Eterno Retorno

Thursday, June 12, 2003


You talk about revolution...

Todas las revoluciones, irremediablemente, se prostituyen. Pero queda un pequeño consuelo: todas o casi todas las revoluciones tienen un momento orgásmico, tan fugaz, auténtico y placentero como la más deliciosa venida. Después vendrá una larga y burocrática conversación de sobrecama en la que, al igual que en todo acto de prostitución, se hablara de dinero.
El orgasmo de la revolución es aquel momento absolutamente espontáneo en que el pueblo, sin otro líder o ideología que el hambre y el odio, sale a lasa calles a desparramar su furia.
Pienso en el 14 de julio de 1789 en París en el helado marzo de 1917 en Petrógrado ( dos años antes San Petersburgo, dos años después Leningrado y hoy en día otra vez San Petersburgo). El lumpen salió a las calles porque tenía hambre. Ya después llegarían Robespiere y Lenin a aprovechar la situación. Ya vendrían el Comité de Salud Pública y el Soviet a instalar su propia dictadura. Pero el magnífico orgasmo nadie se lo quita al pueblo.
A lo largo de nuestra historia hay días absolutamente viscerales. Imagino a los insurgentes tomando la Alhóndiga el 28 de septiembre de 1810, los mayas de Jacinto Canek matando españoles en los ranchos de Yucatán en 1761, los obreros de Río Blanco destruyendo la fábrica en enero de 1907. Movimientos todos ellos abortados, condenados irremediablemente al cadalso, pero al fin y al cabo orgásmicos.
Desde niño siempre he tenido un gusanito revolucionario. A veces es una pequeña larva, otras una serpiente anaconda. Nunca muere, eso sí y siempre está ahí, latente como un tumor. Me brota cuando soy testigo de descaradas injusticias sociales o cuando compruebo, por enésima vez, que basta con ser un empresario poderoso para tronarle los dedos a cualquier director de redacción y hacerlo temblar.
Ya he oído mil veces que los empresarios son el motor de la economía, que gracias a los riesgos que ellos contraen comen miles de familias, etcétera, etcétera. Con toda la vergüenza del mundo debo admitir que a lo largo de mi vida y hasta la fecha siempre he trabajado en empresas privadas y nunca en una cooperativa anarquista. Pero ello no impide que considere a la inmensa mayoría de los macroempresarios unos grandísimos hijos de puta. Tampoco hace que pueda sentir un poco de empatía hacia las aristocracias de cualquier tipo. Sí, es una frase trillada y tal vez me escuche como un iluso sesentayochero, pero mientras haya alguien a quien le falte el pan, el lujo seguirá siendo un crimen. Y en este mundo hay aristócratas que en verdad piensan que fueron cagados por el culo de un católico angelito. Aunque hace mucho supe que todo ideal revolucionario está condenado a transformarse en un prostituto, eso no me quita el deseo de vivir un día de orgásmica revolución. Unas cuantas horas de furia en la que pueda desparramar odio. Porque liberar el odio, al igual que el semen, es delicioso.