Eterno Retorno

Friday, February 13, 2004

¿Había puesto ya esta melosa historia de amor llamada La alcahueta noche? Pos ahí va fragmento-



Los biógrafos del Zarra (o más bien dicho el único biógrafo que se conoce hasta ahora que es por cierto quien esto escribe) coinciden en que la etapa de teporochil vampirismo llegó a su fin la mañana en que Doña Catalina Dueñas llamó al cuchitril malamuertero en busca de una ayuda que jamás pudo obtener; ni ese día ni en los siguientes dos años y medio que el Zarra pasó a su lado dependiendo casi enteramente de su sueldo como administradora de un hotel para gabachos con delirios aristocráticos, en el corazón de Cabo San Lucas. Pero vamonos despacio. No nos adelantemos a las circunstancias. En aquella ocasión (y muchas después) Doña Catalina Dueñas pasó por alto el que Zarrapito fuese un consumado inútil para todo aquello que requirise un poco de practicidad. Por supuesto que componer un Jeep no estaba anotado en su estrecha lista de habilidades, pero por algún vestigio de olvidada caballerosidad, el Zarra acertó a ofrecerse como acompañante de Doña Catalina en su travesía en busca de una refacción que echara a andar su Jeep militar que según la leyenda narrada por el lotero que le vendió la chatarra en cuestión, había sido utilizado en Túnez por el Afrika Corps en el lejano 1941.
Por supuesto que al Zarrapaz le costó un trabajal enorme levantarse y acompañar a Doña Catalina en busca de un mecánico, no sin antes haber fingido que miraba con profesional atención en el interior del motor de la reliquía automotriz, únicamente para poner en evidencia que no sólo no sabía por qué conducto se le echaba agua a un carro sino que ignoraba incluso el que los carros llevaran algún líquido dentro. Pero las actitudes humanas obedecen a incomprensibles designios y Zarrapaztrozo Trimigesto accedió a sacrificar su jeta vampiril para acompañar a Catalina hasta Matehuala a traer un mecánico que le arreglara la transmisión a su jeep. Como carajos le hizo el Zarrapaztrozo para lograr ser invitado esa misma noche por Catalina a pasar la noche en un hotel bastante nice en Real de Catorce y posteriormente cogersela deliciosamente sobre el barandal del balcón que miraba al Cerro del Quemado, es algo que los o el biógrafo no se explica de manera racional.
Pero claro, hay que ponerse en el lugar de Doña Catalina Dueñas. El día en que tuvo la mala fortuna de llamar a lo que parecía fungir como puerta del malamuereto cuchitiril del velador de un huerto de hortalizas, Catalina cumplía 33 bien vividos años y 27 días de haber firmado el acta de divorcio con que daba el definitivo y legal patadón en el culo a su ex marido. De alguna manera, sus casi tres meses de ir y venir al juzgado familiar sin tener por ahí el menor escarceo sexual por temor a quedar como la piruja de la película, habían desatado un fervor uterino que el olor de rústico sudor que emanaba de las axilas de Zarra acabó por encender. Por lo que se refiere al Zarra, la única explicación de que esa noche no pusiera en evidencia la innata torpeza que se cargaba cuando de jugar al amante se trataba, son los nueve meses que llevaba sin tocar otra piel que no fuera la de su pito, siempre y cuando estuviera frente a él la imágen de las vaqueritas hustlerianas. Los lenguados besos pretenciosones, la voluntad de ser acróbata pese a los kilitos de más y la vocación cochinona que siempre mostró Catalina pusieron en punto comal los sentidos del Zarra. Claro, el acabose fue cuando el Señor Trimigesto tuvo la ocurrencia de patinar la yema de su dedo alrededor del culo de Catalina y pudo descubrir estaba embarrado de cagada de varios días. El hecho acabó de ponerlo cachondo y arremetió dentro de Catalina con una virilidad que Alejandra jamás experimentó en carne propia. Vale la pena aclarar que la cogida en cuestión fue en la cocina de una casa de huespedes sobre una mesa de madera astillada donde había un queso de tuna que acabó bajo las nalgas chocolateadas de Catalina. Y como toda mujer que intenta convencerse a sí misma de que está enamorada, Catalina se inventó una imágen del Zarra como un Tarzán del Wirikuta cuyo exotismo con olor a sudor petrificado echaba por tierra el patetismo de su ex marido, el contador público Jorge Arévalo.
Como habrá estado de antológica la cogida o al menos los efectos psicológicos que generó en Catalina, para que dos días después arriaira para su nuevo trabajo en Los Cabos con todo y el Zarra.
El Paz Trozzo debió presentar su renuncia con carácter formal e irrevocable ante el incrédulo Don Valdomero que solo acertó a pedirle a cambio la lámpara color naranja y el par de pilas que aún estaban a la mitad de su consumo total. De liquidaciones y aberraciones similares Don Valdomero no deseó ni siqiuera escuchar hablar y para ser sinceros, el Zarra no fue demasaido insistente. Algo le decía que Catalina tenía, al menos por ahora, lo bastante más que suficiente para hacerse cargo de su manutención.
El señor Trimigesto empacó sus chivas, incluído el pergamino de Hustler , y se trepó en un camión rumbo a la Gran Tenochtitlán, para posteriormente abordar un Mexicana de Aviación rumbo a La Paz y tres horas y media después otro camioncito hasta las inmediaciones de Cabo San Lucas, en donde al siempre austero Zarrapazz le fue imposible reprimir un sincero “no te pases de verga” al ver el lujo con que la aristocracia gabacha mal gastaba su anglosajona existencia en el hotel que en el que Doña Catalina acababa de ser contratada como gerente de ventas al mayoreo, llamado, ahí nomás pa’l gasto, Ventanas Paraíso.
Por lo que a Catalina Dueñas respecta, lo prudente sería aclarar que pasaba en ese entonces por una crísis odiosamente típica que la hacía sentirse por momentos demasiado vieja sin derecho a una gota de hedonismo y al mismo tiempo tan jovencita, que creía estar en posibilidades de deglutirse el mundo masticando con la boca abierta. El problema es que pese a su férrea voluntad de alucinar al Zarrapaz como una encarnación del salvaje desierto, bastaron unos meses para que aceptara ante si misma que haber traído a semejante inutil a colgarse de su existencia había sido, cuando menos, un tropiezo propio del desorden mental sufrido a raíz del divorcio, por no llamarle una cagazón de antología. Pero claro, para que ese momento de lucidez le llegara hubo de soportar unos cuantos meses de actitud parasitaria contaminada con uno que otro episodio de impotencia que acabó por derramar las últimas gotas en vasito de el cariño que aún le sobraba a Catalina.