soldado de Cristo y dejé de creer en seres superiores. La fe Tigre no la abandoné ni la abandonaré nunca. Luego entonces este padrinazgo felino es eterno. Soy un ser cambiante, de convicciones flexibles. De la niñez a la adolescencia se modificaron mis convicciones religiosas. También las políticas (hoy me da una espantosa vergüenza admitir esta ridícula aberración, pero tengo que confesar con toda la pena del mundo que yo de niño era panista. Imagínense. Todo mundo tiene derecho a cometer un error en esta vida) Pero existe una convicción, una fe que jamás se ha modificado ni ha decaído en su intensidad. La fe Tigre. He vivido y soportado de todo, pero ni siquiera el descenso a la Primera A en 1996 hizo decaer la llama felina. Al contrario, la fortaleció.

Aquella tarde de agosto, Tigres se enfrentaba al Tampico Madero. Era el duelo de los Carlos: Miloc contra Reynoso. Un duelo emocionante. El Tampico era un equipo ofensivo y leñero cuyos defensas, al más puro estilo de Reynoso, no se tocaban el corazón para romper una pierna. El estadio Universitario a reventar. Aquella tarde, mi padrino me regaló una camiseta de los Tigres, de aquellas que tenían la franja azul en el pecho con la leyenda TIGRES en amarillo y el signo de la U del lado del corazón. La camisa de las grandes glorias felinas de Boy, Barbadillo, Mantegaza, Mateo Bravo y Batocletti. En el palco estábamos mi padrino, mi primo Héctor Diego y yo. Las emociones comenzaron pronto, muy pronto, al minuto cuatro, cuando Edmur Lucas fue derribado en el área. Penalty incuestionable.
Manos a la cintura, unos cuantos pasos frente a la pelota, el número 8 en la espalda enmarcando la frontera del área grande y la emoción contenida. Fuerte, raso, colocado. Gol. 1-0 Tomas Boy, el jugador emblema de los Tigres, el capitán de la Selección Mexicana en México 86, el mejor medio armador de la historia del futbol mexicano, anotó el primer gol de los Tigres que mis ojos contemplaron en vivo y a todo color en el coloso nicolaita.
Pero la Jaiba Brava herida era un peligro. Como buen equipo de Reynoso se volcó con todo hacia adelante y en un tiro de esquina cobrado por Eduardo Moses, Sergio Lira clavó de cabezazo el gol del empate. 1-1
Pero el gusto le duraría poco a la Jaiba tampiqueña. Viene un desborde de Lucas, centro al área, balón insurrecto, prófugo rebotando en los cuerpos de varios defensas hasta que apareció la pierna correosa de José de Jesús el Güero Aceves, camisa número 18, balazo quemante a las redes que dejó congelado a Hugo Pineda. GOL
2-1 Tigres.
El segundo tiempo fue un ritual de las recetas favoritas de los dos Carlos. Reynoso ordenó atacar hasta con el portero. Miloc, canchero y viejo zorro cuando de defender se trataba, enfriando al rival, quemando tiempo, contragolpeando oportunamente. Carlos Muñoz haciendo de las suyas en la media, con sus fouls duros pero discretos. Sergio Orduña con sus barridas. Gómez Junco siempre elegante en su toque preciso, Boy comandando la orquesta.
Por aquella época, a mi padrino le daba por salirse del estadio cinco minutos antes del silbatazo final para evitar el caos del estacionamiento. Para mí fue una tortura salir del estadio con la angustia en el corazón. Tampico volcado sobre nuestra portería estrelló un balón en el poste, pero de eso nos enteramos escuchando el radio en el carro ya por la Avenida Barragán, mordiendo las uñas, golpeando los cristales. Ahí fue cuando escuché por primera vez aquella frase de el último minuto también tiene 60 segundos y se me quedó grabada para siempre. Pero los sesenta segundos se consumieron y Tigres conservó la ventaja. 2-1 marcador final.
Y esa fue la historia del primer partido de los Tigres al que acudí en mi vida.
He perdido la cuenta de a cuántos partidos de Tigres he asistido. Varios centenares sin duda. De liga, amistosos, de liguilla, internacionales, entrenamientos, una final de Copa, de local, de visitante, con calor, con frío, con lluvia, de noche, de día, en Sol, en sombra, en palco, en palco de prensa, en la cancha misma, solo, acompañado y siempre con la misma emoción. El último juego de Tigres que acudí a ver en mi vida fue en la primavera de 1999, días antes de autoexiliarme a Tijuana. Fue un Tigres vs Celaya. Ganamos 1-0 con Gol de Luis Hernández. Acudí al estadio con Carolina y mi primo Héctor. Desde entonces la lejanía de mi patria y religión futbolera ha enmarcado la melancolía que me produce el exilio en una tierra de gente que no sabe apreciar el Juego del Hombre.
Mañana Tigres abre en casa una temporada más. Y lo hace nada menos y nada más que contra los rayaditos. No me gusta que el Clásico sea tan pronto, apenas en la Jornada 2, pero igual hay que ganarlo. Después de todo, el primer juego de los Tigres en la Primera División fue El 13 de julio de 1974, Jornada 1 del torneo, contra los rayaditos. Juanito Ugalde se encargó de abrir el marcador de ese histórico juego, primer Clásico primer juego de Tigres en Primera División. Eso lo se por literatura, pues el día que se jugó el primer Clásico yo contaba con dos meses y 22 días de nacido.
La primera vez que acudí a un Clásico fue 12 años después. 1-1 quedó el marcador. Goles de Aceves y el Abuelo Cruz. Mañana se juega el Clásico número 75 y desde esta lejana Tijuana estaré con mi camiseta Tigre puesta. De hecho dormiré con la camiseta puesta esta noche pues esa es mi cábala para la victoria. Este es el verdadero Clásico señores. A mi me vale un carajo el chivas américa o el pumas américa y de más chilangadas. Los chilangos y tapatíos jamás sabrán lo que es un verdadero Clásico. Todas las victorias Tigres se disfrutan, pero las victorias contra la mierda rayada son más ricas que una cerveza helada a las 12:00 del medio día. Espero saborear una mañana. ARRIBA LOS TIGRES.

Thursday, August 19, 2004

Empleadas de librerías

Las empleadas de las librerías se aburren soberanamente. Son entes rumiantes mirando el reloj, contando los miles de segundos que las separan de la ansiada hora de salida.
Agosto es para ellas el mes más saturado de chamba. Por única vez en el año las librerías están atiborradas de gente. Doñas neuróticas que arriban al lugar con la lista del colegio en la mano y un par de tafiles en la cabeza incapaces de redimir su incurable demencia. Imagínense el Libro Club en Tijuana o la Librería Castillo en Monterrey. Ese es el escenario.
Para las doñas ir a la librería es un trámite tan tedioso como ir al banco. Jamás se detienen a mirar los libros. Entran directo al mostrador y ponen la lista en las manos de la empleada. Son 10 libros de texto y algún ejemplar literario que el maestro de literatura encargó. El Mío Cid o La Fierecilla Domada o un resumen de la síntesis del compendio del Quijote. La doña compra el Quijote porque el maestro se lo encargó al niño. El maestro encargó el Quijote porque el plan de estudios le exige encargar alguna lectura. El alumno no leerá ni siquiera el resumen del compendio de la síntesis del Quijote, pero no hay problema; El maestro tampoco lo ha leído ni lo leerá. La doña, siempre la doña, (pues los tepescuincles jamás se paran en la librería a comprar sus libros), pagará los libros con tarjeta de crédito y se largará de ahí con una enorme prisa por continuar con el tedio de la mañana. La empleada se queda en la librería rumiando su aburrimiento. Las empleadas de librería son casi siempre y por definición, feas. Trabajan en una liberaría porque no encontraron otro trabajo. Si fueran un poco más agraciadas físicamente serían teiboleras. Pero la madre naturaleza y la perra pobreza las obligó a trabajar en una librería. En 1994 yo trabajé en una librería, concretamente en la Castillo de Plaza San Agustín. Pese a estar rodeado de libros no fui feliz. Y es que también me rodeaban los complejos clasemedieros de mis compañeras de trabajo. Yo intentaba abstraerme en los libros, pero el tedio rumiante de mis colegas se impregnaba en el aire. Agradezco al Error de Diciembre el haber sido incluido en la liquidación de febrero del 95. Con ese dinero me largué a Real de 14 y a Zacatecas a pasar tardes enteras leyendo los libros que antes vendía.
Las empleadas de las librerías como la Castillo están acostumbradas a preguntarle al cliente que si se le ofrece algo y sí, al cliente siempre se le ofrece algo. Casi siempre un libro de texto o uno de superación personal o un manual de computación. Y la empleada le da el libro en sus manos o le dice que no lo tienen aunque el libro esté frente a su nariz y el cliente se queda ahí, con la mirada perdida en el vacío, sin reparar si quiera en los cientos de libros, invitaciones a viajar a otros mundos, que están ahí a su alrededor. Sólo en ocasiones, si el cliente es doña y arrastra alguna frustración, buscará respuestas en los libros de Coehlo o Carlos Cuauhtémoc.
Las empleadas de librerías no saben que al buen lector nunca se le ofrece un libro en particular. El buen lector no busca un libro, el libro lo encuentra a él. El buen lector navega por los estantes de la librería durante horas. Jamás pide ayuda, jamás hace una pregunta. De pronto un libro lo acecha y le sale al paso. Las empleadas dejan de prestarles atención y es entonces cuando el buen lector se transforma, en el buen ladrón.


Empleados de Sanborns

Aunque también se aburren soberanamente, los empleados de Sanborns siempre fingen ser unos rambos en potencia. Los empleados de Sanborns siempre hacen sonar sus radios, hablan en claves a la menor provocación y se colocan detrás de los ociosos que hojean libros y revistas. Los empleados de Sanborns sueñan con atrapar al buen ladrón, pero nunca lo atrapan. Nada peor que un pobre diablo al que le dan un empleo de seguridad. Soñaron con ser ministeriales, guaruras de algún capo de la mafia, acaso temibles sicarios, pero son sólo empleados de seguridad de una de las cientos de tiendas de Mister Carlos Slim. Pero como su chamba es de guardianes, ellos se empeñan en dar miedo, en parecer fieros, mal encarados. El problema es que su única arma es el radio y por supuesto, su mala cara. Sin duda desearían matar su aburrimiento golpeando a alguno de los mil ociosos que asesinan la inmensidad de su tiempo hojeando revistas, pero la instrucción es dejarlos. En Sanborns, por fortuna, nadie te pregunta qué deseas o qué buscas. Los guardias te miran feo, sí, pero jamás te preguntan. Saben de antemano la respuesta: Nada. Sanborns es la Meca de los ociosos de México. Los desempleados, los preparatorianos que se van de pinta, los intelectuales universitarios de magro bolsillo, las parejas pobres que consumen la tarde en el eterno refil de un café, los ligues furtivos, las citas clandestinas, el quedamos de vernos a la cinco en el Sanborns de la Ocho y frente a las revistas siempre hay por lo menos tres tarados mirando impacientes el reloj y un político de tercera hojeando Proceso y las teen agers con uniforme descubriendo el último secreto del horóscopo sexual de Eres y los onanistas perpetuos que a falta de Hustler se consuelan con Loft o Sports Ilustrated, petrificando la mirada en la pose más cachonda de Paris Hilton y los infaltables teorreicos leyendo de cabo a rabo Tempestad y los guardias con sus radios, clave 40, 10:5, 10:4, chamarra de mezclilla, pantalón café, 15, enterado y el sospechoso en cuestión, que es un desocupado con todo el tiempo del mundo para desperdiciar, ni se entera que él es el centro de toda una red de comunicación ultra secreta propia de Scotalnd Yard. Y la vida transcurre sin que a los guardias se les cumpla el sueño de atrapar con las manos en la masa al temible bandido y la tarde de los ociosos frente a las cada vez más magulladas revistas nunca compradas se vuelve tan eterna como su bostezo.

Oasis urbano

Siento cierta obsesión por los espacios urbanos improbables. Ayer caminé un buen rato por las casitas de maestros que se encuentran atrás de la Prepa Lázaro Cárdenas. Vaya oasis extraño. En medio de dos de las avenidas más transitadas de Tijuana están esas casitas, como una isla de paz en medio de un océano furioso de de motores y demencia.
Pareciera por momentos una aldea de juguete, un montaje de teatro para representar una villa idílica. Un angosto caminito de color rojo serpentea entre casitas con techo de teja, solar con mecedoras y jardín atiborrado de flores. Árboles y pasto por doquier y una dosis de de buena vibra en los rostros de los ancianos que las habitan.


Me gusta la idea de encontrar edenes en la alta mar de los infiernos. Paraísos capaces de surgir en milímetros cuadrados. Un balneario en la cúpula de de un céntrico edificio, un lecho nupcial en el aparador de una tienda, un fumadero de opio en la sala de juntas de una oficina.

El empleo universal del discurso sirve al gran reportaje universal del que participan todos los géneros contemporáneos de escritura, excepto la literatura. ¿Invitaron al blog?

Fe de Ratas

Soberbio como soy, debo encontrar un pretexto que justifique mi error de percepción y mi absoluta desubicación cósmica. Dado que soy arrogante y me cuesta trabajo admitir mis errores, diré que al igual que Napoleón, yo tengo una forma muy sui generis de medir la estatura geográfica de nuestro País. No la mido de la cabeza (que en este caso sería el Pico de Orizaba) al cielo, sino del extremo Norte hasta Groenlandia. Dado que la patria empieza de Tijuana para el Norte (puedo plagiarle al Sueco el mito cholo de Aztlán) las Islas Coronado son las más meridionales de México. ¿Qué tal? ¿Les gustó el pretexto? ¿Pega el chicle para no admitir mi error? No, se me hace que no. Ni pedo, tendré que ser humilde: La cagué bien y bonito. Se me volteó el casete mental entre Septentrion y Meridión. Los sospechaba. Gracias por la observación. Toda crítica es bienvenida.

Cervantes RIP

- Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo esto. El tiempo es breve, las ansias, crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir-
- Lo anterior lo escribió Cervantes el 19 de abril de 1616, cuatro días antes de su muerte. En opinión de Vila-Matas, es el adiós más sobrecogedor e inolvidable que alguien haya escrito para despedirse de la literatura. En sus últimos cuatro días de vida, Cervantes no escribió. Simplemente se dedicó de tiempo completo a agonizar.


¿Marlowe is not Dead?

Hace unos días escribí sobre Marlowe y las extrañas circunstancias que rodearon a su muerte. Existe la leyenda de que Marlowe no murió en 1593, sino que escapó de Inglaterra, con otro nombre y otra identidad, a perderse quién sabe donde y contemplar desde la lejanía como el otrora pequeño Shakespeare se cubría de gloria.




La prefación es aquel rato del libro en que el autor es menos autor. Es ya casi un leyente y goza de los derechos de tal: alejamiento, sorna y elogio. La prefación esta en la entrada del libro, pero su tiempo es de postdata y es como un descartarse de los pliegos y un decirles adiós. - JLB Inquisiciones-

Wednesday, August 18, 2004

El Mar

Un día como hoy, 18 de agosto, conocí el mar. La visión del océano es tal vez el recuerdo más fuerte e impactante de mi infancia. Según mis cálculos fue hace 26 años, un 18 de agosto de 1978, pero aún puedo recordar el vuelto al corazón. Una emoción indescriptible, sin duda mi primer orgasmo visual.
La forma en que el mar se presentó a mis ojos fue tan repentina, tan contundente, que se quedó grabada por siempre. Quienes hayan visitado la Isla del Padre en Texas, sabrán que el mar aparece de repente en toda su imponente majestuosidad cuando uno cruza por el puente de Puerto Isabel.
Fue aquel un viaje lleno de accidentes y contratiempos. Mi primer viaje largo en carro por carretera. En teoría cinco horas que se transformaron en diez. Balatas quemadas, una fiebre repentina y no recuerdo que más catástrofes, se encargaron de hacerla de emoción como antesala a mi primera contemplación del Atlántico.
Hoy recuerdo ese día como un paseo por los cielos, la máxima definición de ese exilio al edén que es la infancia que ni mil libros de Proust alcanzarán a recuperar. Hoy celebro ese día contemplando el Pacífico mientras manejo a toda prisa por la Escénica, sin tiempo para poner los píes descalzos en la playa, pero contento de poder, al menos por unos minutos, perder mis ojos en ese amado universo de agua

El primer cadáver

Mi colega el chango 100, vestido con el traje de Nostradamus, incluye en su siempre leído espacio, un recorte de periódico en donde habla de mi fatídica muerte.
La nota roja, destacada de manera escandalosa en la portada, afirma que me arrojé a las ruedas de un tren desconsolado por los fracasos recurrentes de mis Tigres. Eso ocurre a mis 35 años de edad según el periódico. Ello significa que debemos esperar un lustro para mi inmolación. Veremos.
Tal vez Manuel Lomelí escribió esto sin saber que la nota periodística en cuestión toca la sensible fibra de uno de los recuerdos más ancestrales y oscuros de mi vida. Un recuerdo tan fuerte como mi primera visión del mar. Me refiero a la primera visión de un cadáver Si los cálculos no me fallan, debe haber ocurrido por la misma época en que vi el mar, a mis cuatro años de edad.
A lo largo de mi existencia he visto muchísimos cadáveres. La verdad he perdido la cuenta y aunque nunca me he dedicado propiamente a la nota roja, me ha tocado ver muertos en todas las circunstancias posibles.
Desde cuerpos en absoluta descomposición, hasta fresquecitos, recién acribillados minutos antes por una cuerno de chivo. Aplastados por las piedras de una construcción, prensados en un choque, aplastados por un camión, con la cabeza reventada por la bala que ellos mismos se dispararon, colgados de una viga en su cuarto o carcomidos por un mal devastador. Ya no digamos los encobijados o encajuelados que son pan de cada día en nuestra Tijuana. En cualquier caso, siempre conservo una extrema frialdad. He visto muchísimos cadáveres, pero ninguno se compara a la impresión que me causó el primero que ví en mi vida.

Crecí en la casa de mis abuelos, que se encontraba justo frente a las vías del tren en la salida a la carretera a Saltillo. Aquella tarde el tren se detuvo repentinamente justo frente a nuestra casa. Un tren detenido era para mí algo más que un espectáculo emocionante. Ver los vagones de cerca, sus enormes ruedas, poder tocarlas y medir su inmensidad era un alucine absoluto para mí. Desde la ventana vimos el tren detenido y de inmediato pedí que me llevaran a la vía. Mi padrino José Manuel, responsable de las mayores aventuras de mi infancia, me llevó a ver el tren. Cruzamos a píe la carretera y llegamos hasta donde estaba el enorme carguero detenido. Cuál sería nuestra sorpresa al ver que el tren no se había detenido por una falla mecánica. Ahí, junto a los durmientes, yacían pedazos humanos machacados por las ruedas del ferrocarril. Un pedazo pierna con pantalón de mezclilla, algo que parecía ser una cabeza aplastada y toda suerte de retazos sanguinolentos. Tal vez en ese momento no fui totalmente conciente de lo que veía.

Creo recordar que José Manuel me dijo que era un chivo o un perro, pero algo en mi interior me decía que se trataba de un cuerpo humano. Lo más impresionante fue saber que esos pedazos machacados eran los restos de un anciano al que yo conocía muy bien. A ese hombre lo llamaba simplemente el Señor de la Basura. Era un amable viejo que cada mañana llegaba con una carretilla a recoger los desperdicios de nuestra casa a cambio de una propina y que seguramente aprovechaba las latas, el cartón y de más reciclables. Aquella tarde su carrito, material indispensable de su fuente de supervivencia, se quedó atorado en la vía. El tren ya estaba cerca. El señor no se resignaba a dejar morir la carretilla bajo las ruedas del tren y lucho hasta el último momento o acaso prefirió inmolarse bajo las ruedas de acero antes de ver perdida su herramienta de empleo. Ese día me enteré que tan dura puede llegar a ser la miseria, como para aferrarse a defender una carretilla aún a costa de la vida propia.

También me quedó claro lo absoluta que es la Muerte. No sólo fue la visión de los pedazos humanos, sino el descubrir que en los días y semanas siguientes el Señor de la Basura no volvió a aparecer. La Muerte significaba irse, no estar más, desaparecer. Las vías de ese tren que tanto me ilusionaba fueron su tumba. Desde entonces, los trenes cargaron consigo una vibra un tanto siniestra. Digo, no los dejé de contemplar con emoción absoluta y aún recuerdo mi enorme felicidad la primera vez que viajé a bordo del Regiomontano a México, pero el silbato del tren se transformó de alguna manera en un heraldo oscuro.

Reflexiones en torno a tres plumas chatarra

1- Coelho

Leo lo escrito por filtrocerebral[>] en torno a Paulo Coelho. Para ser honesto, nunca me he tomado el trabajo de leer uno de los libros de este brasileño. Doy por hecho que debe ser peor que tragarse una hamburguesa de McDonalds o beber una coca cola en Disneylandia.
Según entiendo, este hombre mezcla un caldo de parafernalia de new age desechable con recetas baratas de superación personal aderezadas con toquecitos melosos y romanticoides.
A veces mis prejuicios hacia un autor nacen del tipo de gente que me recomienda su lectura. Existen tantas mentes cortas que me han recomendado a Coelho, que eso mismo ha hecho que me niegue a tomar uno solo de sus libros.
Cuando un libro le gusta a mucha gente es casi siempre sinónimo de que yo lo detestaré. Cuando hay más de cinco babosas que se aglomeran en torno a una obra, inmediatamente empiezo a desconfiar de ella.
Sin embargo, el caldito le ha funcionado. Las recetas más simploides dignas de paladares torpes son las que más venden. Ahí está McDonalds. Ahí está Coelho. Algo tendrá el señor, pro yo confieso que aún no lo he leído.

2- Dan Brown

En los últimos meses pude contar fácil más de 30 personas que me recomendaban efusivamente leer El Código Da Vinci. Me dijeron que me encantaría y más de uno me comentó que no entendía como es posible que yo con tal amor por la lectura, no hubiera leído semejante maravilla editorial. Mi foquito rojo se encendió de inmediato. Si este libro le gusta a todo mundo, pensé, debe ser una soberana mierda. Sin embargo, en ese caso particular decidí jugármela y bueno, al menos no vomité, lo cual ya es ganancia. Hace unos meses, mi colega periodista de Ensenada nanilkah, me prestó el libro. Más bien se lo intercambié por La hora sin diosas, de Beatriz Rivas, a mi juicio una reflexión biográfica doñil y fresoide al más puro destilo de Isabel Allende sobre Lou Salomé y Alma Mahler. A cambio, yo obtuve el libro de Dan Brown. Honestamente creo que salí ganando (perdón Nanilkah si me pase de frívolo con Rivas) Mentiría si dijera que me lleve una gratísima sorpresa con Da Vinci, pero también sería injusto si catalogara al libro como un chatarrero best seller desechable. De hecho me atrevo a decir que es casi un buen libro. Digo, es como esas veces que escuchas un disco de Pop tipo Madonna que aunque no deja ni por un segundo de ser un plástico producto comercial elaborado con el único propósito de vender, tiene al menos una buena producción. Vaya, es como una hamburguesa de Carls Junior, que sin dejar de ser comida chatarra, es mucho mejor que McDonalds
El Código es un libro bien hecho, pensado de manera inteligente. Claro, no deja nunca de ser un producto comercialísimo y tener en todo momento esa vibra de película de Hollywood, pero está bien construido y tiene una buena intención. Digamos que el hecho de que coincida ideológicamente con el autor me ayuda muchísimo. Más allá de la calidad editorial del libro, estoy absolutamente de acuerdo con Dan Brown. No me voy a meter en el machacadísimo tema de Jesucristo y Magdalena y la dimensión humana del Mesías, un asunto viejo, trillado a más no poder y que sólo Saramago supo tratarlo con absoluta maestría. Sin embargo, me confieso fascinado con la reflexión de Dan Brown en torno a la cantidad de elementos paganos que infestan el catolicismo. Desde hace mucho me ha quedado muy claro que el católico es un pagano por excelencia, un politeísta obligado a creer en un solo dios. El monoteísmo del católico es tan puro como el español de un chicano de tercera generación. Un católico tiene de convicción monoteísta lo que yo de piel morena. Me gusta la defensa que hace Brown del paganismo y bueno, aquellos que me conocen, deben deducir que me siento más que identificado y halagado con el hecho de que los malos de la película sean los discípulos de Escrivá de Balaguer. Ellos son y han sido siempre los malos de la historia de mi vida. No hay para mí encarnación más pura del mal, la hipocresía y la mentira. Ahora sí que dieron al clavo con el malo. Felicidades Brown. Nomás por eso te perdono lo comercial y hollywoodesco de tu novela.

3- Dehesa

Y bueno, ya que hablamos de plumas lights y desechables, voy a retomar el tema que ya tocó muy oportunamente http://www.angelopolis.blogspot.com/ en torno a Germán Dehesa. Lo haré porque esta mañana precisamente me tocó ir a entrevistarlo allá en el Grand Hotel, donde fue invitado al desayuno de la Coparmex.
Dehesa tiene muy claro cuál es su negocio y sabe muy bien lo que tiene que venderle a los millones de burguesoides que son felices leyéndolo y escuchándolo.
Dehesa vende un producto bastante simple: Un ratito ameno, chistoso, con cierta dosis de picardía light. El producto le ha funcionado muy bien y se vende como pan caliente. A un público como el de Coparmex, sin duda alguna la más reaccionaria de todas las cámaras empresariales del país, le viene como anillo al dedo desayunar con Dehesa.
Un toque chistosón a la política, el futbol, la vida diaria, un comentario por aquí, un chistecillo por allá, se permite una que otra mentada, pronunciar un mexicanísimo pinche, cabrón, chingada, una reflexión culta, una ironía suave, una etimología, una cita literaria y el público en su puño.
Su público, compuesto por solemnes pavos con delirios aristocráticos, ríe a cada momento y celebra las expresiones altisonantes porque a Don Germán se le perdonan.
Terminada la conferencia, Coparmex había agendado una rueda de prensa con Dehesa, pero el señor estaba cansado y decidió largarse a su cuarto y en forma más que déspota nos mandó a tomar por culo cuando lo fuimos a perseguir hasta el elevador.
Ante las protestas de todos los medios, la gente de Coparmex lo convenció de que nos recibiera media hora más tarde en la suite presidencial en el piso 32 del Grand Hotel. Vaya que se atiende mal este señor. Una suite de rockstar la que le dieron, desde donde tienes una preciosa vista panorámica de Tijuana
Sobre la entrevista sólo puedo decir que detrás del Polo Polo intelectual, del payasito agradable alma de la fiesta, nos encontramos un viejito cansado, muy cansado, huraño y desganado.
No me molesta Germán Dehesa, no me cae mal, pero tengo muy claro lo que es y lo que significa. A veces, pocas veces, leo sus columnas y me divierto. Eso sí, jamás perdería el tiempo comprando o leyendo uno de sus libros. Ignoro de qué tratan, pero doy por hecho que no me pierdo de nada y que no me aportarían un carajo. Hay demasiados libros buenos aguardando en mi biblioteca para perder mi tiempo con él.
Por lo demás, entiendo perfectamente las razones del éxito de Dehesa y en cierta forma su columna es la alternativa menos aburrida de las páginas editoriales del periódico.
Basta con mirar nuestro triste panorama. Les propongo una cosa: Abran la sección editorial de su periódico, el periódico que sea (a menos que sea El País), y díganme honestamente si creen que algún editorialista vale la pena. Las páginas editoriales de los diarios son soporíferos cementerios atiborrados de aburridos politólogos reveladores de verdades absolutas, profetas egocentristas y analistas pretenciosos que se creen poseedores de claves secretas. ¿Quién necesita un Sergio Sirviento, un Carlos Ramírez y de más ejemplares de su especie? Yo No. Luego entonces, comprendo perfectamente y hasta celebro que alguien como Dehesa se tome la molestia de contar chistes.

Tuesday, August 17, 2004

Carcharadón Carcharies

Espero que no haya sido alguno de mis colegas periodistas ensenadenses Diana Venegas o Fausto Ovalle, quién firmó la nota del tiburón blanco de seis metros que atrapó un pescador gringo en las costas de la Cenicienta del Pacífico. Y digo que ojalá no, porque esa nota en la que se alerta sobre la presencia de tiburones blancos en playas bajacalifornianas, desatará la paranoia y más de uno se querrá vestir de héroe matando inocentes escualos.
Según la nota, los corrales de engorda de atún, atraerán a aguas bajacalifornianas a horas de hambrientos Carcharadón Carcharies. La nota, que por supuesto es vendedora, alerta sobre la presencia de tiburones blancos en Tijuana, por supuesto la gente se asusta y no faltarán los imbéciles con vocación de Ramón Bravo o capitán Ahab que quieran colgarse medallas matando a estos pobres peces.
Por lo demás, no me extraña en lo absoluto que haya tiburones blancos en nuestras costas. Más bien me extrañaría que no los hubiera. El ecosistema es perfecto para ellos. Aguas frías, una gran cantidad de lobos marinos y mamíferos diversos que les pueden servir de alimento, además de atunes y peces grandes. Eso sí, dicen que donde hay delfines no hay tiburones y aquí lo que sobra son delfines. Basta que te sientes una tarde en el Terrazas Vallarta y será casi imposible que no veas por ahí un grupo de alegres cetáceos saltarines. Pero en realidad no me extrañaría que hubiera tiburones blancos por estos rumbos. Lo que me cagaría es que los empiecen a matar.

Por cierto, la noche del domingo soñé con un tiburón ballena. Yo estaba en el fondo del mar y veía la sombra del más enorme de los peces, el inofensivo depredador de planctón de 22 metros que pasaba sobre mí. Fue un sueño imponente.

Puma

La noche del domingo también soñé con un puma. En mi sueño me encontraba comiendo en un restaurante de carnes asadas de Monterrey y desde la ventana veía los cerros de la colonia Balcones del Carmen, también de Monterrey y ahí, parado en un peñasco, veía al león de la montaña.


Islas Coronado

El hombre que enciende todas las noches el faro de las Islas Coronado se llama Silverio. Hasta hace pocos años, es farol era de dísel. Unos burros se encargaban de arrear hasta la cima de la isla los tambos de combustible para encender cada noche el faro.
Desde el parque de Hacienda del Mar, cuando doy su paseo nocturno a Morris, me entretengo contemplando la luz del faro desafiando las tinieblas.

Los españoles bautizaron a las islas tijuanenses como Islas de los Santos Coronados. En términos geográficos son las islas más meridionales del país.

Según me contó un biólogo ayer, en las Coronado habita una especie de serpiente de cascabel única en el mundo.
También un pájaro nocturno extremadamente sensible a la luz que tiene en las Coronado su ecosistema principal. La colonia más grande del mundo de estos pajaritos (cuyo nombre científico he olvidado) está en nuestras Islas.


Chingue a su madre Chevron por toda la eternidad.


Avanza el patio

Lento pero seguro. Esa es la historia de nuestro patio. Aún así, a paso de tortuga, su rostro ha cambiado por completo. Incluso debo decir que la cara que patio muestra este día, el domingo, es harto distinta a la que mostraba el sábado por la mañana.
Carol y yo fuimos a un vivero que se encuentra en las Dunas, pasando Puerto Nuevo. Compramos ocho plantas de las conocidas como espadas. Una planta de hoja extremadamente larga. También compramos cuatro enredaderas. El sábado vaciamos tres costales de tierra fertilizada en la recién construida jardinera y plantamos las matas.
El domingo nos dimos a la tarea de cubrir la pila con pintura selladora. El patio es otro. Falta poner el pasto (¿o nos decidiremos por adoquines?) y habilitar de una buena vez la fuente, pero las plantas le han cambiado el rostro. Es increíble como puede influir la presencia del reino vegetal en la atmósfera de un hogar. Una casa sin plantas es un cielo sin estrellas.


Lins y Mankell

¿Hay algo en común entre Suecia y Brasil? Sí, el amarillo de la camiseta de sus equipos nacionales de futbol, esos que en 1958 disputaron la final de la Copa del Mundo en Estocolmo. 5-2 favoreció el marcador a los amazónicos. Pelé, con 17 años, empezaba a escribir en letras de oro su leyenda. El de 1958 es hasta la fecha el único título mundial ganado por un equipo americano en Europa.

Suecia y Brasil han escenificado otros enfrentamientos. Recuerdo el de 1990, en Torino, que favoreció 2-1 a los sudamericanos. Un par de enfrentamientos en USA 94. 1-1 en primera ronda y 1-0 favor Brasil en Semifinales.

Suecia y Brasil son dos de los países donde el Heavy Metal es más fuerte en el mundo. Ambos han sido semillero de grandes bandas. Este estilo musical tiene en esos dos países sus catedrales mundiales.


Tengo la costumbre de tener un libro para la calle y uno para la casa. El de la calle es el que paseo para todos lados, en taxis, camiones, salas de espera, sobremesas y tiempos muertos.
El de casa es el que tengo en el buró y cuya lectura me acompaña cuando Carolina duerme y yo me dedico a conjurar mi insomnio con los largos preludios de lectura que anteceden la llegada de Morfeo.


Este verano mi libro de calle ha sido Ciudad de Dios, del brasileño Paulo Lins. Mi libro de casa ha sido Pisando los Talones del sueco Henning Mankell.
¿Tienen algo que ver estos libros? Al igual que las selecciones de Suecia y Brasil, sólo comparten el color de la carátula. Por ser ambos ejemplares de TusQuets, son rigurosamente negros. Fuera de ahí, son dos universos absolutamente contrastantes. Como la casa y la calle, como el calor de Brasil y el frío de Suecia.
Ambos son libros gordos, rechonchos. 400 páginas Ciudad de Dios. 534 Pisando los Talones. Sin embargo, nada hay en sus párrafos que los hermane. Debo confesar que disfruto mucho repartiendo mi lectura entre universos tan dispares.

Ciudad de Dios es una novela de tipo social que expone de manera crudamente desnuda la existencia en una favela de Río de Janeiro.

Pisando los Talones es simplemente una novela policíaca de tipo deductivo.

En Ciudad de Dios hay de tres a cinco muertos por página y una cantidad de atracos, violaciones, esnifadas de coca, fumadas de mota, todo a ritmo de samba y con olor a sudor.

En Pisando los Talones hay sólo unos cuantos muertos (que son los que ponen a trabajar a Kurt Wallander), cero pasajes de tipo sexual y sólo unos cuantos vasos de vino que ocasionalmente bebe nuestro detective.

Los muertos que se cargan a la cuenta de Inferninho o Miúdo son leves, desechables, gratuitos.

Las muertes que investiga Kurt Wallander son densas, absolutas, ocupan todo su universo y le quitan el sueño.


Mientras Wallander recorre más de 200 páginas haciéndose preguntas y deduciendo ínfimos detalles sobre la muerte de su colega Svedberg, Infieninho o ,Miúdo se han llevado de encuentro más de 50 almas sin que el sueño se les perturbe en lo más mínimo.

Los negritos de Ciudad de Dios son carnales.
Wallander es racional hasta la médula.

En Ciudad de Dios van, vienen, matan, esnifan, fuman, roban y después duermen. Ni uno de los personajes de Ciudad de Dios ha tenido crisis de insomnio a lo largo de la novela.

El solitario Wallander nunca tiene sexo, apenas bebe de vez en cuando, escucha opera y recuerda con nostalgia a Baiba Liepa, su amor de Riga

En Ciudad de Dios se vive de prisa y la muerte se despacha como en restaurante de comida rápida.

Pisando los Talones es lento, muy lento. Aún no se cuál es el secreto de Hanneing Mankell para lograr atraparme de esa manera en cada uno de sus libros. Son libros larguísimos, caminan despacio, están atiborrados de detalles. Wallander en su insomnio medita, recuerda, deduce, compara y elimina posibilidades. Regresa al lugar del crimen, bebe café, examina fotografías con lupa y nada pasa.
Hace una semana y más de 100 páginas que mataron a Svedberg y seguimos en las mismas. Sin embargo, Mankell me gusta.

No me imagino a Kurt Wallander trabajando en la PGJE de Tijuana. Con el homicidio de Svedberg y la desaparición de tres chicos, Wallander declara que hay una sobrecarga de trabajo. En su apacible Ystad las muertes anuales se cuentan con los dedos de las manos y aún así Wallander siente que Suecia se ha vuelto cruel y violento. En Ciudad de Dios he perdido la cuenta de los muertos que ha habido únicamente en la Favela.

En lo que va del 2004, se han cometido en Tijuana 193 asesinatos, 38 menos que en 2003. No se que pasaría si el procurador Antonio Martínez Luna contratara al inspector Wallander. Sospecho que el super policía de Ystad se volvería loco. Tijuana, en definitiva, se parece más a Ciudad de Dios. Por eso es mi libro de calle. ¿Nuestra casa se parece a Ystad?

En fin, confieso que he disfrutado inmensamente ambos libros.

Marcas

Hace rato mataba el tiempo (como si me sobrara) con unos compañeros de trabajo. No sé por qué salió el tema de las marcas. Recordé a la juventud regiomontana, obsesionada hasta lo enfermizo por las marcas de bolsos, zapatos, blusas, lentes. Pensé en algunas personas de Tijuana que son capaces de gastar entero su salario de maquila en Fashion Valley en un par de prendas. De pronto reparé en mí y caí en la cuenta de que no tengo la menor idea de qué marca es la ropa que llevo puesta en este momento. No sé que marca es el pantalón, ni la camisa y tampoco los zapatos (¿o son tenis?) ni me importa. Salvo los tenis que me los regaló Carol, no recuerdo dónde compré la camisa y el pantalón ni mucho menos cuánto me costaron. Deben haber sido muy baratos, pues difícilmente invierto en una prenda de trabajo más de lo que invierto en un disco o en un libro. De lo único que tengo conciencia es del reloj, Swiss Army, que me regaló Carol y de los calzones, rigurosamente Hanes. Fuera de eso, confieso no tener la más mínima idea de la marca de las prendas que en este momento cubren mi cuerpo.


La única marca por la que algún tiempo mantuve cierta obsesión y en la que invertía cantidades más o menos fuertes de dinero en mi juventud, son las botas Doctor Martínez y los jerseys originales de equipos de futbol. Entre más raros, mejor. Fuera de eso, el resto del kit me vale un carajo. Puedo presumir y me siento orgulloso de no haber comprado nunca en mi vida una corbata. Hasta la fecha, en 30 años de vida, nunca he gastado un sólo centavo de mi bolsa en un inservible pedazo de tela de esos.

Un poco de reseña musical

Cathedral

En mis oídos una recopilación de Cathedral. The Serpent Gold es un disco doble que reúne 27 canciones de esta banda inglesa comandada por Lee Dorrian, quien fuera fundador de Napalm Death en sus tiempos de anarquista radical.
Cathedral es un fiel practicante de ese culto que los críticos han bautizado como Doom Metal. Con los suecos Candlemass como padrinos, el Doom encontró en Inglaterra su semillero con bandas como My Dyng Bride y los primeros Paradise Lost (los de aquel inolvidable Gothic)
A menudo se confunde el Doom con el metal gótico que hacen bandas noruegas como Tristania o los antiguos Theatre of Tragedy (hoy en día cuasi techno)
Sin embargo la esencia de lo Doom, creo yo, es lo que hace Cathedral. Sin arreglos orquestales, sin voces femeninas, Cathedral toca básicamente un rock and roll, lento, corrosivo y penetrante que inevitablemente hace recordar los mejores momentos de un Black Sabbath.


Sistem of a Down.

Carol me ha regalado el Steal This Album, de los armenio-libaneses- americanos de Sistem of a Down. Puedo afirmar que de todas las bandas nuevas, Sistem of a Down es por mucho la que más me prende. Su disco anterior, Toxicity, ha sonado varios cientos de veces en mi aparato y aún no e aburro de él. En el verano de 2002 tuve la oportunidad de irlos a escuchar en vivo al OzzFest y puedo jurar que es un alucine de potencia y adrenalina. Steal this Album sigue fiel a esa misma línea de extrema potencia hardcorera que sin embargo jamás renuncia al buen ritmo y a la vibra arábiga. Pocas bandas me ponen de tan buen humor.


Judas Priest

Hace una semana conseguí en Cd el mítico Sad Wings of Destiny, uno de los discos más viejos de Judas Priest y el que marco en ellos el pasaporte definitivo al Heavy Metal. Hay quien dice que este disco, grabado en 1976, es el primer álbum de Heavy Metal en estado absolutamente puro. Yo prefiero no otorgar bautismos ni actas y me limito a disfrutarlo. Por ser grabado en otra disquera, el Sad Wings es difícil de encontrar (en cambio, la discografía ochentera de los Judas ha sido remasterizada y se encuentra hoy en día en cualquier supermercado) Junto con British Steel, Screaming for Vengance y Pain Killer, Sad Wings está en el cuadro de honor de Judas y contiene tres de mis rolas favoritas de esta gran banda: Tyrant, The Ripper y Victim of Changes. Un señor discazo.

Monday, August 16, 2004

Ille Camaratu

Fue Macario Ruvalcaba, el velador del edificio de la Sociedad de Historia de Tijuana, ubicada en la Calle Ermita, quien me puso en antecedentes sobre la existencia de Ille Camaratu.
Era un viejito necio que llegaba cada tarde a insistir ser recibido por el cronista de la Ciudad. Don Lorenzo Carvajal lo había tomado por un loco las dos únicas veces que había hablado con él. Un viejo europeo con complejos de príncipe en el destierro.
Al no tener con quién hablar, el velador se convertía en su confidente. Ille Camaratu le contó historias increíbles, me dijo Macario, pero a leguas se ve que salieron de su loca cabeza. Era un loco el rumano aquel.
Macario logró averiguarme la dirección de Ille Camaratu. El rumano vivía en la Calle Baja California, en plena Zona Norte. Hasta allá fui una noche con Amber Aravena. La suya era una vieja casa móvil de madera, típica de la clase obrera de California en los años treinta. Nos abrió la puerta una mujer madura de aspecto oriental. Nos informó que Ille estaba en cama muy enfermo y no quería forzarlo a hablar. Sin que le pidiéramos nada, la mujer china nos entregó un altero de papeles escritos a máquina.

Lean primero estos cuentos y después vengan a platicar con mi marido para que él les diga si es verdad o mentira. Cuando tiene fiebre como ahora, sólo alucina monstruos.
Amber y yo nos marchamos y en una vieja lonchería de la Coahuila, con servicio las 24 horas, empezamos a leer los textos de Ille Camaratu.


Una noche en Dimmornaz

Por Ille Camaratu

El color púrpura era la contraseña, pero se mostraba en forma tan discreta, que a menudo los clientes neófitos sufrían demasiado para poder identificarla. La consigna era poner atención a cualquier señuelo purpúreo mostrado en los alrededores de los recintos portuarios. Podía ser un paliacate amarrado en la cabeza de un marinero, una mascada en el cuello de una mujer o en ocasiones un objeto, como un libro o una veladora llevado en la mano por el guía. Eso fue en los primeros tiempos, hacia el otoño de 1945, cuando sólo unas cuantas personas conocían la existencia de Dimmornazz. Años después, unas pequeñas lámparas que emitían una luz púrpura se transformaron en la contraseña más o menos institucionalizada, si bien nunca existía la plena seguridad de que fueran a ser utilizadas y el cliente tenía que estar consciente de que podía encontrarse con sorpresas a la hora de buscar el señuelo.
Muchas de las cosas que narró, son las que yo mismo viví en el indeterminado tiempo que pasé en Dimmornaz y puedo garantizar que todas son verdaderas. Aunque la atmósfera onírica y los brebajes alucinantes podrían fácilmente inducir a la confusión, tengo la plena seguridad de haberlo vivido. Las marcas aún visibles en mi cuerpo al momento de escribir estas líneas son la prueba de que no pude haberlo soñado. Otras cosas, las supe después, algunas por testimonio directo y otras más por simple rumor, por lo que no puedo certificar su veracidad.

Yo viajé a Dimmornazz el 4 de diciembre de 1952 y lo hice siguiendo una lámpara de luz púrpura que portaba un hombre viejo, cuya apariencia era la de uno de los tantos pordioseros que mendigaban sobras en el Puerto. Fue él quien me llevó hasta la entrada del yate, anclado disimuladamente entre viejos barcos pesqueros.
En los embarcaderos de Point Loma en San Diego y Long Beach en Los Ángeles los yates zarpaban al atardecer, una vez que el Sol se había ocultado. En San Francisco solían partir poco antes del amanecer. Generalmente había dos o tres barcos cada semana, pero no existían fechas fijas. Como todo lo referente a Dimmornazz, esto sólo se sabía corriendo la voz.
Al principio, la única forma de publicidad era el cuchicheo al oído en medio de una noche de cantina o burdel.

Los primeros clientes que acudieron a Dimmornazz se enteraron de la existencia del lugar por boca de las putas de Los Ángeles o San Francisco, quienes les indicaron la forma en que debían identificar el color púrpura en los puertos. Pero eso debió ser al principio, cuando sólo unas cuantas personas sabían de su existencia. Años después, la leyenda de Dimmornazz se narraba en todas las zonas rojas del mundo. Yo mismo tuve conocimiento de Dimmornazz por una felatriz zíngara a la que acostumbraba visitar cada cierto tiempo en un burdel de Budapest. Fue ella la que me indicó la forma en que debía identificar los señuelos, si bien confieso que en aquel entonces aún no albergaba ni siquiera el sueño de poder viajar a América.

Las embarcaciones siempre eran diferentes y nunca estaban estacionadas en un mismo lugar, aunque invariablemente eran lujosas. Al llegar a bordo, los clientes debían pagar el elevado costo del viaje, mismo que no incluía la tarifa de entrada a Dimmornaz. Aquella ocasión yo pagué 400 dólares en efectivo.
La cuota pagada por el yate sí incluía el ilimitado consumo de vinos durante el trayecto. Aunque no formaba parte de los servicios ofrecidos, con el tiempo el juego con apuestas elevadas se hizo una costumbre entre los clientes. Los conductores del yate se abstenían de intervenir en lo referente a los pasatiempos de azar, toda vez que eran pactados en forma espontánea por los clientes, si bien el monto de lo apostado solía ser elevadísimo. Los rostros de los marineros y meseros que laboraban en el yate, iban cubiertos por antifaces y jamás proporcionaban datos sobre su identidad. Por lo que a mí respecta, durante el viaje preferí permanecer en la proa observando las enormes embarcaciones militares, ancladas en la Bahía de San Diego y no crucé palabra con nadie.

Entre juegos de naipes y copas de vino transcurría el viaje hasta llegar a las aguas del Pacífico mexicano desde donde se avistaban las Islas de Nueva Daxdalia. Yo recuerdo haber visto primero sólo el faro de luz púrpura a lo lejos, aunque después pude divisar la gigantesca sombra negra de las Islas, como monstruos marinos emergiendo en la mitad de la noche. El desembarco se efectuaba en la Playa Norte de la Isla Mayor o Nuevo Drudolph, en donde había un pequeño muelle al que seguía una escarpada cuesta marcada por escalones de roca afilada. El sendero ascendente estaba a su vez rodeado a ambos lados por antorchas. En los alrededores las cabras saltaban entre los peñascos, aunque el temor natural al fuego de las antorchas evitaba que se cruzaran por el sendero. Una vez que se arribaba a la parte más alta de la colina, se podía divisar una construcción hexagonal de ladrillos rojos con una puerta negra en el centro. Dos guardias cubiertos por antifaces y armados con cimitarras moriscas custodiaban la entrada. La puerta sólo se abría una vez que el capitán del yate entregaba una contraseña a los custodios. Dentro de la construcción, había un pequeño recibidor de paredes negras iluminado con una débil luz eléctrica.

La repartición de máscaras se efectuaba ahí una vez que los clientes hubieran pagado su cuota general de admisión. Una mujer de antifaz blanco con el pelo pintado de rojo escarlata, recibía a los visitantes tras un tocador en donde les proporcionaba la túnica y la máscara destinadas específicamente para la velada. Los clientes jamás tuvieron la opción de elegir su atuendo ni de negarse a llevar el que les proporcionaban. En aquella ocasión, a mi me proporcionaron una máscara de color amarrillo que representaba el rostro de un jabalí. La túnica que me asignaron era de color gris. Posteriormente, la mujer de pelo escarlata señaló el camino hacia unos vestidores individuales para que nos despojáramos de nuestra ropa y nos pusiéramos las prendas destinadas. Los clientes estaban obligados a dejar su ropa y objetos personales en el tocador. Hecho esto, descendimos por unas escaleras hasta el Gran Sótano. Estaba prohibido bajar las esclareas sin máscara y túnica. Antes de iniciar el descenso, la mujer del pelo escarlata advirtió sobre las terribles consecuencias que podría acarrear el descubrirnos el rostro. Al llegar abajo, debimos traspasar una puerta negra vigilada igualmente por dos guardias armados de cimitarras.

El Dimornazz o Gran Sótano, era un enorme hexágono de paredes de roca adornado por una enorme alfombra roja que cubría toda la superficie. No había otra iluminación aparte de las antorchas que colgaban de las paredes y sobre la alfombra no estaba colocado mueble alguno, pero del techo, también de roca, colgaban 30 jaulas de hierro sujetas por garfios. Dentro de cada una de las jaulas, que colgaban a cuatro metros del suelo, se podían distinguir las siluetas de cuerpos desnudos. Mujeres y hombres de todas las edades se aferraban a los barrotes y gritaban al ver llegar a los visitantes. En algunas jaulas había hasta diez cuerpos. En otras había solamente uno. Todos sin excepción estaban desnudos y todos estaban enmascarados, si bien las máscaras eran en extremo variadas. Algunos llevaban simples antifaces, otros portaban máscaras venecianas y unos más caretas de plástico con imágenes de cerdos, perros o búhos. Los visitantes fuimos conducidos por los centinelas al centro del hexágono, en donde nos aguardaban cuatro mujeres vestidas con túnicas de color plateado, con delgados antifaces rojos. Ellas eran las encargadas de comunicar a qué jaula dictaba la voluntad de Baronesa Asia que debía ir cada cliente. Posteriormente, los guardianes se encargaban de colocar a los clientes sobre plataformas de lámina que fungían como elevadores tirados por cadenas que los subían hasta la puerta de las jaulas.

Una vez adentro, la suerte del cliente podía ser harto distinta dependiendo de la jaula que le hubiera sido asignada. En algunos casos, el cliente se encontraba con mujeres y hombres desnudos que se arrojaban a sus píes declarando su absoluta sumisión para que dispusiera de sus cuerpos como mejor le pareciera. Pero en otras jaulas, apenas entraban los clientes, eran encadenados a los barrotes y los hombres y mujeres que ahí se encontraban disponían de ellos. El látigo, las incisiones en la piel con armas punzo cortantes y la violación anal eran el destino de los clientes esclavizados.

A mí me fue asignada una jaula en donde había un gladiador con una máscara de venado y tres mujeres desnudas que portaban máscaras negras que simulaban la cabeza de un cuervo.
Apenas ingresé a la jaula, fui encadenado a los barrotes por las tres mujeres, cuya fuerza era descomunal y acto seguido, fui sodomizado brutalmente por el gladiador, mientras una de las mujeres de máscara de cuervo desgarraba mi espalda con un látigo.
Baronesa Asia observaba a los visitantes desde una ventana superior de cristales oscuros colocada al final del hexágono.
Dado que en Dimmornazz no había ventanas y la única luz era la de las antorchas, era imposible saber si en el exterior era de día o de noche. El tiempo que pasaban los clientes dentro de la jaula no estaba predeterminado. Yo mismo no puedo precisar cuánto tiempo pasé dentro de la jaula.

Aunque los goces y suplicios que se vivían dentro de las jaulas podían ser de lo más variados, la flagelación y la sodomía eran por decreto infaltables.
Cuando los visitantes llevábamos varias horas en las jaulas, los guardianes se encargaban de proporcionarnos dentro de un cuento de metal, un extraño bálsamo de color ámbar.
El bálsamo estaba caliente y tenía un sabor agridulce. El gladiador por fin me desencadenó y las mujeres cuervo cesaron su ritual de flagelación. Yo bebía lentamente del bálsamo, pero el guardián me indicó con señas que lo terminara de un solo trago. Apenas estuvo vacío el cuenco, empecé a experimentar un extraño bienestar. No sólo el dolor de los latigazos y la violación desapareció de inmediato, sino que empecé a sentir una energía desmedida y un deseo descomunal.

Las mujeres cuervo y el gladiador se echaron a mis píes. Era mi turno de encadenarlas. Al momento en que escribo esto, tengo la absoluta seguridad de que nunca en mi vida he sido presa de tal arrebato de lujuria como el que me poseyó al beber el bálsamo ámbar. Sentía un deseo irrefrenable de penetrar, golpear y desgarrar. Cada grito de las mujeres cuervo cuando mis latigazos desgarraban sus nalgas y espaldas, era una inyección de adrenalina. Cada arremetida dentro de sus culos una bocanada de nirvana. Fue un instante de extrema energía y lucidez. Los gritos y gemidos de las mujeres puedo aún escucharlos, como si hubiera quedado una cinta grabada dentro de mi cabeza. También el rostro del gladiador averiado por mi látigo. Me encontraba en la cima del arrebato y el deseo, cuando los gritos y alaridos de las otras jaulas cesaron y un imponente silencio inundó Dimmornaz. Yo mismo quedé en un instante paralizado y mis ganas de golpear y penetrar se transformaron de pronto en una calma fascinación al contemplar abajo, en la alfombra roja, un cuerpo desnudo pintado totalmente de púrpura que portaba una máscara del mismo color que evocaba la cabeza de una cabra. El cuerpo púrpura con cabeza de cabra se contorsionaba sobre la alfombra recorriendo todo el perímetro del hexágono en medio del silencio sepulcral, observado por todos desde las jaulas. Poco después supe que era Baronesa Asia quien danzaba y tuve conocimiento del enorme privilegio que significaba el poder contemplar su cuerpo, que muy rara vez se mostraba a los visitantes. Pero esto, como ya he dicho, no lo supe esa misma noche.

A partir de ese momento los recuerdos se empiezan a nublar. Tengo presente que uno de los guardianes subió hasta la jaula portando una espada bicéfala con la que me hizo una incisión en el cuello, justo abajo de la nuca. De inmediato sentí la sangre manar, descendiendo por mi espalda y fui presa de un desvanecimiento. El guardia me dio a beber de un cuenco un bálsamo, ahora de color verde, que me generé de inmediato una sensación de inmaterialidad. Todo lo que me queda son imágenes nebulosas. No puedo recordar cómo descendí de la jaula. Tampoco tengo presente el momento en que entregué la túnica y la máscara para recuperar mi ropa. Creo recordar el instante en que descendíamos por la cuesta de las cabras guiados por la luz de las antorchas. Después todo fue un sueño profundo.

Desperté en el camarote de un yate, anclado frente al muelle de de New Port en Oregon. Llevaba conmigo mi reloj, mi cartera y mis anillos. Mi saco estaba colocado sobre un perchero dentro del mismo camarote. Nada me faltaba. La fecha en mi reloj marcaba 11 de diciembre. Habían pasado siete días desde la noche en que abordé el yate en el puerto de Long Beach con rumbo a las Islas de Nueva Daxdalia. Aunque me dominaba una sensación general de modorra y placidez, mi espalda aún ardía por las marcas de los latigazos. En el barco reinaba el silencio, recorrí los pasillos, toqué las puertas de los otros camarotes, pero nadie respondía. Afuera el Sol brillaba con intensidad. Descendí del barco, caminé torpemente por el muelle y al buscar dentro de la bolsa de mi saco los lentes oscuros que me cubrieran de la luz, encontré un sobre de color púrpura. Adentro venía una hoja del mismo color en donde se leía en tinta negra:

Usted no ha visto ni escuchado nada. Puede usted regresar cuando quiera, pero no deberá hablar de su experiencia con nadie o de otra forma, deberá atenerse a las consecuencias.

Usted sabrá imaginarlas. Sólo recuerde que el tatuaje es para siempre.

¿Tatuaje?

Me quedé parado sobre el muelle con el sobre en la mano, sin saber a donde ir, mientras miraba mis brazos en busca de la marca. Sólo entonces, una punzada de dolor en el cuello me hizo recordar la espada bicéfala danzando sobre mi piel. Por la noche, en la habitación de un hotel de mala muerte en la zona del puerto pude ver en el espejo el hexagrama abajo de mi nuca.