Eterno Retorno

Thursday, December 23, 2004

Ayer visité una maquiladora en donde se fabrican modernos sistemas y accesorios de telecomunicaciones.
No diré su nombre pues no es mi intención señalar particularmente a esa fábrica o hacerle una crítica en particular, sino únicamente señalar las impresiones que me llevo cada que visito un lugar de producción en serie.
Debo reconocer que no deja de ser sorprendente ver las cosas que se elaboran en esta nuestra Tijuana. Tras las paredes de esos inmundos galerones que yacen cual gigantescos dinosaurios en medio de los parques industriales, se produce alta tecnología. Todos sabemos que Tijuana es la capital mundial del televisor. Sin embargo, aquí se fabrican toda clase de chuchulucos para videojuegos, sistemas aéreos de comunicación, telefonía celular sensorial y de más curiosidades. Por una parte me sorprende mucho verlo, he de confesarlo. Sin embargo, me es imposible no verme invadido por cierto horroroso sentimiento cada que visito una maquiladora. De una u otra forma, siento que se materializan las peores pesadillas de George Orwell. El presidente de la compañía hablaba orgulloso del alto sentido humano de la fábrica, algo que los distinguió para ganar el Premio Nacional de Calidad. Sin embargo, es precisamente cuando los empresarios se ponen a hablar de filosofías laborales cuando siento más horror. De entrada al empleado no se le llama empleado. Se le llama asociado pues es una forma de hacerlos sentir parte de algo más, de un equipo, de una familia, qué se yo (¿tendrán acciones de la compañía acaso al ser llamados asociados?)
También se hablaba de estímulos a la productividad, la puntualidad, la buena actitud. Por ejemplo, empiezas usando una bata azul, pero si progresas, pasas a ser bata amarilla y así sucesivamente. Los galerones están llenos de cuadros enmarcados con mantras triunfalistas típicos de toda Biblia empresarial, frases de libro de motivación, diagramas para la superación a lo Miguel Ángel Cornejo y por supuesto, códigos de conducta. A mi alrededor, varias decenas o acaso centenares de obreras vestidas todas con bata azul, cuya mirada estaba clavada en los pequeños tornillitos o piezas que debían colocar una tras otra. Pensé en ellas, en las historias tristes que habría bajo cada una de las batas azules, en los poquísimos centavos que llegan a esas manos que pasan miles de horas ejecutando el mismo movimiento. Paradójicamente, cuando el capitalismo me resulta más pesadillesco, es cuando se arropa con hábitos sacerdotales que pretenden ir más allá de un empleo. En afán de ser humanitarios, los empresarios diseñan estrategias con palabritas extraídas de sus idiotizantes tratados de superación personal y de calidad y productividad.
Por ejemplo, me permito tomar prestado este mantra que define, supuestamente, los valores empresariales de una exitosa compañía regiomontana:

Tenemos el compromiso de crear un ambiente en el que nuestra gente pueda madurar su potencial y desarrollarlo al máximo. A medida que emprendemos nuevos retos y nuestro trabajo se vuelve más exigente y creativo, nos esforzamos continuamente para no sólo brindar a nuestros empleados el entrenamiento y las herramientas necesarios para su desarrollo profesional, sino fortalecer su determinación para alcanzar el éxito personal y tomar control de su futuro.
Sabemos que es necesario crear una base de talento que comprenda lo que implica tomar el liderazgo, y que además ayude a otros a ser líderes, que adopte nuevas técnicas y que conozca los fundamentos de nuestra compañía y nuestra industria.

Bueno, ya fue mucho

Cuando escucho la palabra liderazgo siento nauseas. En realidad todo el lenguaje Itesm me da asco
Todo sistema totalitario se vuelve aún más abominable cuando trata de mostrar su lado bello. Bush resulta especialmente monstruoso cuando carga un niño. El Gulag de Stalin se mostraba infernal en esos ridículos murales de familias felices que se amaban bajo el sol comunista
No tengo nada en contra de la maquiladora que visité. Simplemente me horrorizó, como me horrorizan todas las maquiladoras del mundo. Sin embargo, entiendo que debe ser más horrible morirse de hambre en la calle.
En 1999, cuando descubrí el mundo de las maquiladoras, me inspiré para escribir una historia a la que titulé Odiando a Dios en Tijuana .



Me permito transcribir un fragmento de aquella pinche historia

(sí Daniel , hasta crees que alguien la va a leer)

V
Agarrar jale está fácil. Dicen que te entrevistan y hasta pasas con una psicóloga, pero pura madre, ya estás adentro nada más con haberte acercado, ni la secundaria, saben que así de rápido te vas y te dicen que no hay problema, mañana empiezas, ¿mañana?, Sí, mañana y a lo mejor no llegas a pasado, aquí nadie dura, ni la mano de obra, ni su fruto. Salen las teles, los radios, los muebles, la ropa, salen por miles en trailers y se van, quién sabe a dónde unos cuantos años y después vuelves a verlas rematadas en algún mercado de segunda o hasta en los basureros. Con las manos sucede lo mismo. También son muchas, también sobran y están a la barata aunque duran menos que los aparatos. Pero no importa, nada se pierde, nunca van a faltar, van a desfilar por aquí, venidas de quien sabe donde y se van a ir y sí, también los vas a ver luego echados en un basurero, no van a salvarse, de eso no hay duda. Aquí arriban muchas esperanzas y se acaban por disolver, aquí todo es efímero, desechable y lo peor es que no se recicla, ni siquiera se biódegrada, se queda ahí, contaminando la tierra, chupando sangre como una garrapata, negándose a dejar de existir, depredando cuanto se mueve a su alrededor.
¿Que vienes de Chiapas? Que chingados importa de donde viene la mierda cuando cae al resumidero, aquí llegaste, aquí estás, aquí vas a permanecer, primero dirás que es un rato, que vas a agarrar feria y te regresas, pero esto es la arena movediza, mientras más te muevas más vas a hundirte y de pronto te darás cuenta de que han pasado cinco años y aquí estás detenido.
El trabajo no tiene pierde, cualquiera puede hacerlo aunque lo cabrón va a ser aguantarlo. Claro, a la hora en que estás en Recursos Humanos te dicen que aquí hay oportunidades para el que quiera superarse, la empresa entiende, por supuesto, que lo más valioso es su patrimonio humano y hay promociones, incentivos, ascensos, esto es solo de tener ganas, ser responsable, positivo, que, ¿a poco cuesta mucho regalar una sonrisa al llegar a trabajar? Eso sí, nada de retardos, nada de distracciones ni de ligues adentro de la empresa, ninguna palabra, ningún movimiento ajeno a la labor, para eso está el supervisor que no se la va una sin reportar. Al supervisor su trabajo le ha costado llegar hasta donde está, él empezó como ustedes, pero sacó a tiempo la chamba, le echó ganas, ¿ya ven? Todo es querer. Tu labor será poner un par de tornillos en un casete, que llegará a tus manos cada cinco segundos durante ocho horas seguidas, no debes parar, para eso vas a tener dos recesos de 15 minutos que te va a asignar el supervisor.
¿La paga? Pues para empezar estamos pagando el mínimo con las prestaciones de ley, hay un incentivo de 35 pesos por puntualidad y premios mensuales de 70 pesos para los empleados más productivos, o sea que eso de ustedes depende.
Una vez adentro ya nada importa. No hay rostros, ni voces bajo el cetro del ruido, amo y señor que engulle sueños, pasiones, risas y llanto. El aparato digestivo de la máquina no cesa su crónico estertor, sordo ante la amalgama de frustraciones que se derriten en sus fauces para quedar convertidas en un mismo cuerpo pastoso, incoloro, bolo alimenticio procesado en ponzoña, excremento abortado sobre grava.
¿Querías trabajo? Esto es la carne del futuro. No hay maizales sepultados bajo el lodo, ni semillas calcinadas en las grietas de la tierra, no sientes el brazo de sol flagelando tu espalda, ni la sal del sudor cegando tus ojos. Aquí olvidarás que hay cielo y nunca el viento volverá a secar tus lágrimas. ¿Lo ves? Has regresado al paraíso perdido, no tendrás que herir la tierra con tu sudor para ganar el pan ni sujetarán tu vida a los caprichos de unas nubes tiranas. Tu salario estará ahí, al igual que los tornillos y las plásticas estructuras que vomitará la máquina para que tus manos le den forma de suculento bocado capaz de sosegar el vientre sin fondo del consumo. Ni siquiera debes caminar, permanecerás ahí, en el mismo punto, bajo techo, sobre cemento, en mecánica eternidad. Por la noche quedará el retorno a casa, amontonado entre sudores pestilentes en la oscuridad de una calafia que desgarra el último aliento de su lamina en el caos. La caricia de aguardiente en tu garganta no es capaz de apagar el ruido. Sólo trae mórbidas nostalgias y sed de venganza. El ruido no muere, ni siquiera el sueño seco es capaz de sofocarlo. Llega, dibujado en los rostros obtusos de los que a tu lado comparten la condena. ¿No es esto fantástico? El progreso atravesó el Pacífico desde el lejano oriente y desembarcó como un redentor dispuesto a condenar a los avernos la prehistoria campesina. La saliva de la bestia es el infinito océano, la ubre de escamas capaz de amamantar al mundo. Y tú estás ahí, lánguido como un feto, aferrado a tu cadena umbilical.


VII

El instante es masa plástica impregnada en tus poros, eterno retorno de una desesperación incapaz de herir la piel del tedio. Aún no concibes como opera en tus venas esa anestesia que logra sacarte ocho horas del mundo, con tu mirada fija en un objeto inmortal que renace con los ciclos del ruido. Ahí están tus ojos, petrificados y prisioneros, ignorantes de un entorno igualmente inhumano. Ojos doloridos y calientes ¿A dónde podrías voltear? ¿A dónde huir si la imagen del universo se ha congelado? El único vestigio de vida en la encapsulada atmósfera de quién sabe que tantos químicos, es la pestilencia crónica de un sudor seco, recordándote de la presencia de esas otras almas que comparten tu soledad silenciadas por el rugir de la máquina. Pronto olvidas la fecha y te vuelves indiferente a la luz del día. No podrías precisar si esa primera semana se ha diluido en un minuto o ha sido un trepar por el muro de la eternidad con el cuerpo encebado. Ahí está el maná arrojado por el cielo del progreso que solo cubre esta tierra prometida. Tu primer sueldo, tu supervivencia grapada en una bolsa de plástico, contabilizando cada segundo que ha transcurrido dentro de esta condena. Ya podrás decirles en tu pueblo que has logrado exprimir alguna gota de la ubre plástica de la gran ciudad, gotas que se evaporan en tu búsqueda incesante de olvido y escape. No sabes por qué pero piensas en tus hermanos, fundidos ahora en la tierra que trabajaron cada día de su existencia, materia siempre viva aún en su muerte, diluyéndose en las entrañas de larvas y zopilotes. Hermanos, tierra, marionetas del temporal, juguetes de los dioses de la selva. Aquí no hay sol a sol pues ni siquiera existe el aire y has olvidado lo que puede sentir tu pie descalzo al hundirse en el lodo o al quemarse al contacto de los terrones resquebrajados. Por momentos desearías mirar al cielo y angustiarte ante la amenaza de tormenta o sentir un escalofrío ante la serpiente que se arrastra entre tus pantorrillas, pero aquí los monstruos no tienen la sangre caliente. Sólo existe la máquina y el ojo siempre al acecho de un supervisor sin rostro. La infinita misericordia tus patrones te concede un respiro de rigurosos 10 minutos que se ahogan en el frío de una lata de pepsi mientras a tu alrededor escuchas quejas, chismes y piropos. Y es ahí alrededor del rojo neón de la máquina de refrescos enlatados donde surgen las historias, crónicas de dolor y esperanza inherentes a todo éxodo, pedazos de nostalgia y falsas expectativas de trascender las ruinas del futuro. Un millón de historias que son una, hermanadas en el sueño mutilado y en ese sentir que aunque el cielo está siempre ennegrecido, la vida aún depara algún tesoro oculto al final de un arco iris. En medio de ese fugaz oasis en el desierto de la jornada, cada una de esas manos que van y vienen, esa fuerza efímera y desechable tiene una voz que surge en bruto. Todas las voces remiten a una inmensa lejanía en donde se encuentra siempre el origen, de la esperanza y la tragedia, donde aguarda siempre un útero materno y un santuario. ?Allá en mi tierra?, pero esa tierra es siempre irrecuperable y las ansias de regreso son solo un consuelo para mitigar el dolor. Del grupo de chiapanecos con quienes emprendiste la travesía en Tuxtla apenas quedan unos cuantos. A los demás no vuelves a verlos, la ciudad se los ha tragado al cabo de cinco días y se han diluido entre los desechos y las falsas esperanzas que pueden encontrarse en cada calle. Al final de la jornada todos los rostros, al igual que sus historias, son dolorosamente iguales. Tan solo las voces de los recién llegados remiten a un origen particular. Después, hasta el sonido se va impregnando de fragmentos asfálticos. Voz de lodo, silente y a un tiempo furiosa, aferrada al musical origen, rebanada por bélicos monosílabos. Y tu voz emerge insurrecta y desconocida, desafiando a ese dolor que quisiste volver hierático. Brota el sonido deforme y traidor arrojando tu historia al valle del olvido alcohólico mientras el aguardiente labra puntas de obsidiana en tus entrañas. Y ahí están junto a ti cinco sombras anónimas hermanadas por una botella de plástico que circula entre sus labios y de pronto ya está muerto el frío de la noche y esa peste perpetua a sudor y amoniaco, es solo aroma humano que recuerda el hambre de carne. El aguardiente riega el germen de las falsas esperanzas y de un momento a otro están frente ti los mismos palacios que construiste al abordar el camión que te sacó de Chiapas. El oro vuelve a ser posible y palpable y el horizonte enseña otra vez las torres de un edén abundante y prodigioso. Las palabras fluyen y el paraíso parece estar cada vez más cerca mientras madrugada y alcohol se consumen y sin saber porque deseas que la oscuridad se perpetúe sobre el callejón y no vuelva a surgir el sol enemigo que volverá a arrojar luz sobre tu desgracia, dormida en las tinieblas y arrullada por el aguardiente.