Eterno Retorno

Tuesday, November 04, 2003

Que Bonito es Chihuahua

(De blogs juarenses y tijuanos)

Visité el Estado de Chihuahua por primera vez en mi vida en la Primavera de 1983. Yo tenía en-tonces 8 años de edad. Mi tío Javier vivía en Ciudad Cuauhtémoc en donde pasamos poco más de un mes, disfrutando de su campirana casa ubicada en medio de un huerto de manzanas.
En aquella ocasión visitamos las bodegas de los menonitas cuyos deliciosos quesos disfrutamos hasta el hartazgo. También recuerdo haber dormido en Jiménez, Delicias y por supuesto en Chihuahua.
En aquel entonces mis padres eran jóvenes y aventureros, por lo que llegaron a contemplar la posibilidad de radicar en Chihuahua, aunque una serie de desafortunados acontecimientos los hicieron desistir de su idea. Dentro de la enciclopedia dónde se narra la Historia de lo que Pudo Haber Sido existe un capítulo en que habla de un Daniel que pudo haber sido chihuahuense y no lo fue.
Años más tarde, en diciembre de 1995, pasé casi un mes viviendo en la serrana población de Babori-game al sur de Chihuahua en la casa de un misionero católico (Sí, Satanás también tiene amigos en el clero) Volamos desde Parral en una auténtica cáscara de nuez que aterrizó en el hermoso y hostil Baborigame, población ubicada casi en los límites con Durango, cerca (¿o dentro?) del Triangulo Maldito de la mota y la amapola. En compañía de los tepehuanes y su tesgüino pasé una de las mejores navidades de mi vida. Posteriormente, en compañía de mi amigo Rosendo Ramos, viajé en el mítico tren de la Sierra y tuve la fortuna de conocer Creel, las Barrancas del Cobre, unas improbables aguas termales en medio de la nieve y un montón de gente interesante, incluida Gracia Montero, quién 10 meses después me recibió amablemente en Madrid.
La Sierra de Chihuahua ejerció una suerte de hechizo sobre mí. Puedo afirmar, con conocimiento de causa, que no le pide nada a los Pirineos. De pilón nos dimos gusto rolando por Chihuahua y Parral, dónde fuimos a la falsa tumba de Pancho Villa y a la casa desde donde dispararon sus asesinos aquel 20 de julio de 1923.
He estado otras tantas veces en el Estado de Chihuahua y puedo afirmar que es un sitio que me agrada, (aunque coincido plenamente con Bagatela en lo referente al delirio aristocrático de los chi-huahuitas, que se sienten hacendados de la época de los Terrazas, fenómeno comparable al que le su-cede, aunque en menor medida, a los mexicalenses)
Por azares del destino no he podido conocer Ciudad Juárez. He oído demasiadas historias de esta ciudad y confieso que tengo una gran curiosidad por visitarla, pero hasta ahora no se ha dado el caso de que mis botas Doctor Martínez peinen sus calles.
Hace poco leí en Día Siete un reportaje sobre Juárez. Con las típicas erupciones de pretendido periodismo narrativo que padece todo chilango que visita la frontera, el colega nos pintaba un retrato de la urbe aderezado con comentarios históricos sobre la gran toma de mayo de 1911, los años de la prohibición alcohólica y todo para desembocar en una bucólica descripción de la vida nocturna y por supuesto, sus infaltables muertas. Palabras más, palabras menos, el reportaje podría haber sido sobre Tijuana y no habría tenido que cambiar mucho sus descripciones: putas gordinflonas, polleros hinchados de dólares, chiquinarcos en camionetones, autoridades corruptas y obreras de la maquiladora gastando su raya en los antros me parecen parte de un paisaje bastante común.
Típicos reportajes poco profundos, con poetastras ambiciones de Nuevo Periodismo garcíamarqueano, que tratan de describir el fenómeno de la frontera en unos cuantos párrafos y que por desgracia acaban ganando premios en Cartagena, pues los periodistas de la frontera estamos muy ocupados en buscar anti- literarios hilos negros que a nadie interesan fuera nuestros terruños.
De cualquier manera, no se necesita hacer un análisis muy profundo para concluir que Ciudad Juárez y Tijuana, las fronteras más grandes de México, comparten más de un fenómeno social.
Desde hace algún tiempo leo con cierta regularidad algunos blogs juarenses. Empecé con la lectura de Bagatela, que luego de una súbita desaparición tuvo un feliz retorno como Tanteos. Ello me llevó a conocer a Zerk, Dolores Dorantes y Solzimer entre otros.
Su lectura me ha permitido conocer (o creer conocer) algo más sobre la naturaleza juarense que sin duda no se puede encontrar en los reportajes de mis colegas periodistas.
Luego de algunos meses de leer con cierta regularidad sus blogs, creo tener la certeza de encontrar o percibir cierta diferencia radical o acaso un abismo que separa a Juárez de Tijuana.
Noto en los blogs juarenses cierta vibra de inocultable melancolía e ira, una suerte de cara dura y puño cerrado frente a la vida.
Mientras que el tijuanense tiende por momentos a ser juguetón, leve y hasta naïf, el juarense me pa-rece áspero, triste y con cierto desprecio hacia su entorno. No me pidan fundamentos, es una simple percepción que bien puede estar equivocada. Psicoanálisis bloguero si ustedes quieren. Tiene sus explicaciones. Sin haber estado en Juárez, creo que el entorno geográfico y climático de Tijuana es bas-tante menos hostil. Quieran que no, la salida al mar relaja y un bello atardecer en el Pacífico elimina cualquier humor ennegrecido. Por si fuera poco, San Diego es mucho más bello y acogedor que El Paso.
Juárez en cambio me parece rudo, agresivo y encerrado en el desierto. Para colmo, el tener a unas muertas como marca registrada y producto de identidad internacional de la urbe no es algo que ayude demasiado. Algo similar me pasó al visitar las zonas rojas de Amsterdam y Hamburgo, sin duda los distritos de luz escarlata más famosos del Viejo Continente. Mientras Amsterdam gusta de un porno caricaturesco, simpático, soez y picante, Hamburgo tiende al sado, al hard core sin contemplaciones. Dicho en otra odiosa comparación, el tijuano tiene la vibra de un feliz usuario de mota o tachas y el juarense la de un heroinómano. Mientras el tijuano presume los éxitos de Nortec, acude a eventos de Cecut, come taquitos de pescado en Rosarito y se regodea en su deliciosa levedad, el juarense maldice la mala organización de su escena musical y literaria y de vez en cuando le dedica sinceras pestes a su ciudad. En fin, miéntenme la madre si estoy equivocado.
Para rematar, me leo hace rato un controvertido post de Solzimer en donde no deja títere con cabeza y le rompe la madre a todos sus colegas escritores juarenses, que por supuesto, ya han respondido.
Siempre generan algo de morbo las polémicas, sobre todo las futboleras o políticas, pero las literarias me parecen una soberana pérdida de tiempo. Un ejercicio de compulsiva descalificación literaria me resulta casi siempre desafortunado, rico en veneno, a menos de que tengas el humor negro y la vibra del Chango 100 que es capaz de arrancarme sinceras carcajadas, pero eso ya es hablar otro idioma.


De los adictos al trabajo y otros mitos

No creo en la existencia de los workaholiks o como rechingados se llamen y me cuesta demasiado comprender a aquellos seres que gustan de venir al trabajo en su día de descanso. Simplemente no los entiendo y su actitud me deprime. Sobre todo porque no es sincera. No me vengan con mamadas de que están casados con la profesión.
¿Enamorados de su trabajo? Ja, ja. Yo más bien diría que padecen un pavor indescriptible a encon-trase en compañía de su espantosa soledad. En todos las empresas dónde he estado he encontrado personas así, que dicen estar clavadísimas en sus funciones y aseguran ser adictos a trabajar. Pero ca-si todos ellos tienen un común denominador: Están espantosamente solos. ¿Para qué apurarse a terminar el trabajo? Más allá de la oficina hay una casa seguramente desordenada, fea, sin adornos, sin alma. Una cama destendida donde no hay ni ha habido en mucho tiempo una mujer, cuyas viejas sábanas no pueden ocultar las huellas amarillentas de tantas y tan aburridas puñetas compulsivas. Imagino bolsas de papas desparramadas y refrescos calientes a la mitad, revueltos con las cajas de películas de mal cine hollywoodense con renta atrasada. Por eso mejor ir a trabajar, tratar de estar 24 horas en el único lugar de este mundo donde alguien pregunta por ellos y eternizar hasta donde sea posible la jornada. Mas allá de esta oficina solo les queda la desolación, el sin sentido y el pavor a mi-rarse al espejo y darse cuenta que el vacío los tiene bien agarrados de los huevos. Así las cosas, yo también amaría trabajar. Yo puedo asegurar que ninguno de los enamorados del trabajo tiene una pareja a quién amar, por quien valga la pena meter el acelerador y huir de la oficina tan temprano como sea posible para estar con ella. Tampoco tienen una casa bella llena de libros y de cuadros en donde disfrutar suculentos platillos gourmet y buena música. Si la tuvieran, amarían como yo sus días de descanso.