Eterno Retorno

Tuesday, March 11, 2003


Historia de mi lectura

Objetos contrafóbicos

Los libros son mis objetos contrafóbicos. Son algo así como el muñequito de peluche que jamás sueltas de niño. Cuando salgo a algún lugar y no llevo conmigo un libro, tengo accesos de inestabilidad. La posibilidad de enfrentar un largo trayecto, una tediosa espera o un día incierto sin un libro en la mano, me hace sentir como un soldado sin su rifle en un campo de batalla. El spleen siempre está al acecho y la única forma de conjurarlo es con un libro.
Mi vida diaria está amenazada constantemente por tiempos muertos en medio de la nada. El libro es siempre la medicina perfecta.
De esta manera, desarrollo el hábito de la lectura en los sitios más improbables. Salas de espera en oficinas de funcionarios públicos, taxis, camiones, restaurantes, cantinas, bancas.

Leer viajando

Pero nada se compara a leer viajando. Leer y viajar, dos de los placeres por los que esta vida merece la pena ser vivida, son perfectamente compatibles. Nunca leo tanto ni tan a gusto como cuando voy en un avión o cuando aguardo en la sala de un aeropuerto.
Cuando leo en los trayectos de un viaje me sucede lo mismo que al oír una canción de otro tiempo que recuerda cierta época, cierto día o cierta persona. El viaje se eterniza en el libro. Las páginas guardan para siempre la esencia del lugar donde fueron leídas.
Podría empezar a escribir una historia de mi lectura. Narrar las circunstancias en que leí cada libro de mi biblioteca. Y es que la lectura de una obra son muchas, muchísimas cosas.
La lectura es ante todo un romance o acaso un amor furtivo. Un idilio entre el autor de la obra con ese ente anónimo im-prescindible que toma en sus manos el libro y dentro de cuya alma volverá a consumarse infinitamente el milagro literario.
Cito uno de los últimos párrafos de Los impacientes de Gonzalo Garcés: “Toda historia escrita, encuentra su lector. El tercero, el lector, es quien hace la diferencia. Que sean millones o uno solo da exactamente lo mismo”.
El milagro literario se consuma de esta manera, pero el fenómeno de la lectura es una obra en sí. El Quijote vuelve a reinventarse una y otra vez en la imaginación de cada uno de sus lectores, dice ¿Borges? Y si a eso le agregamos las circunstancias emocionales, geográficas y sociales en que el lector tomó en sus manos dicha obra, la reinvención es infinita.
Hay libros que se leen en el momento adecuado. En mi adolescencia, por ejemplo, leí a Hesse con devoción. Algunas veces lo he releído y no ha vuelto a ser lo mismo. Me ha sucedido con otros autores. El efecto de una lectura depende de demasiadas cosas. Un mismo libro puede ser leído por una, dos o mil personas en lugares, épocas, idiomas, circunstancias radicalmente distintas. Sobra decir que su efecto, no será el mismo.


Libros en ruta

Hay libros que los recuerdo por pasajes específicos de mi vida en el momento en que estaban siendo leídos.
Empecé a leer El Evangelio según Jesucristo de Saramago a bordo de un taxi amarillo que me llevaba de Rosarito a Tijuana un 25 de diciembre.
Recuerdo una fría noche tijuanense en que leía Andamios de Benedetti en el último asiento de un camión en la ruta Centro- Playas.
La línea de sombra de Conrad, fue leída en la Playa El Vigía sentado sobre una piedra que al llegar la ola quedaba rodeada de agua.
Imposible olvidar la novela negra Entre hombres del argentino Germán ¿Margiori? que comencé a leer el 15 de septiembre de 2001 cuando volaba de San Diego a Nueva York. El viaje y las esperas en aeropuerto fueron tan largos, que casi acabo el libro ese mismo día. Por ello Entre hombres tiene para mi todo el sabor de esa mezcla de emoción y angustia que sentí cuando hice ese viaje que sin duda me marcó para toda la vida.
En esa misma estancia nezayorquence, comencé la lectura de una compilación de cuentos iberoamericanos. Me viene a la memoria una noche en un desolado andén de metro en Queens en el cual yo era la única persona. Leía un cuento de Pablo Soler Frost mientras aguardaba el tren y escuchaba a lo lejos el monótono hip hop que escupía alguna grabadora ambulante.
Antes del fin de Sabato, me recuerda el trayecto en camión de Hamburgo a Amsterdam. Por razones de espacio en la mochila, fue el único libro que llevé a ese viaje y me arrepentí. Nada que ver con Héroes y tumbas.
Dos años después, el trayecto en tren de Florencia a Roma estuvo inundado no por metáforas de Dante y Petrarca sino por el desamparo ontológico de Dios en la tierra de José Revueltas.
En una librería de Madrid compré Futbol a sol y sombra de Galeano y empecé a leerlo el día de nuestro regreso a América, un día de San Isidro. La noche anterior, Carolina y yo agarramos en la Plaza Mayor la mayor de todas las juergas de nuestra larga historia juerguística y al empezar a leer a Galeano no podía con la cruda.
Por su nombre de Álvaro Uribe fue leída en un trayecto de Varadero a La Habana y auque la trama se desarrolla en la Ciudad de México y París, para mi tiene un sabor cubano.
En fin, definitivamente son minoría los libros que he leído sentado en la sala de mi casa con una copa de Casillero en la mano.

Sueños lectófilos

De la misma forma que practico el turismo futbolístico y al lugar que viajo acudo a ver al equipo de casa, debo empezar a concretar mis sueños de turismo lectófilo. Desde hace un buen rato sueño con estar en una taberna de Dublín bebiendo una cerveza Guiness con el Ulises de Joyce sobre la barra.
Sueño con estar en la Avenida Nevski de San Petersburgo leyendo el cuento de Gogol del mismo nombre, ir a la Rambla de Montevideo con la Tregua de Benedetti o sentarme a orillas del Sena y leer Rayuela (he estado un par de veces en París y no fui para llevarme a Cortazar. Leí Rayuela en un entorno harto distinto, la diminuta población de Zaragoza Nuevo León)
Leer El extranjero en una playa de Argelia o el Quijote en Albacete y Argamacilla. Sentarme en una banca de Praga con La vida está en otra parte o La broma del buen Milan o en un Pub de Edimburgo leyendo a Welsh (cuando fui a Edimburgo todavía no descubría al autor de Trainspotting)
Sí, para que no se me ofendan mis compañeros sinaloenses voy a leer a Elmer Mendoza algún día en una cantina de Culiacán mientras bebo una Pacífico aunque Pérez Reverte lo hizo, se inspiró y le salió un bodrio de novela.
En fin, si hay algo que hace que la vida valga la pena ser vivida es la certeza de que siempre habrá un nuevo libro para leer y una ciudad desconocida para visitar.