Eterno Retorno

Tuesday, March 25, 2003

Ya escribí mucho de la guerra esta mañana. Por hoy es suficiente. Me basta reproducir las espontáneas palabras que pronunció anoche el director editorial:_"Guerra, no te acabes". Y es que los desmadres del señor matanza nos han disparado nuestro número de lectores. El periódico se vende como pan caliente. Y a mi nadie viene a buscarme para ver si bajo la manga tengo la nota de ocho columnas. El aprendiz de Hitler ha resuelto la bronca de todos los días. La nota de ocho está asegurada-


Cuando inicie con este blog, mi idea era publicar únicamente narrativa de ficción. No pensaba hablar de mi ni de mi vida cotidiana ni emitir comentarios sobre lo escrito en otros blogs. Eterno Retorno iba a ser impersonal. Un espacio donde publicaría cuentos y novelas. Después la vibra bloguera se me fue metiendo a la sangre y este espacio se volvió ahora sí un auténtico vomitorio dle diario vivir. Pero no está demás desintoxicarme de los temas bélicos y darle una revisada a mis siempre inconclusos temas narrativos.
Aquí van dos capítulos de Odiando a Dios en Tijuana:


VI
Fue el miedo. Para que chingados negarlo. Se te abrió gacho cuando viste como chingados estaba el pedo en realidad. Y es que siempre fuiste coyón. Digo, eras mierda, pasado de lanza, pero eras culo. Cuando veías putazos en serio mejor le zarpabas a ver a donde y aunque varias veces te rompieron tu madre bien bonito, la verdad es que te salvaste de que te dejaran frío y había muchos a los que no les faltaban ganas, empezando por tus hermanos. Fue como la décima vez que te fuiste a juramentar con la virgencita-; “Ora sí” le dijiste a tu amá, “a la chingada con la tomadera”.
Te ibas a ir a las trojes, con tus hermanos a traer algo para la familia, pagarles un poquito de lo mucho que siempre te dieron en tus largos año de mantenido. Te costaba el alma ponerte a jalar. Apenas agarrabas la pala y sentías la necesidad de aliviar la fatiga con un trago. Nomás no podías, no durabas, ni siquiera el ansia de poder ganar algo, aunque fuera para poder tomarte tus alcoholes sin pedir fiado. Pero ahí lo que te gano fue el miedo, hasta fue más grande que tu pinche hueva de siempre y mira que eso es mucho decir. Desde antes ya te sospechabas que tus hermanos se traían algo entre manos, porque siempre los veías hablando en secreto, diciendo las cosas sin decirlas y ya no sabías si era porque estaban hablando pestes de ti o porque de verdad se traían un asunto grande que a ni a tu amá se lo querían platicar. Claro, tu pensabas que andaban rateros y cuando desaparecía alguna mula o hasta un chingado guajolote pensabas que eran ellos porque no podía caber en tu cabezota que alguien pudiera ocultar algo que no tuviera que ver con transas. Fue hasta que te juramentaste delante de tu amacita, ¿te acuerdas? Aquella vez que hasta chillaste frente a toda la familia incluido tu padrino. Hasta tus hermanos como que se empezaron a compadecer de ti. Se compadecieron o pensaron de verdad que ahora sí ibas bien en serio, porque hasta te tuvieron un poquito de confianza y así como no queriendo mucho la cosa Eufemio te empezó a platicar. No te dijo mucho, pero tu sabías que te estaban calando para ver si podías entrarle a lo que traían oculto. No entendías bien o a lo mejor no querías entender, pero te dijo algo así como que habías de estar dispuesto a morir por lo que heredarías a tus hijos, que debías luchar, poner de tu parte para que a ellos no les tocara sufrir todo lo que la familia había sufrido. Como aguantar que cualquier escuincle que se pusiera de pronto malo de la panza acabara luego luego como angelito de la iglesia por no haber un centro de salud ahí cerca, te decía Eufemio y tu de repente hasta te imaginabas que se había hecho de los hermanos cristianos esos que no creen en la Virgen y que luego se te arrimaban nada más pare decirte que con leer la Biblia ibas a dejar la tomadera. Pero luego te empezó a hablar de que había que cuidarse de no platicar con los sardos, tenerle desconfianza a la gente que vieras que no es del pueblo, porque andaban ahí nada más para cazarlos y sí, alguna chingadera de eso habías oído. Sabías de los que andaban en la selva, quesque iban a empezar una guerra te dijeron una vez en la cantina pero pura madre que les creíste. Ya ni te asustabas de tantas cosas que oías de bocas de borracho como la tuya. Sabe que cuentos tu mismo contarías cuando andabas hasta tu madre con tal de que te invitaran la otra o ya de perdido para entretenerlos. Sabías que por ahí los sardos le daban piso a gente y de repente te enterabas que tal apareció patas arriba, con la cabezota agujerada o con la panza rajada a machetazos, pero así era la vida, al que se deja lo chingan ¿o no? Una deuda, una vieja o una pinche palabra de más en una cantina ¿qué le hacía? En tu pueblo estaban para matar o morir de lo que fuera, decías. Pero no, aquello no eran pleitos de borrachera, era algo más duro.- Te dabas cuenta porque los soldados siempre andaban buscando a los que eran menos borrachos y a la gente como tu ni le hacían caso.
Poco a poco, conforme miraban que no estabas ya tomando te empezaron a agarrar confianza, te platicaban cosas, pero faltaba un secreto por revelar, lo intuías, hasta que una vez Eufemio te dijo que lo acompañaras a su trabajo allá en la selva, a donde nunca te habías parado, en Los Altos, por ahí cerca de Las Margaritas y tu te preguntabas que jales se podrían hacer por allá, a como pagarían para que tu hermano caminara tanto entre los cerros para poder llegar. Y ahí fue que los viste a todos, serios, graves, con esa expresión de piedra que acababa por darte miedo. Había de tu pueblo y de los ranchos cercanos, pero a la mayoría no los habías visto nunca. Sentías que eran gente cabrona, que no estaba jugando, pero fueron amables, te hablaban bien. Te dijeron que había que trabajar duro, partírsela por el movimiento, no pensar no más en uno sino en toda la gente, en tu ama, en tus hijos, en tus abuelos, pensar en que todos ellos habían sufrido y sufrirían hasta que alguien no peleara, porque de los ricos y del gobierno no se podía esperar nada, ellos nunca iban a darte, tu tenías que quitar, algo así le entendiste, pero lo que te quedó claro es que ahí había que trabajar y sobre todo callarte el hocico, ser una piedra y no tener miedo, pero más temprano que tarde acabaste fallando en todo, como siempre. Lo primero fue el condenado trabajo. Tu no estabas hecho para eso y la hueva te dobló las patas muy pronto. Después fue el pinche miedo el que te ganó la carrera, cuando empezaste a oír las historias de los que morían torturados o cuando te diste cuenta de que algunos ya no volvían de sus encargos en el pueblo y aparecían luego colgados del pescuezo en una ceiba, nadie vio, nadie supo y ahí sí cachaste que estabas en algo bien pesado. Lo peor de todo es que ahí no había alcohol, ni una sola gota, tenían prohibido tomar y todos lo respetaban. Y eso a ti te calaba en el alma, porque según tu te juramentaste para yo no ir a la cantina, pero un traguito después de trabajar cualquier hombre honrado se lo echaba. Por eso te ofreciste para ir al pueblo a traer cosas que se necesitaban o a darles recados a las familias, ya estando allá quien te iba negar tu aguardiente. Así empezaste a hacerle, agarrando de lo poco que mandaban a sus familias para pagarte el trago, hasta que un día los viste, a esos tres de pelo corto y camiseta blanca que andaban detrás de ti en todas partes y entonces sí que te measte en los calzones, no había de otra, ya te andaban cazando, o a lo mejor eran de los mismos que te venían siguiendo para ver si cumplías bien con los encargos y te imaginaste que iban a partirte tu madre por transa nomás regresaras. Pero no, sorpresa que te llevaste cuando te los encontraste esperándote afuera de la cantina y te hablaron bien, como si fueran tus compadres del alma, amigazos de años, tanto que se conocían bien tu punto débil, porque pa pronto te jalaron “véngase que le invitamos unos buenos tragos, nada de aguardiente jodido, puro tequilazo del bueno, del que nomás los patrones toman, usted se lo merece” y te trataron a toda madre esos cabrones y te lograron soltar la lengua bien pronto, si hasta les saliste más barato de lo que pensaban. Ya cuando estabas bien pedo soltaste santo y seña de tus hermanos y de la gente rara esa que se juntaba allá en la selva y todavía les dices que es algo muy secreto, que no vayan a andar abriendo el hocico por allá y ellos casi se cagan de risa en tu cara, “no compadre, como cree, si nosotros no somos de esos chismosos” y todavía hasta te dejaron 50 pesos por sí se te ofrecía la caminera cuando volvieras para allá “y ya sabe no más que lo manden para acá otra vez, aquí está siempre invitado”, pero ya no hubo otra vez. La borrachera te duró hasta bien entrado el otro día y para cuando regresaste cargando la cruda ya no encontraste nada ni a nadie hasta que los viste, al fondo de una cañada y se te bajó todo el alcohol con la vomitada que echaste cuando descubriste que ahí estaban tus carnales, Eufemio y Santos, tirados patas pa arriba, con la boca abierta y la barriga reventada a plomazos y después no te explicaste ni de donde pudiste sacar fuerzas para correr así, como un loco, sin saber pa donde ni si era por el miedo de que a ti también te quebraran o porque no querías ver los ojos abiertos de los muertos diciéndote “borracho, miedoso y para acabarla ahora sales traidor, me cae que no te parieron... te cagaron. Tu eres menos que mierda”.


VII

El instante es masa plástica impregnada en tus poros. Eterno retorno de una desesperación incapaz de herir la piel del tedio. Aún no concibes como opera en tus venas esa anestesia que logra sacarte ocho horas del mundo, con tu mirada fija en un objeto inmortal que renace con los ciclos del ruido. Ahí están tus ojos, petrificados y prisioneros, ignorantes de un entorno igualmente inhumano. Ojos doloridos y calientes ¿A donde podrías voltear? ¿A donde huir si la imagen del universo se ha congelado? El único vestigio de vida en la encapsulada atmósfera de quien sabe que tantos químicos, es la pestilencia crónica de un sudor seco, recordándote de la presencia de esas otras almas que comparten tu soledad silenciadas por el rugir de la máquina. Pronto olvidas la fecha y te vuelves indiferente a la luz del día. No podrías precisar si esa primera semana se ha diluido en un minuto o ha sido un trepar por el muro de la eternidad con el cuerpo encebado. Ahí está el maná arrojado por el cielo del progreso que solo cubre esta tierra prometida. Tu primer sueldo, tu supervivencia grapada en una bolsa de plástico, contabilizando cada segundo que ha transcurrido dentro de esta condena. Ya podrás decirles en tu pueblo que has logrado exprimir alguna gota de la ubre plástica de la gran ciudad, gotas que se evaporan en tu búsqueda incesante de olvido y escape. No sabes porque pero piensas en tus hermanos, fundidos ahora en la tierra que trabajaron cada día de su existencia, materia siempre viva aún en su muerte, diluyéndose en las entrañas de larvas y zopilotes. Hermanos, tierra, marionetas del temporal, juguetes de los dioses de la selva. Aquí no hay sol a sol pues ni siquiera existe el aire y has olvidado lo que puede sentir tu pie descalzo al hundirse en el lodo o al quemarse al contacto de los terrones resquebrajados. Por momentos desearías mirar al cielo y angustiarte ante la amenaza de tormenta o sentir un escalofrío ante la serpiente que se arrastra entre tus pantorrillas, pero aquí los monstruos no tienen la sangre caliente. Solo existe la máquina y el ojo siempre al acecho de un supervisor sin rostro. La infinita misericordia tus patrones te concede un respiro de rigurosos 10 minutos que se ahogan en el frío de una lata de pepsi mientras a tu alrededor escuchas quejas, chismes y piropos. Y es ahí alrededor del azul neón de la máquina de refrescos enlatados donde surgen las historias, crónicas de dolor y esperanza inherentes a todo éxodo, pedazos de nostalgia y falsas expectativas de trascender las ruinas del futuro. Un millón de historias que son una, hermanadas en el sueño mutilado y en ese sentir que aunque el cielo está siempre ennegrecido, la vida aún depara algún tesoro oculto al final de un arco iris. En medio de ese fugaz oasis en el desierto de la jornada, cada una de esas manos que van y vienen, esa fuerza efímera y desechable tiene una voz que surge en bruto. Todas las voces remiten a una inmensa lejanía en donde se encuentra siempre el origen, de la esperanza y la tragedia, donde aguarda siempre un útero materno y un santuario. “Allá en mi tierra”, pero esa tierra es siempre irrecuperable y las ansias de regreso son solo un consuelo para mitigar el dolor. Del grupo de chiapanecos con quienes emprendiste la travesía en Tuxtla apenas quedan unos cuantos. A los demás no vuelves a verlos, la ciudad se los ha tragado al cabo de cinco días y se han diluido entre los desechos y las falsas esperanzas que pueden encontrarse en cada calle. Al final de la jornada todos los rostros, al igual que sus historias, son dolorosamente iguales. Tan solo las voces de los recién llegados remiten a un origen particular. Después, hasta el sonido se va impregnando de fragmentos asfálticos. Voz de lodo, silente y a un tiempo furiosa, aferrada al musical origen, rebanada por bélicos monosílabos. Y tu voz emerge insurrecta y desconocida, desafiando a ese dolor que quisiste volver hierático. Brota el sonido deforme y traidor arrojando tu historia al valle del olvido alcohólico mientras el aguardiente labra puntas de obsidiana en tus entrañas. Y ahí están junto a ti cinco sombras anónimas hermanadas por una botella de plástico que circula entre sus labios y de pronto ya está muerto el frío de la noche y esa peste perpetua a sudor y amoniaco, es solo aroma humano que recuerda el hambre de carne. El aguardiente riega el germen de las falsas esperanzas y de un momento a otro están frente ti los mismos palacios que construiste al abordar el camión que te sacó de Chiapas. El oro vuelve a ser posible y palpable y el horizonte enseña otra vez las torres de un edén abundante y prodigioso. Las palabras fluyen y el paraíso parece estar cada vez más cerca mientras madrugada y alcohol se consumen y sin saber porque deseas que la oscuridad se perpetué sobre el callejón y no vuelva a surgir el sol enemigo que volverá a arrojar luz sobre tu desgracia, dormida en las tinieblas y arrullada por el aguardiente.