Eterno Retorno

Monday, September 27, 2004

Escritos el fin de semana con los demonios como amos y señores del timón de mi razón y posteados hasta ahora.

Confesión de un bibliómano

¿Cuándo se vuelve perjudicial un vicio? Cuando tu afán de satisfacerlo te llega a crear problemas graves y concretos en otras áreas funcionales de tu vida. Algunas personas me han preguntado si no he tenido problemas por mi manera de beber. Mi respuesta es No. Pese a que bajo los parámetros de muchas personas bebo vinos tintos en exceso, no he considerado necesario poner un alto a mi adicción o buscar ayuda profesional. ¿Por qué? Por la razón de que mi afición dionisiaca jamás me ha provocado un problema que me traiga graves consecuencias más allá de una incómoda cruda.
Vaya, jamás he faltado al trabajo por beber o por una resaca, jamás he tenido hasta ahora un accidente automovilístico derivado del alcohol (por fortuna jamás voy a antros) nunca he dicho algo de lo que pueda arrepentirme ni me he peleado con alguien, ni he dejado de hacer algo, o destinado recursos excesivos para satisfacer mi afición. Vista la situación, ese vicio está bajo control y hasta ahora no me ha dado motivos para arrepentirme.
Sin embargo, hay otro vicio en mi vida que sí se me ha salido de control y que a diferencia del vino, sí me ha traído problemas graves y concretos que me han afectado de tal o cuál manera en mi desarrollo profesional: La Lectura.
No señores, no es una broma ni un sarcasmo. La lectura me ha afectado más que el vino. La adicción propia de un heroinómano con síndrome de abstinencia que experimento con los libros me ha acarreado más de un conflicto. Debo admitir que ante los libros muestro un comportamiento anormal que raya en lo enfermizo. Un buen psicoanalista sabría detectar una patología en mi obsesión por la lectura. Y sí, mi accionar muchas veces es obsesivo, enfermo, carente de racionalidad. De entrada, tengo una necesidad demencial de cargar un libro a donde quiera que vaya, aún a sabiendas de que en el lugar a donde voy no podré leer. Cuando no llevo el libro conmigo, me siento peor que un soldado sin rifle o un niño sin su muñeco de peluche. El libro debe estar ahí, haciendo las veces de objeto contrafóbico. También suelo abstraerme a tal extremo en la lectura, que llego a olvidarme de situaciones o compromisos importantes. En la Universidad, mientras el maestro daba la clase, yo solía colocar una buena pieza de literatura e historia encima del libro de derecho y pasaba las horas leyendo. Por fortuna siempre fui un buen estudiante y ello no me acarreó problemas, aunque tal vez le hubiera sacado mucho más jugo a la carrera que hoy en día no ejerzo.
Pero mi problema continúa hoy en día en el ejercicio de mi profesión; Muchas veces, en la mitad de un discurso presidencial sobre el que debo escribir o en medio de la cobertura de algún evento importante, me deleito leyendo alguna pieza de literatura clásica o un pasaje de historia universal. Mi adicción por la lectura me abstrae del resto del mundo. El 90% de las ocasiones, prefiero un libro a una charla y cuando tengo un tiempo muerto, prefiero estar acompañado de un libro que tener que forzar una idiota conversación con algún colega. Sólo la compañía de mi esposa y la de algunos amigos con charla interesante me resulta preferible a la de un libro. Por eso en la mayoría de los compromisos sociales suelo abstraerme y disimuladamente ir en busca de un rincón donde pueda dar rienda suelta a mi vicio. Cuando voy leyendo abordo de un taxi o un camión, nada detesto más que ser interrumpido por un chofer o espontáneo compañero de viaje que se siente con el derecho de hacerme plática. Se que dedicándome al periodismo, eso es un pésimo hábito, pues el periodista debe ser ante todo observador, hablar con todo mundo, recoger experiencias, pero debo confesar con brutal honestidad que leer por décima vez El Aleph o abstraerme en un pasaje del Amadís de Gaula, me resulta mucho más interesante que la enorme mayoría de los reportajes que escribo, tan plagados de cifras y datos escandalosos que a mí me aburren soberanamente. Es un problema, lo acepto, que tengo desde la niñez pero que se ha ido agudizando. Antes sentía algo de pasión por el periodismo. Hoy sólo es una labor que debo llevar a cabo lo más rápidamente posible para dedicarme a lo que en verdad me produce placer. Lejos de mostrar esa curiosidad de sabueso, ese apetito de fiera al acecho que debe sentir todo reportero, a mí la mayoría de las cosas que merecen primera plana me resultan odas al tedio y las cambio con gusto por cualquier buen clásico literario. Mentiría si digo que todo lo que hago me molesta, pues algunas coberturas llegan a ser realmente apasionantes, pero por desgracia son las menos. Hay quien dice que un buen reportero siempre debe leer, pero yo estoy seguro que si yo no fuera un adicto a la lectura, sería un mucho mejor reportero.
La obsesión con la que contemplo mi biblioteca repasando libro por libro es una actitud que llega a ser patológica. Las horas de un día hábil y lleno de pendientes que puedo matar en una librería o biblioteca han llegado a ponerme en apuros de tiempo. Pero lo que hago por seguir manteniendo mi vicio, las acciones que soy capaz de cometer con tal de poner un ejemplar más en mi biblioteca es lo que me demuestra hasta donde me ha llevado esta adicción. A diferencia de lo que sucede con el vino, en los libros sí he llegado a gastar cantidades excesivas y a sacrificar otras cosas aún más necesarias. Como el drogadicto que se transforma lentamente en un ser ingobernable, yo he empezado a torcer ciertos parámetros racionales y lógicos y a hacer cosas que normalmente no haría con tal de satisfacer este mal vicio. Alonso Quijano perdió el juicio enfrascado en la lectura. Pero el era un hidalgo que aunque modesto, podía darse el lujo de encerrarse por días en su biblioteca. Yo no puedo darme ese lujo.
Yo reconozco que algo está pasando conmigo. Por primera vez siento que esta adicción me está superando. En este momento estoy en la antesala de un problema concreto cuya gravedad de consecuencias aún no alcanzo a sopesar y en dicho problema me vi inmerso por una única causa: La irracionalidad a la que me ha conducido esta adicción, por la que soy capaz de hacer cosas que en otros renglones de mi vida no haría. La lectura me ha hecho cometer errores que en otras circunstancias jamás cometería y hoy estoy a punto de pagar sus consecuencias. Tal vez parezca una confesión exagerada, tal vez la escribo por que en este momento deseo exorcizar mis demonios internos, pero este día me ha quedado más claro que nunca que en mí la lectura se ha transformado en un mal vicio, que me está empezando a crear daños concretos cuya gravedad puede ser extrema y lo que es peor...es un vicio que está fuera de mi control.


Viernes de culpa
(24 de septiembre)

Nada comparable a la culpa. Los minutos que han transcurrido esta tarde han sido tan lentos como los de Raskolnikoff en Crimen y Castigo. Minutos densos, angustiantes, que van a paso de tortuga. Sólo la culpa es capaz de congelar de tal manera la existencia. Pienso en el cuento que escribió hace poco mi amigo Gerardo Ortega sobre los minutos. El domingo, en medio de una deliciosa embriaguez, veía correr las manecillas del reloj a paso de campeón olímpico. La tarde llegó sin heraldo, la noche se consumió mientras el espíritu del vino danzaba desnudo en nuestra cabeza. Hoy la tarde corre lenta. ¿Corre? No. Miento. La tarde se ha detenido. Ha mirado atrás como la mujer de Lot y se ha transformado en una estatua de sal. La tarde ya se ha condenado. Es de piedra, es de lodo, toda ella es de condena. Se ha transformado en Infierno antes de que para mí suene la hora de la sentencia. Nada como la crónica de lo anunciado, aunque en este caso yo soy el Anti Santiago Nassar. Sabía lo que ocurriría, tarde o temprano, lo había sopesado, lo había visto llegar, pero la contemplación de la tempestad no fue capaz de arrodillarme. Conforme avanzas todo se vuelve más fácil, ligero, juguetón, parte de un pasatiempo. Y yo sucumbí a la gula del tiburón cebado, de la fiera que mata por matar, que devora corderos sin hambre, por el solo deseo de acumular. Sucumbí aún a sabiendas de la condena. Hoy más que nunca desearía ser anónimo. Hoy más que nunca desearía ser un ente perdido entre multitudes, imposible de identificar, sin historia, sin anclas, sin entorno, sin trayectoria. Hoy más que nunca desearía no ser yo. Pero soy yo y no puedo largarme a ninguna parte, lejos de mí, de mi historia, de todas las cosas que significan ser precisamente yo. Ayer pensaba en las vidas ocultas, en esos pequeños o grandes secretos que arrastramos todos. El engranaje social se sostiene mientras esos rincones vergonzosos permanezcan donde deben estar, ocultos en algún sótano. Cuando la luz llega a ese rincón, cuando lo ajeno al deber ser queda al descubierto, las murallas se caen. El secreto revelado me transforma de golpe y porrazo en un pez que es arrojado al asfalto ardiente y que aguarde el lento transcurrir de los minutos en espera de que para él suene la trompeta de la condena.