Eterno Retorno

Monday, July 19, 2004

  
  
 
En toda vida hay trofeos tabú, metas que por más empeño que se le pone jamás son alcanzadas. Algo así como la selección de futbol de Brasil (no hablen de la horca en casa del ahorcado) que jamás ha podido ganar la medalla de oro en Juegos Olímpicos o la Selección de Inglaterra que no ha sido capaz de ganar la Eurocopa.
Por lo que a mí respecta, llevo un buen rato deseando participar en alguno de los cursos que organiza la Fundación Nuevo Periodismo. El único requisito que piden para entrar es una autobiografía de 800 palabras. Yo he probado de todo, desde autobiografías convencionales con el típico nací en Monterrey el  21 de abril de 1974, hasta poemas surrealistas, tratados filosóficos,  pasando por  presumirles mis reportajes más chakas y decirles que yo soy Juan Camaney, que fui a Neza York, al desierto de Arizona, que Tijuana es hoy en día más cabrón que Medellín, etc. etc.  Pero por alguna razón que desconozco los discípulos del Gabo nomás no me quieren. Nunca me han admitido los cabrones. Nunca y mira que cada que me mandan la invitación cumplo con enviar mis 800 palabras y prender mi velita a la Santa Muerte. Pero pura madre, siempre me dan puro chorizo. Y lo peor de todo, es que conozco gente bien pendeja y que ni siquiera es periodista en activo que ha acudido a esos cursos. De verdad. Yo no se si sea un sorteo tipo lotería o si exista una palabreja mágica que les toque el corazoncito, pero la cuestión es que estos colombianos no me quieren.
Aquí me permito publicar las últimas mil y cacho de palabras que les mandé (antes respetaba el límite, pero ahora me vale madre) Díganme ustedes, lectores de Eterno Retorno,  si la estoy cagando en algo.
 
Lugar común Tomás Eloy
 
En el segundo prólogo de ?Lugar común La Muerte?, Tomás Eloy Martínez nos dice que todas las escrituras que convivieron en él están reflejadas en ese libro. La idea de estilos narrativos contrastantes conviviendo en una misma pluma siempre me resultará seductora.
Será porque desde que trabajo como reportero en un diario, padezco una suerte de esquizofrenia prosística.
En  el teclado de mi máquina cohabitan estilos, vocaciones, motivos y voluntades contrastantes, adversarias,  que por momentos amenazan con entablar combate a muerte, aunque al final siempre hay armisticio y éste ha acabado por transformarse en amorío.
Dicho en otras palabras, y para andar sin rodeos, en la pantalla de mi computadora en un mismo archivo, suelen convivir las notas del día, el reportaje de la semana, alguna crónica aventurera, la imperdonable columna política y la  reseña editorial para el suplemento cultural de los domingos. Esto por hablar únicamente de aquellos trabajos que se publican en el periódico y por los que me pagan. Son los que son escritos para vivir un día, o cuando mucho una semana, para perecer en el olvido, si bien no descarto nunca la posibilidad de exhumación que tan bien le ha salido a Tomás Eloy.
El pequeño problema  es que junto con la crónica, el reportaje, la nota, la columna y la reseña, conviven como huéspedes no invitados el cuento, el intento de novela, los vericuetos ensayísticos y los poemas compulsivos que no se supone forman parte de mi trabajo y que las más de las veces van a parar a mi página de internet (cunadeporqueria.blogspot.com)
Ni modo, es cuestión de a priori y a posteriori o quién fue primero, si el huevo o la gallina, o la literatura o el periodismo. Yo, con mi título de licenciado en Derecho,  estoy en periodismo por esa manía de contar historias y la devoción por la palabra escrita como vehículo de comunicación. Claro, tengo el cosquilleo de la acción, el hambre de adrenalina que experimenta uno en medio del fragor de la batalla,  pero la sed de contar historias no se me quita  con un vasito de brebaje periodístico y para saciarla debo beber grandes tragos literatura.
Sí, lo confieso, uso las horas laborales y la computadora que me provee la redacción para dar rienda suelta al desvarío literario. Bajo los parámetros de la nueva cultura laboral, tan de moda en México, esto sería un imperdonable  desperdicio de horas hombre. Pero los reporteros, por fortuna o maldición, no tenemos horario y mil veces he estado a media noche escribiendo desde mi casa el reportaje que me comprometí a entregar al día siguiente.   
Perdón por la brutal honestidad, pero  cada atardecer soy víctima de los fervores de esta promiscuidad narrativa y no está en mí remediarlo. Mal que bien, periodismo y literatura viven en escandaloso amasiato sobre este escritorio.
Por fortuna, a lo largo de siete años y medio de ejercer ininterrumpidamente el reporterismo, he podido escribir de todo y en todas las secciones. Aunque formalmente me pagan por únicamente hacer reportajes de impacto y notas duras, yo me tomo la libertad de escribir  la columna Pasos de Gutenberg, que aparece cada domingo en el suplemento cultural Minarete en la que reseño el libro que me acompañó durante la semana en el trajín de la batalla. Sin duda es la parte menos leída de mi trabajo, aunque les confieso que es la que más disfruto.
También hago, más por encargo que por vocación, una columna política que debe sarcástica, incisiva y molestona y cuando el hecho lo amerita y me regalan un poco de espacio, jamás perdono la sabrosa crónica.
Aún así, mis niveles de licencia narrativa son en extremo limitados en el periódico donde trabajo. Aunque soy un amante del estilo de diarios como El País, El Clarín, El Espectador o La Jornada, siempre he trabajado en periódicos con vocación ejecutiva. Si fuera un futbolista argentino, diría que toda la vida he admirado el estilo de la escuela de Menotti, pero el destino me ha llevado a jugar en equipos comandados por discípulos de Bilardo.
Yo me formé en la catedral del periodismo ejecutivo en México: El Norte de Monterrey. Dos años después, emigré a Tijuana para ser parte de la generación fundadora de un nuevo periódico en Tijuana, Frontera, cuyo primer ejemplar salió a la calle el 25 de julio de 1999.
Al momento de escribir esta carta, 19 de julio de 2004,  vamos en el ejemplar número 1 650 y por cierto, la nota de primera plana, un reportaje sobre usureros y agiotistas, es mía.
Mi pluma trata de desenvolverse en los estrictos  parámetros de un manual de estilo dictatorial y les juro que uno tiene que ejecutar verdaderas hazañas de gimnasia narrativa en las asfixiantes paredes de nuestros párrafos menores a 30 palabras y  citas con rigurosa atribución.
Vaya, imaginen un equipo de futbol atiborrado de jugadores creativos que gustan de la gambeta y la improvisación, obligados por un entrenador adicto al librito a jugar en reducidos espacios de marcación zonal y pobre de aquel que se salga de su zona. En esta redacción algo sabemos de adictos a los dogmas de la impersonalidad y el distanciamiento del testigo neutral ?que se sitúa ante cada historia como si no hubiera en ella sombras ni dobleces y tiene la presunción de suponer que su versión es la única?, como nos dice Tomas Eloy.
Porque aquí, han de saber, no hay  primera plana que no esté avalada por las sacramentales cifras, gráficas, tablitas y comparativos.
No, sinceramente no veo cómo pueda colocar en la primera plana  alguna nota que reinvente el obligatorio rostro de la verosimilitud y la frialdad de la cifra, pero al menos hemos logrado, a gritos y sombrerazos, que los sustantivos abstractos tengan derecho de admisión en las páginas interiores en el espacio denominado ?Historia del día? y que el lenguaje de la imaginación cohabite con las gráficas y los puntos porcentuales.
Dice Tomás Eloy Martínez que somos de las pasiones, no ellas de nosotros. Yo me asumo esclavo de esta pasión de tunde-teclas de la que a estas alturas ya es imposible rehabilitarme y por fortuna, no descarto que el personaje principal del reportaje de mi vida pueda ser un cuerpo o un fantasma  como Santa Evita, en lugar de un aburrido funcionario público.
 
Daniel Salinas Basave