Eterno Retorno

Wednesday, August 27, 2003

Martes de escape. Martes de embriagarme de soledad y caminata. A veces necesito estar solo, sentir que tengo todo el tiempo del mundo y que no tengo nada, o casi nada que hacer. Es bueno crear un oasis en el desierto de entre semana (¿o una isla en la alta mar de entre semana suena mejor?) La cuestión es que decidí tomarme el día completo e irme desde la mañana a San Diego sin un propósito definido (excepto, claro está, el ritual heavymetalero de la noche)
Uno de mis ejercicios favoritos es caminar por ciudades. Caminar por primera vez una urbe es uno de los mayores placeres que reserva la existencia, pero igualmente me inspira peinar con mis suelas las calles que conozco de memoria. Me gusta deambular a la deriva por San Diego. De vez en cuando lo hago y créanme que me sirve como terapia. Al medio día, luego de dar tremendo rol por los prados del Parque Balboa decidí echarme a la sombra de un par de eucaliptos. El aire era fresco, el cielo azul y yo me quedé deliciosamente dormido. A mi alrededor la gabachería paseaba sus perros (con bolsita de plástico en mano para recoger la cagada) mientras algunos viejos descamisados asoleaban sus lomos tirados sobre el pasto.
Cuando camino por ciudades mi mente comienza a drenar. Ideas, pensamientos, recuerdos, imágenes se suceden sin control como un Ulises de Joyce.
Como compañía llevaba una novela que empecé a leer al abordar el trolley y que tan solo ayer avancé a más de la mitad. Se llama Sputnik mi amor y su autor es el japonés Haruki Murakami. El SD trolley es un lugar que me gusta para leer, aunque los personajes que lo abordan suelen distraer mi atención a menudo.
Nada comparable a esa química que empieza a surgir cuando sientes que tienes en tus manos el libro adecuado. Es una suerte de aura mágica que empieza cubrirlo todo. Continúe mi lectura en el parque y luego de deambular un rato, a las tres de la tarde decidí que era el momento idóneo para beber la primera cerveza del día. Dado que el St Patriks ya estaba más o menos lleno y además traía un poco de hambre, elegí el Rock Bottom, una cervecería que se ubica en la Calle Sexta esquina con no me acuerdo. Me agrada en demasía ese sitio y la cerveza que fabrican, aunque he de decir que no es barato. La primera cerveza, una Reggata Red, la bebí casi de hidalgo y de inmediato pedí algo más oscurito, una Stout Sunset o algo así, muy parecido a mi amada Guiness y vaya sorpresa, descubrí que en unos minutos comenzaba la hora feliz, lo que significa que si hubiera bebido más despacio mi primera cerveza, la segunda hubiera sido doble. Cuando el reloj marcó la entrada del tiempo mágico, pedí otras dos oscuras y unos calamares fritos que me costaron apenas tres dolaritos.
El bar estaba bastante solo y como en toda cantina gringa, las decenas de televisores escupían silenciosas imágenes de juegos de beisbol a los que nadie ponía atención. Y es que a toda hora y en todo lugar, siempre que entres a un bar gringo habrá un juego de beis en la tele, deporte a mi juicio es la máxima expresión del aburrimiento y cuyas reglas, lo confieso, desconozco. A lado mío un oficinista se recetaba la bibliografía de todo buen gabachoide republicano con pensamientos políticamente correctos, es decir el Union Tribune y la Newsweek. Yo continúe la lectura de Murakami aún más absorto. Sepan ustedes que uno de mis mayores placeres es leer en bares.
Ya debidamente colocado por las cinco pintas de cerveza oscura decidi ir a caminar a la bahía para ver los barcos. Recordé la noche del 14 de septiembre del 2001, cuando esperaba la partida de mi vuelo a NY y pase varias horas deambulando por la bahía. En aquella ocasión la soledad de las calles y la melancolía del ambiente se te contagiaba en las venas. Recuerdo mis dudas, mi enorme expectativa, mis temores. Aquella noche pasé casi una hora hablando con Carolina por el celular. Nos costó trabajo separarnos. Hasta ahora mi partida a la Manzana podrida ha sido nuestra más larga separación. Aquel día, por cierto, también leí un buen rato mientras bebía en Rock Bottom. El libro de esa ocasión era Entre hombres de Marggiori.
Luego de rolar un rato por la bahía, volví a tomar el trolley hasta Old Town y de ahí me fui a patín hasta el Sports Arena en cuyo estacionamiento se embriagaba la fauna metalera.
Tras el reglamentario husmeo en Tower records, ingresé en el sports arena y cometí el error de comprar una Miller. Luego de las delicias de cervezas que había estado bebiendo, la Miller me supo a mierda frígida de gringo. Por fortuna descubrí otro puesto de cervezas donde vendían una roja que no estaba nada mal. Todo el mundo estaba deambulando, buscando su lugar, pepenando cervezas o cotorreando el punto cuando Motörhead subió al escenario. Confieso que esperaba más de Lemmy y su pandilla. De las tres bandas que se presentaban, era la única que nunca había visto en vivo y a mi juicio tocó muy poco tiempo y omitió rolas clave. Como quiera que sea, canté a todo pulmón Ace of Spades, Kill by Death y Overkill.
Dio en cambio contagió el ambiente con la magia de su sagrada voz y se encargo de ponerme en plena vibra desde los primeros acordes de Killing the dragon. Imposible no cantar Rainbow in the dark, Last in line, Heaven and hell y Holly diver, himnos que han marcado mi vida.
Para cuando Maiden salió la cosa ya estaba en su punto y máxime si abre con el número de la bestezuela, rola con la que suele cerrar los toquines. Un 666 gigantesco apareció en el fondo del escenario y la pandilla de Harris y Murray me puso ahora sí prendido como un cerillo. Continuará....