Eterno Retorno

Tuesday, October 12, 2004

Orfandad ontológica

Pocas veces como en este otoño me he replanteado tantos conceptos ontológicos. Dentro mi absoluta orfandad de deidades, he buscado en los recintos de lo sagrado una serie de respuestas que el monstruoso sueño de mi razón insomne ha sido incapaz de darme. Una serie de hechos ocurridos en mi vida condimentados con oportunos pensamientos que se colaron como huéspedes no invitados a la alcoba de mi mente, han dado lugar a replanteamientos que antes me hubieran parecido inverosímiles. Mi obsesiva vocación deicida ha cerrado la puerta a cualquier posibilidad de plegaria. Sin embargo, pocas veces había resentido de manera tan cruel mi condición de huérfano moral. Desde hace algún tiempo creo que las lecturas no son meras casualidades y estos días, han sido las letras quienes en perfecto rompecabezas con los hechos, han contribuido a esta serie de meditaciones. La fe no cabe en mí y sin embargo, entiendo como nunca los motivos del creyente.

Bendiciones

A menudo, andando por las calles de Tijuana, en camiones, taxis y plazas públicas, encuentro personas que me bendicen. Que Dios lo bendiga es una frase que funge como punto final apoteótico de muchas conversaciones cotidianas. En la caseta de cobro de la carretera escénica, hay un viejito que invariablemente pronuncia Que Dios lo bendiga cuando cruzo por ahí. Ayer por la tarde, encontré en el camión a una señora, lectora de nuestro periódico. Hay lectores que simplemente tiran buena vibra. La doñita dijo que ella rezaba mucho por nosotros. La frase me enterneció hasta el extremo. Recé por mí señora, le dije antes de bajar del camión. En los tiempos en que mi anticristianismo alcanzaba los delirios de un fervor religioso, mi respuesta a un Que Dios te bendiga era un furioso Dios no existe. Molestar a los predicadores pronunciando blasfemias fue uno de mis deportes preferidos durante la adolescencia. Hoy, cuando una persona me dice Que Dios te bendiga, yo le contesto: Rece usted por mí

La culpa

La culpa es sin duda el peor de los demonios. En ese sentido, la confesión tiene las características de un exorcismo. Liberar al interior de la culpa es liberarla de un demonio capaz de torturar al ser humano durante la vida entera. Dostoievski supo bucear a profundidades ontológicas humanas a las que ninguna otra pluma ha sido capaz de acceder. Un hecho concreto ocurrido semanas atrás en las calles de esta ciudad de Tijuana, me hizo sentir peor que un Rascolnicoff. Entonces comprendí el sentido que muchos católicos sinceros le dan a sus vidas. Como no tengo Dios ante quien confesarme, debí acudir directamente a estrechar la mano de la persona a la que perjudiqué con mis actos para decirle: Estoy arrepentido. Esas palabras pronunciadas con la dosis de sinceridad requerida, pueden tener un efecto de bálsamo.

Informantes muertos

En este diario camelleo del periodismo, uno platica con decenas de personas al día y escucha cualquier cantidad de historias, versiones inverosímiles, teorías al vapor y peticiones imposibles. Un café, un cigarrito, una entrevista banquetera, un telefonazo, un encuentro casual. En este universo todo mundo tiene algo que contar y mucho más que ocultar. Rodeado de un océano de trapos sucios, frases amables y conversaciones con sentido oculto suelo pasar mi vida diaria. Algunos rostros no los vuelves a ver nunca. Otros los sueles ver cada cierto tiempo y otros los miras diario. Otros los vuelves a ver en una foto cuando nos toca narrar la noticia de su asesinato. Ayer volvía a reparar en que la lista de personas con las que alguna vez conversé, entrevisté o platiqué y que hoy en día están muertas se va haciendo cada vez más grande.


Rebelión de los Tártaros

Un librito improbable encontrado a 24 pesos en una mesa de supermercado; la rebelión de los tártaros de Thomas de Quincey. Siempre será un placer leer a este erudito. Aunque sus dos títulos más sugestivos, como son El asesinato como una de las bellas artes y Las confesiones de un inglés comedor de opio son los que lo han llevado a la fama, lo cierto es que sus disertaciones en materia de historia y filosofía simplemente no tienen desperdicio. Ya me había sorprendido gratamente con Seres imaginarios y reales en donde lo mismo medita sobre el mito de la Esfinge y el destino histórico de Judas Iscariote. La Rebelión de los Tártaros habla del gigantesco éxodo que emprendieron decenas de miles de tártaros calmucos por las estepas rusas en el Siglo XVIII hasta llegar a la Muralla China. Un éxodo doloroso, sangriento, que costó miles de vidas y que sin duda es comparable al éxodo de los israelitas de Egipto o al del pueblo mexica en busca del águila y la serpiente. La diferencia es que el éxodo tártaro de Rusia es algo de lo que la historia apenas se ha ocupado. Thomas De Quincey es como esas casas vinícolas que sin importar la cosecha, siempre sabrán ofrecer un vino exquisito al paladar. Sea cual sea el tema que trate, siempre será un placer leer al opiómano británico que un siglo después de su muerte tuvo en Borges a su fan número uno.

Ivanhoe y Robin Hood


El verano firmó sin preámbulos su acta de defunción. Las tardes son cada vez más cortas, las noches se tornan frías. Mi ánimo, contagiado por una suerte de efecto máquina del tiempo, me pide retornar a los textos de la infancia, a aquellos libros que fueron el punto de partida en esta incurable adicción.
Frente a mí, en el improvisado librero que tengo en mi escritorio, algunos ejemplares de novela contemporánea me miran aburridos y rumiantes suplicando lectura. Lo siento, hoy no tengo tiempo para ellos. Anoche, luego de sellar el que espero sea un pacto de reconciliación, decidí comprar un libro que narra la historia de un ladrón: Robin Hood. Lo siento, pero amo las paradojas. En el mismo libro aparece Ivanhoe. Ambos textos los leí en ediciones ilustradas cuando era niño. Hoy apuesto por sumergirme en el texto original de Sir Walter Scott.

En la hermosa comarca de la alegre Inglaterra por la que el Río Don pasea sus antiguas aguas, había antiguamente una dilatada selva que se extendía por la mayor parte de los hermosos valles y colinas que median entre Sheffield y la preciosa ciudad de Doncaster...Ufff, que adjetival elegancia la de este escocés.


El señor Walter Scott nació en 1771 en la ciudad de Edimburgo. Me llama la atención el hecho de que la capital escocesa sea el hogar de dos escritores que enmarcan dos momentos extremos en la historia de mis lecturas. Walter Scott es el emblema la literatura caballeresca romántica que es recomendada a niños y adolescentes y con la cual yo pasé grandes momentos en mi infancia. Irvine Welsh, nacido en Edimburgo casi dos siglos después de Scott, es el emblema de la literatura irreverente. As del cinismo, el humor negro y la pícara tragedia, Welsh también representa un momento sumamente trascendente en mis lecturas, sin duda el otro extremo de la cuerda. Escocia siempre ha sido significativa para mí. Pocos países me han marcado tanto. En noviembre de 1996, caminé por las calles de un helado Edimburgo. Ahí estaban la majestuosa ciudad medieval de Welsh, y los barrios proletarios atiborrados de hooligans y drogadictos que describe Welsh. En mis oídos ese acento que de tan rudo acaba por parecer un idioma distinto al inglés, esa cerveza oscura, tibia y deliciosa, los inocultables rasgos celtas y caledonios en cada uno de los rostros, la magia oculta en cada una de sus calles. Tanto los ojos de Scott como los de Welsh contemplaron miles y miles de veces las verdes colinas del majestuoso Castillo de Edimburgo, tantas como yo he contemplado el Cerro de la Silla.