Eterno Retorno

Friday, March 07, 2003

Un día busqué entrar sin pollero al país de la literatura..


 

Solo una vez en mi vida me ha dado por empezar a escribir mi autobiografía, pues según yo ya había vivido mucho y tenía demasiadas cosas para contarle al mundo. Tenía 9 años de edad y estaba seguro de poder escribir un libro de miles de páginas. El proyecto de recopilar los años pasados de mi vida no prosperó, pero sí en cambio el de iniciar un diario. En el orwelliano y heavymetalero año de gloria 1984 inicié la escritura de un diario que hasta la fecha mantengo. Mi diario es más reflexivo que narrativo y la verdad nunca me ha dado por narrar pasajes concretos de mi vida. Hace poco, mi colega reportera Camelia García me hizo llegar un texto en el que defendía apasionadamente las lecturas poéticas, argumentando el derecho de la gente a la poesía en voz alta. No la contradigo.  Me parece extraordinario que  en cada rincón de la ciudad haya un poeta leyéndonos su trabajo. Simplemente me puse a pensar en las razones por las que en lo personal no me gusta entrarle a lecturas de poesía y prefiero leer solo y en silencio en lugar de  escuchar leer en voz alta. Pensé en hacer un comentario bloguero al respecto y sin saber la razón, me puse a escribir sobre la ya lejana etapa en que yo pertenecía a talleres literarios y participaba en lecturas de poesía. De pronto, me di cuenta que había escrito uno de los relatos más autobiográficos que yo recuerde. En fin:   dudé si debía o no subirlo al blog, pero no se pierde nada. Si resulta demasiado aburrido, pues basta con dejarlo de leer y ya. Es un simple pasaje de la existencia que nunca se volverá a repetir. 

 Capítulo I 

 Cuando jugaba a ser pueta 

 Hace algún tiempo, mucho tiempo en realidad, pensé que era tiempo de entrar a formar parte del mundo de la literatura. Yo tenía 18 años y al igual que ahora, escribía y leía compulsiva y desordenadamente. Alguien, que supongo me debe haber querido mucho, me dijo: “Oye, escribes muy bonito, haz algo por publicar tus textos".  Fue entonces cuando hice mi primera incursión furtiva al universo formal de las letras. En ese entonces yo acababa de dejar la facultad de Ciencias Políticas para ingresar a Derecho. En la primera semana de clases, una egresada de dicha escuela, llamada (digamos) Espergencia (su nombre real importa muy poco en realidad)  llegó al salón de clases para promover el Departamento de Difusión Cultural en donde ella coordinaba un taller de literatura. Yo dije: “esta es mi oportunidad”. Ese mismo sábado me presenté. Yo no tenía la más mínima idea de lo que era exactamente eso que llamaban "taller de literatura". ¿Sería como un taller mecánico en donde se arreglaban libros? ¿Le colocarían balatas a mis textos? ¿Le checarían el aceite a mis metáforas? ¿Le pasarían corriente a la batería de mi inspiración? Fuera lo que fuera, yo sospechaba que un taller era mi garita obligatoria para entrar a la nación literaria. El taller era en realidad un club de amigos bastante sui generis. Nostálgicos, melancólicos, cambiantes. Un profesional  diagnosticaría a más de uno como “border” o acaso “esquizo”, aunque todos ellos eran de noble corazón. Generacionalmente eran mayores que yo, pues habían nacido entre 1969 y 1971. En aquel entonces, al igual que lo había hecho desde que medio aprendí la forma de  agarrar un crayola y al igual que lo hago ahora en esta máquina infernal, yo hacía como que escribía narrativa. Ellos eran poetas y me convencieron que algunos de los coléricos accesos vomitivos que se transformaban de manera compulsiva en palabras escritas podían ser considerados como poesía. Yo tenía montones de esos textos desparramados entre mis cuadernos, colados entre los apuntes de Introducción al estudio del derecho de García Maynez y el Derecho Romano de Pina Vara. Aquellos textos eran como rolas de black y thrash metal. Escupían odio en su estado más puro. Oscuridad, depresión y en algunos casos, cierta melancolía de tiniebla. Yo no sabía proyectarle otra cosa al mundo. Empecé a publicar dichos accesos vomitivos en la sección De los Talleres, del periódico El Norte (que a la postre me debutaría como reportero profesional cuatro años más tarde). Publiqué mis textos menos viscerales y aún así eran considerados demasiado oscuros. Conservador como ha sido siempre, supuse que  El Norte no admitiría mis "poemas" donde explícitamente eructaba mi odio hacia  todo lo que oliera a cristiano. El taller lo integraban Espergencia Santoscoy, Jorge Sáenz, Alfonso Araujo, Lorena Kawas, Gerardo Ortega y algunos elementos satelitales que iban y venían sin constancia. Yo me lo tomé demasiado en serio y le puse mucha más pasión que a mis estudios jurídicos. Por las noches, trabajaba como locutor en la radio y una bicicleta color púrpura era mi medio de transporte a todo lo largo y ancho de Monterrey. Luego de algunos meses, los compañeros me convencieron para que hiciera yo una lectura. “¿Una lectura? ¿Pues qué diablos es eso?” “Sí, lees tus textos ante un auditorio”. “Carajo, pues nunca lo había pensado y ¿no sería mejor repartirles unas hojas y que cada quien los lea a su ritmo?” “No, esto es todo un espectáculo” Y en efecto, lo era. Las lecturas del taller de Espergencia eran todo un performance. Les metíamos demasiado tiempo de preparación. De hecho en sus lecturas Espergencia cantaba (era sumamente entonada) actuaba, lloraba y Alfonso Araujo tocaba la guitarra. Entonces Gerardo Ortega y yo nos animamos a hacer nuestra primera lectura. La preparamos minuciosamente, como quien conspira para cometer un crimen perfecto. Ensayábamos afuera del Obispado. Era muy inspirador. La lectura se llamó “Nostalgia en Penumbra”, título de uno de mis poemas de aquel entonces que hasta este día soy capaz de recitar de memoria. La Universidad nos dio presupuesto para imprimir unos pequeños libretos y unas invitaciones. Sugerí imprimir la imagen del cuadro de la Bebedora de Lautrec. Con toda honestidad, quedaron poca madre. Convocamos a una rueda de prensa dos días antes (azares de la existencia: las primeras tres o cuatro ruedas de prensa de mi vida no las cubrí, las convoqué) La lectura se celebró el 17 de agosto de 1993 en el Teatro Cervantes de la Unidad de Difusión Cultural de la Universidad Regiomontana. El escenario que montamos fue como un bar en penumbras. La lectura era una suerte de bodas del cielo y el infierno. Gerardo es un poeta en el sentido más puro de la palabra. Es como un Amado Nervo o un Pablo Neruda. Romántico hasta decir ya. Yo en cambio jamás escribí sobre nada que evocara el Eros. Muerte, desolación y sepulcros engusanados infestaban mis letras. A la lectura acudieron unas 40 personas. Obviamente amigos todos (Que me perdone mi compañera Camelia, pero nadie, absolutamente nadie, acude a una lectura por genuino interés literario. En el mejor y más honesto de los casos se acude por el vino, que invariablemente es malo).  Desde entonces inauguré mi tradición de salir a esta clase de espectáculos mal llamados lecturas, vestido todo de negro y descalzo. Mi pelo por aquel entonces era larguisimo (lo sigue siendo en 2021). Gerardo leyó poemas como Sárdica, Tatuaje púrpura, La mañana arrastra, Ashley, Eugenia triste. Hoy, diez años después, puedo recitar algunos de los textos orteguianos memoria. Yo leí Sangre oscura, Muerte es lo que eres, Nostalgia en penumbra, Oscura guarda, Mazmorra encinta. Nos fue bien. Notitas en las secciones culturales de El Norte, Porvenir y Diario, vino malo, felicitaciones hipócritas y posteriormente me largué una caguamiza en la casa de unos punkies de Guadalupe que tuvieron la atención de acudir a la lectura y consumirse todo el vino en un par de sorbos. Celebré mi ingreso al depravado club de la literatura oyendo hard core en una terraza. (*Dos años después, en ese mismo Teatro Cervantes, el equipo de debate que yo capitaneaba venció a la Escuela Libre de Derecho, con quienes por cierta aleatoriedad caprichosa sostuve a partir de ese momento una amistad más larga y sincera que la que mantenía con los miembros de mi equipo. Seis años después, Carol y yo rentamos nuestro primer departamento que compartimos por dos meses, mismo que casualmente estaba justo frente a ese teatro. Como podrán deducir, ese es en mi vida un sitio con historia*).
 Empecé a acudir a lecturas, conferencias, tocadas, exposiciones y de más parafernalia. Mandaba mis textos a revistas, fanzines y periódicos (nunca a concursos).  Dicho en otras palabras, seguí paso a paso el recetario de actividades de todo poetastro pretencioso que chapotea en los residuos del mal vino de institución cultural. Después tuvimos otras lecturas. Recuerdo un performance en el aniversario de la Revista Nave en diciembre de 1993. Yo salí, como era mi costumbre, descalzo y de negro, pero con unas alas de ángel demoníaco. Para ese entonces ya era novio de Patricia y ella tenía cierta repulsión hacia los miembros del Taller y hacia muchas de mis amistades. En mayo de 1994, previo al Mundial de Estados Unidos, se publicó nuestro libro. Una antología llamada “Después del eclipse”. Ese día rompí con el Taller. El formato y el diseño del ejemplar me agradaron, pero para entonces yo ya no era feliz en la literatura. Disfrutaba más empeñando mi tiempo libre en  liturgias alcohólicas jarcoreras o en tardes de futbol en el estadio Tigre  que escuchando lamentos románticos. La escena cooltural me comenzaba a aburrir soberanamente. La presentación de la antología fue en el Teatro Lope de Vega, el mayor de la Universidad. Ese día Rayados de Monterrey jugaba un partido amistoso con un Milán plagado de suplentes que aún así los venció. Espergencia quería que estuviéramos en el teatro desde la mañana. Yo la mandé al carajo y me fui al futbol (siempre ha sido un placer orgásmico ver perder al Monterrey) Llegué unos minutos antes de empezar la presentación con algunas cervezas encima. Espergencia bebía tequila y sugirió que me echasen a patadas (casi 28 años después Espergencia peroraría indignada que no, que  aquello no era tequila, que ella jamás bebió gota de alcohol  en el sacro e inmaculado recinto teatral universitario y como la historia de la Literatura Universal yacía en vilo y suspenso absoluto, en consternación total por saber si esa noche la coordinadora del taller bebió tequila o solamente limonada, aquí en esta humilde cuna porquerioza le concederemos razón y narraremos que aquello era un frutsi antes de que tome acciones legales para penalizar tan abominable calumnia).
  Al final, a regañadientes, participé en la presentación. Después me largué a la chingada. Ya nada fue igual. Tuve derecho a cinco libros y los demás los debía de pagar (costaban 30 pesos). Regalé todos mis ejemplares, ya no recuerdo a quién. Solo mi primo Héctor Diego compró uno. Hoy en día tengo en casa un solo ejemplar bastante maltratado. Volví participar un par de veces con el taller en dos lecturas. De hecho Gerardo Ortega y yo repetimos Nostalgia en penumbra y comprobé que nunca segundas partes son buenas. Siempre mantuve una cercana relación con ellos aunque ya no volvimos a trabajar juntos. Solo con Ortega conservé una amistad que hasta 2021 mantengo. Cada semana hablamos.  Algún día escribiré sobre él (ya lo hice: el texto Exilo a Sárdia y Yadivia, dedicado a su obra, aparece en mi libro Furtividad bajo palabra). Es sin duda el poeta más rabiosa y encabonadamente poeta que he conocido. Todos sus actos, sobre todo los más absurdos, eran poesía. Después se casó con una militante zapatista radical y tuvo un hijo, Ernesto Inti, a quien tuve la fortuna de cargar cuando era un lactante. Lo último que de él supe, hace tres años, fue que trabajaba como corrector en Milenio Monterrey (bueno, en 2021 Gerardo ya es un feliz abuelo y se ha comprometido en matrimonio con su novia Laura). Espergencia se casó; de Jorge no he sabido; Alfonso puso un negocio de computadoras. Yo me hice reportero, deserté de la literatura tallereada y decidí nunca jamás volver a tallerear ni a publicar nada que se pareciera a la poesía. Lo mío es narrar (a la fecha he publicado catorce libros y me dedico de tiempo completo a eso que llaman literatura). Esa cosa que yo hacía me salía como un vómito. Necesitaba expulsarlo, me sentía desahogado cuando lo largaba de mi cuerpo, pero lo que arrojaba al piso era un aborto hinchado de odio. No se puede poner reglas a los vómitos. Salen como salieron y ya. Sigo escribiendo cosas así, todos los días, infestan mis cuadernos de notas periodísticas, pero son escupitajos que hacen erupción cuando la vida cotidiana me intoxica. Tampoco volvería a participar en una lectura. No creo en ellas. El mejor tributo que alguien puede dedicarle a un texto es leerlo en silencio, absorberse en él, diluirse, largarse de este mundo. Alguien que en un camión, en un bar o en la soledad de su hogar se logra alejar un poquito de la realidad mientras lee un texto, le está dando al escritor la mayor de las satisfacciones. Yo no creo en la lectura en voz alta. No me concentro y me aburro fácil. Prefiero leer en papel y en soledad, si es con vino, mejor. La lectura es en mi vida una actividad solitaria y no volverá a ser pública. La lectura es la droga perfecta, pero es una droga autista y silenciosa. La literatura es mejor disfrutarla que discutirla y para beber vino, disfruto más las cantinas que los eventos coolturales. 
 Capítulo II 

Mi maestro el Rayo Macoy....por ahí seguirá.

Pd- Vengo del futuro, del año 2021. Casi tres décadas después   Espergencia ha reaparecido de repente en un comentario facebookero delirante y paranoico. Al parecer, casi  28 años después  le afecta demasiado que en un humildísimo blog se narre que aquella noche de mayo de 1994 ella pudo haber  bebido tequila en el teatro Lope de Vega. Si ella bebió o no bebió un alipús en la presentación de Después del Eclipse, parece ser un  asunto tan trascendente para el canon literario occidental como afirmar que Shakespeare en realidad fue un prestanombres y que Cristopher Marlowe fue el autor de Macbeth y Hamlet. Caray Espergencia,  si 28 años después esa historia tan boba e intrascendente es capaz de sacarte un coraje y motivarte a exultar algo tan ridículo y risible como tomar acciones legales, lo único que puedo pensar es que tu vida actual no derrocha emociones y logros.

En verdad lo lamento por Espergencia. Talento tenía. Sus poemas eran  realmente creativos y su performance derrochaba ingenio. En aquel entonces yo tenía la certidumbre de que Espergencia haría algo realmente trascendente en la literatura. Perfectamente me la imaginaba ganando un Premio Aguascalientes, publicando periódicamente,  marcando pauta y tendencias como figura central de un movimiento poético e influyendo en la juventud. No fue el caso e ignoro la razón. Insisto: talento tenía, pero creo que conspiraba contra sí misma. ¿Bipolaridad? ¿Delirios místicos viendo apariciones de angelitos debrayados? ¿Protagonismo y ego desmedido? No lo sé. La historia de lo que pudo haber sido. La tristísima historia de un naufragio.