Eterno Retorno

Wednesday, December 24, 2003

Sí, soy blogadicto y que chingados.

Madrugada, delirios de madrugada. Desperté hace un rato, como a las 4:00. a.m. No es insomnio, simplemente no se me da la gana dormirme.
Releí antiguos diarios. Me entretuve interpretando los jeroglíficos que escribí en cada víspera de pasadas navidades.
Me gusta releer la crónica de mi vida, el Evangelio según Yo y comprobar, una vez más, la existencia del Mito del Eterno Retorno.
Pensé en subir aquí algunos párrafos textuales de aquellos diarios, al menos los referentes a Navidad. Tal vez lo haga después.
De las últimas 10 navidades, sólo he pasado una con mis padres. La de hoy será mi sexta Navidad en Baja California.
Dado que soy ateo, para mi esta fecha no tiene el menor significado. Un cierre de ciclo, un punto final, un poco de cachondeo familiar que nunca viene mal.
Por lo demás, estos días no he podido acceder a la tranquilidad que tanto deseo. Qusiera abstraerme de todo, diluirme en la contemplación del Pacífico, caminar por el monte, pero no puedo. Y sí, por momentos he estado a punto de gritar: Odio la Navidad, pero luego sobreviene la ráfaga de paz y me sosiego.

Carol me ha regalado una bici. Ella siempre me da el mejor regalo, el más acertado. Una bici es sinónimo de libertad, de comunión con la naturaleza. En mi adolescencia y aún en mi etapa adulta, mi cuerpo y la bicicleta crearon una suerte de centauro mitológico. Desde que aprendí a utilizar este artefacto de dos ruedas en mi infancia, las bicicletas y yo hemos creado una unión perfecta. Miles y miles de kilómetros han sido recorridos por mí montado en una de estas prodigiosas máquinas.
Carreteras, montañas, bosques, playas. El placer que genera un paseo ciclista no tiene comparación. Durante años, la bicicleta fue mi medio oficial de transporte. Toda mi carrera me trasladé a la Universidad en bici e incluso ya trabajando en El Norte, recorría todas las mañanas el largo tramo que me separaba de Colinas de San Jerónimo a la calle Washington en el centro de Monterrey de la misma forma que durante 6 meses pedaleaba de Groton a Littleton entre los bosques de Nueva Inglaterra.
En mi adolescencia solía pedalear de Monterrey a Santiago. Llegaba a la Presa de la Boca, me bañaba en sus fangosas aguas y retornaba. Otras veces me fuí a Villa de García, otras tantas a Chipinque, La Huasteca.
Mi última bici, anterior a esta, también fue regalo de Carol, pero desapareció de nuestras vidas el 16 de agosto de 2000, día en que robaron nuestra casa de Playas.
Tenía más de tres años sin tener una bici, un record negativo en mi vida y salvo ocasionales paseos en una prestada, me había olvidado de esa bella actividad que a partir de hoy renacerá.
Espero poder dar un largo paseo e ir a rolar un poco por la playa. El lugar donde vivimos es ideal para el ciclismo. Esta bici ha hecho mi Navidad. Gracias amor.


Anoche, trás una tarde agitada de tráfico, trámites y coraje, nada mejor que una deliciosa y ligera cena. Una ensalada con anchoas, jamón serrano, aceitunas y queso Brie.
¿Quieren acceder a una de las llaves del paraíso? Tomen un bocado de queso Brie, mantenganlo en la boca y luego den un buen trago de vinto tinto, de preferencia un Bordeaux y dejen que ambas sustancias, productos de la campiña francesa, se diluyan en la lengua. Mmmm. Vaya delicia. Ayer bebimos un Chateau Gossin que fue acompañado por industriales cantidades de Brie. El Brie es el queso favorito de Carol y su sabor me hacer recordar la parisina primavera de 1999. En el hotel regalaban paquetitos del suculento queso para el desayuno. Carol y yo llenábamos nuestras bolsas de Bire y lo llevábamos de lonche en nuestras caminatas para saborearlo a la orilla del Sena, siempre con su inseparable tinto. Definitivamente, el Bordeaux y el Brie hacen un matrimonio perfecto.


He releído el cuento “El Matadero”, del escritor romántico argentino Esteban Echeverría. Su relectura fue motivada luego de leer la biografía del Restaurador Juan Manuel de Rosas, el primer dictador federal de la historia de Argentina.
Me llama la atención que “El Matadero” sea considerado uno de los momentos cumbres del romanticismo en Hispanoamérica. El cuento fue escrito por Echeverría en 1838, en plena dictadura de Rosas. Cada página está plagada de elementos satíricos y a cada momento se topa uno con una deliciosa blasfemia. “El Matadero” es un cague de risa cruel contra el catolicismo ignorante (perdón por el pleonasmo) que promovían las dictaduras populistas como la de Rosas.
Y es que a diferencia de los delirios aristocráticos de su contemporáneo mexicano Santa Anna, Rosas plasmó en su dictadura la vibra gauchesca e impregnó el culto Buenos Aires de un olor a pampa y ganado.
Si se puidera escribir un poco de historia comparada del Siglo XIX argentino y mexicano, encontraríamos grandes similitudes en lo que se refiere a los dilemas entre centralistas y federalistas o liberales y conservadores que allá en el Cono Sur se tradujeron en federales y unitarios. Guerras civiles, cuartelazos, conflictos fronterizos con grupos indígenas (el Malón le llaman a los sangrientos asaltos de hordas indígenas a las estancias y Malón, dicho sea de paso, es el nombre del mejor grupo de Heavy Metal que parió la Argentina)
Pero la gran diferencia entre el Siglo XIX mexicano y argentino, fue la vocación de sus dictaduras.Nuestros dictadores tuvieron complejos aristocráticos, delirios afrancesados y ello motivó que basaran su fuerza en el decidido apoyo de las clases dominantes. En cambio, Rosas fue siempre un gaucho pampero que odiaba las maneras cultas de los intelectuales liberales y su poder residía en el apoyo que le ofrecía el populacho.Los liberales, en cambio, eran aristócratas. Rosas, al igual que Chango 100, era un ferviente anticulturoso.


“El Matadero”, por cierto, es el primer cuento de la antología “El cuento hispanoamericano”, compilada por Seymour Menton. Esta antología la tenía mi madre en casa, la empecé a leer en mi preadolescencia y representó mi iniciación en más de un autor que considero de cabecera y de los que después me di a la tarea de buscar su obra completa. Para no ir más lejos, en esta antología tuve el gusto de conocer a Revueltas, uno de mis demonios sagrados, precisamente con Dios en la tierra, un cuento que leo y releo una y otra vez sin dejar de admirar esa pluma endemoniada. Para no ir más lejos, aquí conocí a Cortazar, a Arreola, a Martín Luis Guzmán y a José Agustín (de quien fui fiel lector en la adolescencia) y un panameño que firma con el seudónimo de Rogelio Sinan, de quien se incluye el cuento “La boina roja”, del que jamás he vuelto a saber más nada. Por supuesto incluyen a Rulfo con “Diles que no me maten”, pero para cuando esta antología cayó en mis manos, yo ya tenía el gusto de conocer a Don Juan. Jamás me cansaré de leer cuentos. Un buen cuento, como es el caso de “Dios en la tierra”, “O diles que no me maten” o cualquiera de “El llano en llamas” para no andarnos con mamadas, se te puede quedar tatuado como una buena canción y lo lees una y otra vez a lo largo de tu vida sin aburrirte. El cuento es una estructura inagotable. Platicando hace poco con Ángel Ruiz, coincidíamos en esa vocación que tienen ciertos post narradores teorréicos por aburrir soberanamente al lector. ¿Cuándo me aburrió Rulfo? ¿Cuándo me aburrió Poe? Cuestionaba Ángel y sí, tiene toda la razón del mundo. Puedo llevarme las narraciones extraordinarias de Poe a cualquier viaje y estaré seguro de haber elegido al mejor compañero, el más efectivo antídoto para el aburrimiento. Pero los teorreícos, tan obsesionados con la rimbaudiana absoluta modernidad insisten en dar por muerto al cuento y luego de otorgar un rimbombante y pretencioso certificado de difunto, se dan a la tarea de enaltecer a post narradores que lo único que han hecho es aburrirme soberanamente. Pongo un ejemplo, aunque se que más de uno me va a crucificar por la blasfemia contra un ícono sagrado de la blogósfera; algunas personas me recomendaron a Cristina Rivera Garza como una revolucionaria narradora que transformaría las letras mexicanas. Leí “Nadie me verá llorar”, del que incluso escribí una reseña y puedo afirmar, fuera de toda hipocresía, que me agradó bastante. Hasta ahí. Luego cayó en mis manos “La cresta de Ilión” y pa que es más que la pura verdad, me aburrió. Yo se que el aburrimiento como calificativo es políticamente incorrecto ante los teorreícos, quienes gustan de sufrir con la literatura. Pero yo soy hedonista y leo por placer y muchos revolucionarios narradores se han dado a la tarea de regalarme insufribles horas de aburrimiento que jamás tuve con un Poe o un Tolstoi o Gogol o Arreola. No importa que recurras a las formas clásicas y convencionales de un cuento. Si esas fórmulas son bien explotadas, el cuento siempre será uno de los mejores amigos del hombre y la mejor medicina contra el spleen.


Y hablando de teorreas, me parece por demás injusta y desacertada la crítica que le hacen en Letras Libres de noviembre a la novela Edén, de Pablo Soler Frost.
Bajo el título de “Anatomia de un conservador”, Rafael Lemus se da a la tarea de presentarnos una falsa imagen de Soler Frost al que nos describe como un narrador anacrónico, anticuado y romanticoíde. Y para aquellos que me acusan de radical e intolerante a la hora de expresar mi anticristianismo, aquí voy y salgo a la la defensa de un escritor católico como Soler Frost. Es cierto que no le ayuda nada a este narrador publicar su última novela en la Editorial Jus. Aunque este sello intenta renovarse, su pasado inquisitorial en los no tan lejanos tiempos de Salvador Abascal, ubican a Jus como la casa editorial de la mojigatería. Pero al margen de la editorial, lo cierto es que jamás he encontrado en Soler Frost a un narrador mojigato o conservador. Al contrario, su prosa me parece muy inteligente, diría hasta aguda y cada párrafo pone en evidencia a un erudito que sin duda se ha leído un buen arsenal de literatura no necesariamente cristiana. Es cierto, su catolicismo suele brotar a chorros en algunos párrafos, pero ello no le resta un ápice de calidad a su narrativa. Soler Frost es un narrador mucho más malicioso que muchos teorreicos progresistas obsesionados en escribir la post narrativa del Siglo 22. Por lo demás, me llama la atención la forma en que Lemus cierra su crítica. “Es un amanuense de Dios, pero Dios, ya se sabe, no existe”. Bravo, me da gusto descubrir en Lemus a un ferviente ateo como yo. Por supuesto que Dios no existe. Lo que me pregunto es si es válido cerrar un artículo de crítica literaria con semejante arrebato teológico. Vaya, en más de tres años que llevo publicando reseñas de libros, nunca me ha pasado por la cabeza hacer algo así, pero en fin, si le sigo con esto luego me van a acusar de ser un opusdeista próximo a publicar en Jus una apología que justifique la beatificación de Fray Juan de Torquemada.


Par de textos recomenables de la Letras Libres: “Explorador que avanza” del siempre genial Enrique Vila Matas y “Del microtexto al yo” de mi católico paisano Gabriel Zaid.
El número de diciembre es sobre la naturaleza del Mal y luce más que apetecible pero apenas le he dado una mirada. He de reconocer que ese empresario cultural campeón del colaboracionismo y record de ventas de publicidad al Gobierno Federal llamado Enrique Krauze, saca de vez en cuando ejemplares de su revista dignos de ser leídos. Yo por mi parte, confieso que los tengo todos, desde el 1 al 60, salvo el número dedicado al exilio español que nuca pude conseguir y que espero que PG Beas aún guarde.