Eterno Retorno

Wednesday, September 08, 2004

Alguien me preguntó hace poco que dónde había quedado aquello que alguna vez escribí sobre las torres. Confieso que lo había olvidado por completo. No me gusta ser repetitivo, pero a petición expresa ahí va de nuez este texto.

De torres y falos

La torre expresa el eterno deseo humano de alcanzar los cielos. Toda torre es un desafío a lo divino. El hombre, otrora cuadrúpedo y luego androide jorobado, se yergue con la columna recta, su periférico campo visual es capaz de abarcar los cuatro puntos cardinales y sus ojos miran a los cielos. El hombre sumiso baja la vista y clava sus ojos en la tierra. El soberbio mira al cielo y quiere alcanzarlo. Entonces empieza a construir esa estructura material capaz de alejarlo del humillante e infernal suelo y elevarlo hasta las divinas alturas celestiales.
La torre es el rostro de las grandes urbes, su vanidosa carta de presentación. Hagamos un ejercicio. Pensemos en París, ¿Qué imagen inmediata nos llega a la cabeza? Sí, es hermoso el Barrio Latino y los Jardines de Luxemburgo, pero queramos o no, la mente está condicionada a pensar en la Torre Eiffel. Ya no digamos Pisa. Esa pequeña ciudad italiana amamanta de su torre.
La Latino del DF, la CN Tower de Toronto, la Sears en Chicago, nuestro horrible faro del Comercio en Monterrey, vaya, para no ir más lejos: ¿Cual es la imagen de nuestro Apocalipsis Now Total? Un par de torres que caen. Los terroristas árabes supieron bien que el derrumbe de un símbolo tiene un efecto devastador en el ánimo de una cultura. La misma cantidad de muertos o incluso un baño de sangre aún mayor, no hubiera tenido el mismo efecto de no haber existido el derrumbe de las torres.
La siempre represora Biblia no se olvidó de consignar la ambición que llevó a los hombres a construir la Torre de Babel y la ira que ello generó en la suprema deidad.
El celoso Jehová sembró la confusión y puso a todos los albañiles a hablar idiomas distintos para impedir la construcción de la Torre de Babel. Pero el cruel dios de los judíos jamás imaginó que las torres, esos fálicos desafíos a la altura del creador, congregarían eternos bables a sus píes. Pensemos en la Torre Eiffel. ¿Cuántos idiomas podemos escuchar entre el atiborre de turistas que toman fotos a sus píes? ¿En cuántas lenguas se describe la belleza de la Ciudad de la Luz una vez que se ha ascendido a su punto más alto. Millones de personas viajan cada año a París y tienen a bien tomarse una foto frente a esa Torre. Ahí los puedes ver todos y cada uno de los días del año. Cientos de japonesitos con sus ultramodernas cámaras del Siglo 24. Yo mismo sucumbí a la tentación de tomarme esa foto tan odiosamente ordinaria. Ahí voy con mi carota de turista embobado a retratarme sonriente frente a ese machacado símbolo. Ordinario como soy, aquí en mi escritorio tengo un par de fotos comunes. Una en París y otra en Pisa. Los seres humanos somos ordinarios. Sucumbimos con facilidad al magnetismo de un edificio. Alguien me dijo una vez que la Torre Eiffel es un enorme pene que todos deseamos felar. Y ya entrando en el terreno de las freudianas interpretaciones, yo prefiero contestar, blasfemo y apóstata como siempre, que las torres son los falos con los que los humanos buscamos sodomizar al cielo.