Eterno Retorno

Thursday, January 02, 2003

El 1 de enero está condenado de antemano a arrastrar cadenas de sopor. Es un día no nato, un anfibio que no alcanza el derecho a la existencia. Por lo pronto en un día y medio de 2003 he cumplido algunos propósitos. No he comprado todavía ningún disco, no he fumado ningún cigarro, no he sido hostil con la gente y parele usted de contar. Las primeras gotas de alcohol del año ya fueron consumidas y los primeros libros ya fueron adquiridos, pero ni en el más alucinado de mis sueños se me ocurrió pensar rehabilitarme del lastre etílico y literario. Ya me tomé el primer café irlandés e hice mis primeros corajes al volante. Comienzo el año con una novela más que pasable llamada El anatomista y una cantidad indeterminada de letras insurrectas a las que ya les anda por desparramarse en algún papel. DSB


Hacer una novela a cuatro patas es más que un sueño guajiro o una pachequez dominguera. Pero Mario Bellatin casi lo logra con nosotros en aquel septiembre de 2001, días antes de que le rebanaran el orto al Imperio. De no ser por nuestra natural indisciplina, hubiera salido algún buen producto. Sea como sea, ahí va mi parte mutilada, que por casualidad encontré en los archivos. DSB

En realidad empecé a morir desde la primera vez que soñé con los ojos del Señor Liang. Eso fue hace algún tiempo. Tendría seis o siete años y la única visión que hasta entonces había tenido de su rostro, era la fotografía que mi madre guardaba en una caja de bambúes.
El Señor Liang vestía uniforme militar y aparecía con un par de medallas de guerra. Pero lo que más me impresionaba de la fotografía era la expresión de sus ojos. No podría describirla. Más allá de la hierática expresión que no había visto en ningún otro hombre, la imagen de los ojos del Señor Liang no podía salir de mis pensamientos y cada momento del día sentía que estaban sobre mí.
Cuando empecé a tener el sueño ya no sabía si el pavor era superior a la atracción. Yo entraba por la tarde a la habitación de mamá cuando la casa estaba sola y tomaba en mis manos la cajita de bambúes para ver la foto del Señor Liang. Pero en lugar de la fotografía, al abrir la caja encontraba los ojos del Señor Liang posados sobre los míos. Así permanecía, como hipnotizada, durante largos instantes hasta que de repente los ojos desaparecían y los sentía deslizarse por mi vientre. Eso me producía escalofríos hasta que sentía llegar los ojos a mi vagina. Entonces venía un sobresalto y sentía como los ojos se transformaban en filosas puntas que se introducían en mí desgarrándome por dentro. El dolor era insoportable. En ese momento, invariablemente despertaba.
El sueño se repetía y creo que no pasó una sola semana de mi infancia sin que despertara aterrada sintiendo los ojos navaja desgarrando mi vientre. Pero a partir de aquella última tarde que pasé en los arrozales se repitió invariablemente cada noche.
Yo tenía 17 años. Mamá me lo había confirmado la noche anterior; El Señor Liang espera que vayas a hacerle compañía cuando mi hermana muera.
Desde que Papá murió cuando yo era una niña se me dijo que cruzaría al Otro Continente. Algunas veces mama hablaba de su hermana mayor y de su marido el soldado Liang, que en los años anteriores a la guerra habían embarcado huyendo de los tribunales de guerra que lo habían condenado a muerte por traición. Años mas tarde enviaron aquella fotografía del Café Nuevo Siglo, que Mama guardaba en su caja de bambúes. Siempre se me dijo que llegaría el día en yo viviría en esa casa roja situada a la orilla del mar, junto a una barda de hierro, que según explicaba el Señor Liang en su carta, marcaba los limites del Imperio. Pero fue hasta esa noche en que regresábamos de los arrozales cuando me dijo que el día de mi partida había llegado. El Señor Liang se ocuparía de todo.
II
Cuando abandoné la casa todo fue oscuridad. Primero fue la cajuela del auto compacto en la que viajé de la aldea hasta el puerto. El auto lo conducía un hombre que había visto algunas veces vendiendo herramientas en el mercado y su madre, una anciana que de vez en cuando visitaba nuestra casa para traer encargos de la ciudad. El hombre apenas cruzó palabra conmigo y la vieja se limitó a decirme que estuviera tranquila, pues nada pasaría.
Ignoro como lograron evadir los retenes y entrar sin salvoconducto en la zona del Puerto. Cuando la cajuela se abrió, estaba frente a una casa gris donde me hicieron entrar de inmediato. Llegué a una habitación sin ventanas en donde aguardaban ocho mujeres de edades diversas.
Perdí la cuenta de los días que pasamos ahí dentro. Fue hasta una madrugada de invierno cuando la vieja que me había traído en el auto compacto entró a buscarnos. Tomamos nuestras pocas pertenencias y subimos a un camión de carga. No vi el mar y apenas pude olerlo. Cuando amaneció estaba dentro de la cocina de un barco de la marina mercante rusa. El costo de mi viaje intercontinental sería pasar más de 13 horas destazando peces. Pasé los primeros tres días luchando contra la náusea y el mareo. No tuve un instante para salir a cubierta. Apenas escuchaba las voces de los marinos hablando lenguas extranjeras.
Una noche que amenazaba tormenta, algunos de los marinos descendieron a la cocina. Yo hervía el agua para el té, mientras los marinos jugaban. Ni siquiera les dirigí una mirada, pero me inundaba su olor a sudor y vísceras animales.
Solo recuerdo los gritos y risotadas para mí incomprensibles. De repente escuché un alarido y solo alcancé a ver de reojo una sombra que se dirigía a mi. No me di cuenta en que momento se fundieron las luces de la cocina. Solo recuerdo el sonar de metales ante el bamboleo del barco y el hedor de su piel lija. Ahí, sobre la mesa de la mesa de madera donde yacían desparramadas las entrañas de los peces que había destazado esa tarde, sentí como si los ojos espada cortaran en dos mi cuerpo, solo que esta vez los míos no estaban cerrados. Al entrar los primeros rayos del amanecer, yo estaba desnuda tendida sobre la mesa, entre manchas de sangre y pedazos de pescado. Ni siquiera pude ver su rostro.
Por fortuna vino después la fiebre y el resto del viaje transcurrió entre alucinaciones. No recuerdo nada más que las voces que escuchaba como si estuviera en el fondo de un abismo y el sueño que se repetía con mayor intensidad.
Cuando la temperatura empezó a bajar, estábamos sobre la arena de una playa de lo que me dijeron era el otro continente. Ya no había sangre entre mis piernas, pero para mi desgracia, no volvería a haber sangre hasta el día de su nacimiento
Aun no llegaba el amanecer cuando estaba frente al Café Nuevo Siglo en cuya puerta trasera me esperaba la Senora Liang.
Solo aquella mañana de mi llegada el Señora se dirigió a mi y lo hizo para dejar en claro cuales serian la reglas de mi nueva morada. En tanto no muriera la Señora Liang, yo no podría tener nombre propio ni salir de las habitaciones traseras del Nuevo Siglo. Nadie, excepto el matrimonio Liang y los empleados de la cocina debía verme. Por las mañanas debería antender las labores de cocina que me indicaran los empleados. Al caer la tarde, debía subir con el te la habitación de la Señora Liang y hacerle compañía hasta que cayera la noche.
En la habitación de la Señora Liang había una pequeña ventana a la que solo podía asomarme subida sobre la mesa. Desde ahí podía oler el mar, aunque rara vez pude ver mas allá de un entorno gris. Algunas noches despejadas podía distinguir los reflejos que emanaban de las cúpulas del Imperio.
Fue precisamente una mañana que contemplaba el mar cuando sentí los primeros dolores. Sentí terror al imaginar que la Señora Liang conocería mi estado. Aunque no podía evitar gritar, nadie acudió en mi auxilio, excepto dos empleados de la cocina que me colocaron sobre la mesa de las verduras. Ahí escuché por primera y única vez su llanto. Ni siquiera pude tenerlo en mis brazos.
Volví a sentir fiebre. Otra vez estaba desnuda sobre una mesa de cocina con las piernas empapadas de sangre. De pronto tuve un escalofrío. Al volver la vista al umbral de la puerta vi los ojos del anciano Señor Liang postrados sobre mi vientre. Una hora después fui echada a la calle por uno de los sirvientes.





Hacer una novela a cuatro patas es más que un sueño guajiro o una pachequez dominguera. Pero Mario Bellatin casi lo logra con nosotros en aquel septiembre de 2001, días antes de que le rebanaran el orto al Imperio. De no ser por nuestra natural indisciplina, hubiera salido algún buen producto. Sea como sea, ahí va mi parte mutilada, que por casualidad encontré en los archivos. DSB

En realidad empecé a morir desde la primera vez que soñé con los ojos del Señor Liang. Eso fue hace algún tiempo. Tendría seis o siete años y la única visión que hasta entonces había tenido de su rostro, era la fotografía que mi madre guardaba en una caja de bambúes.
El Señor Liang vestía uniforme militar y aparecía con un par de medallas de guerra. Pero lo que más me impresionaba de la fotografía era la expresión de sus ojos. No podría describirla. Más allá de la hierática expresión que no había visto en ningún otro hombre, la imagen de los ojos del Señor Liang no podía salir de mis pensamientos y cada momento del día sentía que estaban sobre mí.
Cuando empecé a tener el sueño ya no sabía si el pavor era superior a la atracción. Yo entraba por la tarde a la habitación de mamá cuando la casa estaba sola y tomaba en mis manos la cajita de bambúes para ver la foto del Señor Liang. Pero en lugar de la fotografía, al abrir la caja encontraba los ojos del Señor Liang posados sobre los míos. Así permanecía, como hipnotizada, durante largos instantes hasta que de repente los ojos desaparecían y los sentía deslizarse por mi vientre. Eso me producía escalofríos hasta que sentía llegar los ojos a mi vagina. Entonces venía un sobresalto y sentía como los ojos se transformaban en filosas puntas que se introducían en mí desgarrándome por dentro. El dolor era insoportable. En ese momento, invariablemente despertaba.
El sueño se repetía y creo que no pasó una sola semana de mi infancia sin que despertara aterrada sintiendo los ojos navaja desgarrando mi vientre. Pero a partir de aquella última tarde que pasé en los arrozales se repitió invariablemente cada noche.
Yo tenía 17 años. Mamá me lo había confirmado la noche anterior; El Señor Liang espera que vayas a hacerle compañía cuando mi hermana muera.
Desde que Papá murió cuando yo era una niña se me dijo que cruzaría al Otro Continente. Algunas veces mama hablaba de su hermana mayor y de su marido el soldado Liang, que en los años anteriores a la guerra habían embarcado huyendo de los tribunales de guerra que lo habían condenado a muerte por traición. Años mas tarde enviaron aquella fotografía del Café Nuevo Siglo, que Mama guardaba en su caja de bambúes. Siempre se me dijo que llegaría el día en yo viviría en esa casa roja situada a la orilla del mar, junto a una barda de hierro, que según explicaba el Señor Liang en su carta, marcaba los limites del Imperio. Pero fue hasta esa noche en que regresábamos de los arrozales cuando me dijo que el día de mi partida había llegado. El Señor Liang se ocuparía de todo.
II
Cuando abandoné la casa todo fue oscuridad. Primero fue la cajuela del auto compacto en la que viajé de la aldea hasta el puerto. El auto lo conducía un hombre que había visto algunas veces vendiendo herramientas en el mercado y su madre, una anciana que de vez en cuando visitaba nuestra casa para traer encargos de la ciudad. El hombre apenas cruzó palabra conmigo y la vieja se limitó a decirme que estuviera tranquila, pues nada pasaría.
Ignoro como lograron evadir los retenes y entrar sin salvoconducto en la zona del Puerto. Cuando la cajuela se abrió, estaba frente a una casa gris donde me hicieron entrar de inmediato. Llegué a una habitación sin ventanas en donde aguardaban ocho mujeres de edades diversas.
Perdí la cuenta de los días que pasamos ahí dentro. Fue hasta una madrugada de invierno cuando la vieja que me había traído en el auto compacto entró a buscarnos. Tomamos nuestras pocas pertenencias y subimos a un camión de carga. No vi el mar y apenas pude olerlo. Cuando amaneció estaba dentro de la cocina de un barco de la marina mercante rusa. El costo de mi viaje intercontinental sería pasar más de 13 horas destazando peces. Pasé los primeros tres días luchando contra la náusea y el mareo. No tuve un instante para salir a cubierta. Apenas escuchaba las voces de los marinos hablando lenguas extranjeras.
Una noche que amenazaba tormenta, algunos de los marinos descendieron a la cocina. Yo hervía el agua para el té, mientras los marinos jugaban. Ni siquiera les dirigí una mirada, pero me inundaba su olor a sudor y vísceras animales.
Solo recuerdo los gritos y risotadas para mí incomprensibles. De repente escuché un alarido y solo alcancé a ver de reojo una sombra que se dirigía a mi. No me di cuenta en que momento se fundieron las luces de la cocina. Solo recuerdo el sonar de metales ante el bamboleo del barco y el hedor de su piel lija. Ahí, sobre la mesa de la mesa de madera donde yacían desparramadas las entrañas de los peces que había destazado esa tarde, sentí como si los ojos espada cortaran en dos mi cuerpo, solo que esta vez los míos no estaban cerrados. Al entrar los primeros rayos del amanecer, yo estaba desnuda tendida sobre la mesa, entre manchas de sangre y pedazos de pescado. Ni siquiera pude ver su rostro.
Por fortuna vino después la fiebre y el resto del viaje transcurrió entre alucinaciones. No recuerdo nada más que las voces que escuchaba como si estuviera en el fondo de un abismo y el sueño que se repetía con mayor intensidad.
Cuando la temperatura empezó a bajar, estábamos sobre la arena de una playa de lo que me dijeron era el otro continente. Ya no había sangre entre mis piernas, pero para mi desgracia, no volvería a haber sangre hasta el día de su nacimiento
Aun no llegaba el amanecer cuando estaba frente al Café Nuevo Siglo en cuya puerta trasera me esperaba la Senora Liang.
Solo aquella mañana de mi llegada el Señora se dirigió a mi y lo hizo para dejar en claro cuales serian la reglas de mi nueva morada. En tanto no muriera la Señora Liang, yo no podría tener nombre propio ni salir de las habitaciones traseras del Nuevo Siglo. Nadie, excepto el matrimonio Liang y los empleados de la cocina debía verme. Por las mañanas debería antender las labores de cocina que me indicaran los empleados. Al caer la tarde, debía subir con el te la habitación de la Señora Liang y hacerle compañía hasta que cayera la noche.
En la habitación de la Señora Liang había una pequeña ventana a la que solo podía asomarme subida sobre la mesa. Desde ahí podía oler el mar, aunque rara vez pude ver mas allá de un entorno gris. Algunas noches despejadas podía distinguir los reflejos que emanaban de las cúpulas del Imperio.
Fue precisamente una mañana que contemplaba el mar cuando sentí los primeros dolores. Sentí terror al imaginar que la Señora Liang conocería mi estado. Aunque no podía evitar gritar, nadie acudió en mi auxilio, excepto dos empleados de la cocina que me colocaron sobre la mesa de las verduras. Ahí escuché por primera y única vez su llanto. Ni siquiera pude tenerlo en mis brazos.
Volví a sentir fiebre. Otra vez estaba desnuda sobre una mesa de cocina con las piernas empapadas de sangre. De pronto tuve un escalofrío. Al volver la vista al umbral de la puerta vi los ojos del anciano Señor Liang postrados sobre mi vientre. Una hora después fui echada a la calle por uno de los sirvientes.




Monday, December 30, 2002

Ahí va otro cuento de la antología complilada por el buen Encarnación Leydelmonte.


EL DÍA DEL CARTERO
POR LLUVIA SALGUERO

Contemplar mundo desde la visagra
(Prólogo de Encranación Leydelmonte)

Fue una típica noche de noviembre en Baborigame. Todo parecía estar en su sitio. El insomnio, las imágenes obsesivas de mi pasado y la taquicardia, habían llegado puntuales a mi cama.
Decidí ser fiel a mi estrategia seguida en las últimas semanas, consistente en no declarar la guerra al insomnio y rendirme apenas lo viera entrar por la ventana.
Una vez firmado el armisticio y resignado a estar despierto hasta el amanecer, opté por ir caminando hasta mi despacho en el Departamento de Letras Muertas de la Universidad.
Había una neblina de esas que pueden cortarse con cuchillo y estaba cayendo un aguanieve como solo los hay en los helados otoños de Baborigame.
Llegué a la Universidad cubierto de escarcha. Acostumbrado ya a mis delirios de insomne, el velador ni siquiera se extrañó de mi presencia.
Avancé a tientas por el pasillo a oscuras hasta dar con mi despacho. Al llegar toqué con los píes un paquete que se encontraba atorado a medias bajo la puerta. Al encender la luz me encontré con un sobre de color amarillo, que sin duda tenía poco de haber sido puesto a la entrada de mi oficina, pues estaba aún helado y cubierto de escarcha.
Pese a ello, mi nombre y direccion, escritos en tinta negra no se habian borrado del todo.
En la parte posterior alcancé tan solo a leer el nombre de Paredón Coahuila como remitente.
Por fortuna, las hojas en el interior estaban humedas pero no empapadas. Eché un rápido vistazo. Calculé que eran cerca de 80 páginas, todas escritas a máquina y sin grapar.
Algunas tenian píes de página escritos sin duda con la misma mano que anoto los datos en el sobre.
En la primera página se leía lo que supuse sería el título del texto: Sueño de una tortuga visagra.
Me bastaron los primeros párrafos para darme cuenta que estaba ante el tipo de narracion que yo jamas escribiria. El Sueño de la tortuga visagra estaba conformado por cinco cuentos que me parecieron de una sencillez involuntaria e inocentona.
Imaginé un autor sin muchas lecturas en su arsenal, para el que lo mas importante era simplemente contar historias, no como contarlas. Aún así, tal vez por lo terco del insomnio o por lo improbable del hallazgo no puede abandonar el texto.
Recuerdo que amanecía cuando acabé de leer el quinto cuento y llegué hasta la última página donde pude leer los datos del autor.
Fue así como supe de la existencia de una escritora llamada Lluvia Salguero, nacida el 29 de julio de 1976 en San Juan de las Azufrosas, en cuyo currículum tan solo constaban sus estudios de primaria en Paredon y su exilio a San Pedro de las Colonias cuando tenía 13 años por razones del trabajo de su madre.
Su mayor conquista fue haber sido segundo lugar del concurso de lectura de escuelas secundarias organizado por el Ayuntamiento de San Pedro.
A partir de su solitario regreso a San Juan de las Azufrosas a los 17 años fue que comenzó a escribir. Su primer cuento lo tituló Aritmetica en petroglifos.
Por ese entonces consiguió editar junto con un par de amigos una especie fanzine de apenas cuatro hojas que tituló la Mordida del Armadillo en cuyo primer número aparecían publicados Aritmetica en petroglifos y Lluvia en Icamole, escrito este último por su amigo Melitón Farías, cuento que segun me confeso Lluvia tiempo después, fue escrito para ella como una estrategia de conquista amorosa.
La Mordida del Armadillo consiguió sobrevir cuatro numeros, hasta que Melitón Farías, cuyo bolsillo financiaba la totalidad del proyecto, quedó en bancarrota total.
Luego de este fracaso, Lluvia decidió emigrar nuevamente. Empezó a ganarse la vida como guía de turistas en el Desierto de Cuatro Cienegas y hasta allá fuí a encontrarla una mañana de febrero, apenas tres meses despues de haber recibido su envío.
Durante los tres días que pasamos recorriendo áridos parajes, practicamente no hablamos de literatura, pero quedé impresionado de su conocimiento de las rutas, caprichos y leyendas del desierto.
Al final de mi estancia me entregó su cuento Cuando los acereros ya no silban, mientras que yo la invité a que nos visitara en la Universidad a principios de abril para que ofreciera una lectura.
Aunque no se lo dije en ese momento, me seducía la idea de pactar un encuentro entre Lluvia e Ipanema Davilia, capricho que hasta el momento no he podido cumplir, en gran parte por la abultada agenda de Ipanema.
El pasado 23 de diciembre, recibi en mi despacho El Día del Cartero, su mas reciente cuento, mismo que decidí incluir para que abriera esta antologia.

EL

Universidad de Baborigame, 3 de enero 2002.

El Dia del Cartero


A Anselmo decidieron retirarlo el Día del Cartero. Ni siquiera se lo preguntaron y eso fue lo que mas le dolió. Que ya no tuvieran al menos amabilidad de plantearlo como una posibilidad, una opción, “que le parece Don Anselmo sería bueno...si este dia...” Nada. Por mas sutilezas que intentaran colgarle se trataba de una orden, una decisión irrevocable en la que su opinión era lo de menos.
Es cierto, habían pasado más de tres años desde que se cumplió el día en que con todas las de la ley podía exigir su jubilación, pero Anselmo no quería pensar en el retiro, al menos no mientras sus piernas le permitieran subir en bicicleta las colinas de Rio Verde y llegar hasta la Desembocadura.
Pero cuando su líder sindical le dió la noticia, supo que sería mejor no hablar de las ganas que tenía de seguir trabajando, al menos para evitarse la pena de de escuchar “lo siento pero eso ya no puede ser”.
El sindicato planeaba un homenaje que a su vez sería una despedida para los 20 carteros con más tiempo en la delegación regional. De ellos, Anselmo era quien mas años de servicio tenía y había algunos que ni siquiera cumplían la edad o o el tiempo laboral mínimo para jubilarse, pero la orden del nuevo delegado federal era liquidarlos.
Las nuevas políticas de la dependencia exigían un recorte presupuestal y no podían darse el lujo de pagar empleados de la tercera edad solo por no lastimarlos sentimentalmente.
Además, la delegación tendría que pagar un dineral para que agentes del Servicio de Inteligencia, venidos del otro lado de la frontera, dieran un curso intensivo a los carteros sobre como detectar la presencia de esporas infecciosas en el interior de los sobres.
Aunque las historias de cartas portadoras de epidemias le parecian al delegado una paranoia fantasiosa, la orden de sus superiores en la Capital era dar prioridad al curso intensivo, para demostrar que estaban en verdad sintonizados con la alerta mundial por bioterrrismo. El curso resultaba simplemente incosteable si no se recortaban otros gastos y eliminar de la nómina a los más viejos pareció ser la mejor solución.
Anselmo imaginó como habría sido la plática entre el delegado y el líder sindical:”Hay que hacerles una fiesta, algo bonito, que se sientan bien, usted sabe, con las personas mayores hay que tener tacto, que no se sientan innecesarios”.
Y tras una conversacion así, pensó Anselmo, decidieron que el jueves 12 de noviembre sería el último dia de su vida como cartero, despues de 47 años de servicio ininterrumpido en la región.
Aquel dia Anselmo despertó más temprano que de costumbre. Antes de las cuatro de la mañana ya bebía su café negro y 20 minutos después enfilaba rumbo al Centro en su bicicleta. Minutos antes de las seis, ya revisaba la correspondencia de la Sindicatura de Río Verde.
Conforme pasaban los años cada vez habia menos sobres marcados con el codigo postal de la zona. Los habitantes de la Desembocadura se habian ido poco a poco marchando hacia la Zona Este de la Ciudad, en la periferia industrial, zona asiganada a los carteros mas jovenes, que marchaban con los costales retacados de correspondencia.
En la Desembocadura apenas habitaban unas cuantas viudas y algunos ancianos que tiempo hacía estaban retirados.
Por rutina, Anselmo echó un vistazo a los sobres que debía repartir. Hacía mucho tiempo que solo eran recibos de teléfono, agua, luz, estados de cuenta o requerimientos fiscales, pero ese día, justamente el último de su vida laboral, había una carta dirigida a Alesia con la inconfundible mala letra de Marco. Había pasado algún tiempo sin que Marco enviara una sola carta. La última, lo recuerda perfectamente, la entregó un 18 de diciembre. Se había acostumbrado a distinguirlas entre una montaña de sobres y a reconocer la mala letra de Marco que con cada nuevo envío parecía empeorar.
Su vida laboral reservaba dos momentos satisfactorios: Uno era el placer de asomarse al acantilado donde el Río Verde desembocaba hacia el mar, cosa que hacia siempre al filo del medio dia, cuando habia entregado toda la correspondencia. Bajaba de su bicicleta y contemplaba el Océano durante unos 20 minutos mientras fumaba su único cigarro del dia. Después emprendía el descenso hacia el centro.
El otro momento que vivía con particular agrado era cuando acudia a casa de Alesia a entregarle correspondencia de Marco. Esto sucedía cada dos o tres semanas y nada había que le causara mas placer que ver la sonrisa de Alesia cuando distinguía en el sobre la torpe caligrafía de su amante.
Esto sucedió durante cinco años, en los que Marco jamás se retrasó en sus envíos. Las cartas para Alesia eran desde hacía mucho tiempo las únicas que contenían algo distinto a un cobro o un requerimiento. Las únicas en las que la letra era el producto del pulso de una mano que imaginaba sudada y temblorosa y no tenían el sello de una institución.
Cuando Anselmo se inició en el oficio de cartero a los 19 años, muchos de los sobres que repartía eran noticias de guerra. Río Verde era en aquel entonces una aldea de pescadores que de un dia para otro se fueron convirtiendo en soldados del país vecino. Anselmo llegaba entonces con el costal atiborrado de noticias del frente que entregaba a las impacientes esposas.
Por aquel entonces entregó cartas de amor, partes de defuncion, avisos de pronto regreso y algunas medallas envueltas en banderas. Cuando la guerra terminó, muchas de las mujeres a las que Anselmo habia entregado cartas se habían convertido en viudas.
Después llegaron los años en que los hijos de los soldados comenzaron a hacerse hombres y a abandonar Río Verde. Pese a que la zona empezó a despoblarse poco a poco, en aquellos tiempos habia todavia muchas cartas personales que entregar. Con el paso de los años, la zona se fue quedando sóla y el paquete de Anselmo solo había recibos para entregar.
Hasta que llego el dia en que le entrego a Alesia el primer sobre con la letra de Marco. Desde que vió su expresión al recibir la primera carta, supo que esa correpospondencia le importaba de sobremanera. Antes de ese día, Anselmo solía entregar regularmente sobres en casa de Alesia, principalmente recibos de servicios que venían a nombre del marido y que ella recibía sin dirigirle algo más que el rutinario buenos dias.
Pero su actitud comenzó a cambiar desde que recibió la primera carta de Marco. Ahora cada vez que veia aparecer a Anselmo, le pedía por favor que urgara hasta el fondo de la bolsa para verificar si había correspondencia para ella. Para cuando ya le había entregado unas 10 cartas de Marco, Alesia lo empezó a convertir en su complice.
Lo primero que se atrevió a pedirle, fue que nunca le entregara una carta de Marco si su marido estaba en casa. Esto se lo haría saber por medio de un saludo en clave para que regresara mas tarde a traerle el envío. Anselmo supo entonces que se había convertido posiblemente en la única persona en el barrio que guardaba su secreto.
Con el tiempo, Alesia le fue confiando poco a poco los detalles de su relación epistolar e inclusive le pedía que llevara al correo las cartas que ella escribía para Marco.
Ya para entonces, cada que le traía una carta, Alesia solía invitar a Anselmo a tomar café y le hablaba un poco de su vida. Marco habia sido amante de una sola noche. Lo había conocido en un viaje que hizo al norte cuando todavía trabajaba como fotógrafa. Nunca habia vuelto a verlo, pero sus cartas habían sido constantes y le confesó, constituían la mayor felicidad de su vida. Todas las guardaba dentro del estuche de una vieja cámara que yacía arrumbado en el tapanco al que su marido jamás entraba. Todas las mañanas e incluso las noches de insomnio, pasaba horas enteras leyendo las cartas del amante. Alguna vez le expresó sus dudas y se permitió pedirle un consejo. ¿Debería escaparse con Marco? ¿Dejarlo todo? ¿Abandonar marido e hijos para ir en busca del amante de unas horas? “Esas cosas no son de las que se piensan dos veces, es más, ni siquiera se piensan, usted sabra cuando hacerlo, digo yo, hay señales, iluminaciones que no pueden equivocarse”, le contestaba Anselmo.
De cualquier manera Alesia jamás se atrevió a dar el paso. La última carta de Marco la entregó Anselmo una semana antes de la Navidad. Despues pasaron los meses y al cartero lo corroía la curiosidad por saber que habría pasado con el romance epistolar.
¿Se habrían enojado? ¿Habría muerto el amante? Aún así, sintió que no tenía derecho a caer en la impertinencia de preguntarle a Alesia lo que había pasado.
Hasta que una mañana en que le llevó el recibo del teléfono, ella misma se lo dijo ¿No extraña traerme las cartas de Marco? Y fue entonces cuando le contó que en el café ubicado a tres cuadras de ahí, habían instalado una computadora y ella tenía ya su dirección personal de correo electrónico. Marco se lo había dicho, era más práctico y mas rapido.
Sí, le dijo Alesia a Anselmo, era mas bonito tener un papel con las letras que su mano había escrito pensando en ella, pero lo cierto es que con el internet era todo tan rápido, que podían escribirse varias cartas en un día. Ahora Alesia pasaba la mañana entera en el café frente al teclado de la computadora y la mayoría de las veces no estaba en casa para cuando llegaba Anselmo a entregar los estados de cuenta y los recibos. Tampoco había tiempo ya para tomar café. En los últimos años Anselmo la vió unas cuantas veces, hasta el 12 de noviembre, último día en que trabajaría como cartero y en el que por algún capricho del destino, tenia una carta para Alesia, escrita con la inconfundible letra de Marco. ¿Se habrian aburrido del correo electrónico?
En lo personal, Anselmo pensaba que el internet habia asesinado la magia de las cartas de amor. Sus compañeros más jóvenes nunca habían entregado una sola en toda su vida. Todos coincidían en que el futuro de los carteros sería entregar recibos y con el tiempo ni siquiera eso. Llegaría el día en que todas las cuentas fueran enviadas por correo electrónico y los carteros se extiguirían y pasarían a formar parte del museo de los empleos obsoletos. Anselmo pensaba aliviado que sin duda no estaría vivo para cuando ocurriera algo así. Habia dedicado 47 años de su vida a repartir cartas y si algún día los carteros fueran recordados como una especie extinta, él sin duda habría muerto. La mejor prueba de que aun faltaba mucho tiempo para eso, es que en su último día de servicio, alguien habia escrito una carta de amor que él se encargaría de poner en manos de la amante.
Enfiló hacia la casa de Alesia y se sintió satisfecho de comprobar una vez mas que luego de 47 años las piernas le seguían respondiendo a la hora de pedalear.
Sin duda alguna la alegría que le causaría la carta a Alesia sería motivo más que suficiente para que lo invitara a tomar café, penso Anselmo, y aprovecharía para platicarle sobre su retiro y confesarle de paso lo triste que se sentía de saber que alguien lo considerara un inútil. Estaba demasiado sano para dedicarse a no hacer nada y esperar la muerte sentado en una mecedora. Tal vez se animaría a pedirle a Alesia que la dejara visitarla de vez en cuando, para saber si el nuevo cartero que cubriría la zona le traía cartas del amante.
Cuando llego a la casa, Anselmo tuvo que tocar varias veces antes de que alguien le respondiera. Alesia acudió a abrirle. Apenas pudo reconocerla. Tenía los ojos rojos y el rostro demacrado. Parecia estar demasiado cansada, aunque se sorprendio demasiado al ver la carta de Marco. Invitó a Anselmo a pasar. Estaba nerviosa y hablaba con dificultad.
La carta le extrañaba demasiado, le dijo Alesia después de unos minutos. Ella y Marco habian roto relaciones hacia tres semanas. Sus últimos mensajes por correo electrónico habían sido una guerra de celos. Hacía algún tiempo que Marco le decía que estaba harto y no soportaba imaginarla durmiendo a lado de su marido. “Le expliqué una y otra vez que en todos estos años jamas dejé de amarlo”, dijo Alesia, pero Marco no estaba dispuesto a esperar un día más. “Me pidió que lo demostrara y dejara todo, pero mis hijos me necesitan, no podría abandonarlos”, le narró a Anselmo entre sollozos.
Entonces, le conto Alesia, Marco envió un correo de ultimátum: “Este es mi último mensaje. A partir de ahora solo nos hablaremos mirandonos a los ojos o no nos hablaremos nunca. El viernes por la tarde te esperaré en el Aeropuerto del Norte. He reservado un boleto para ti. Si no vienes, no volveras a saber nunca de mí”.
Alesia le contó que no pudo conciliar el sueño en las cuatro noches previas a la fecha señalada por Marco. Por momentos estaba decidida a hacerlo, pero la tarde en que debia tomar el avión, su hijo menor ardía en fiebre y entonces comprendió que nunca podría cargar con la culpa de haberlos abandonado. Decidió no ir y Marco cumplió su amenaza. Desde hacía tres semanas solo podía conciliar el sueno atiborrándose de pastillas. Todos los días le había enviado correos electrónicos explicándole la situación, pero ninguno había sido respondido.
Anselmo la consoló diciéndole que en esa carta seguramnete vendría la petición de reconciliación. Él habría sin duda decidido volver a la antigua manera y escribirle un poema de su puño y letra en el que le pediría perdón por el abandono.
Ella parecía tranquilizarse y Anselmo decidio marcharse, pues no queria prolongar mas la deseperacion de Alesia, que seguramente deseaba estar sola para abrir la carta.
Anselmo le prometió que aunque no fuera como cartero, volvería algunas mañanas para conversar un poco. “Vuelva usted cuando guste”, le dijo Alesia antes de encerrarse a leer la carta.
Anselmo acudió ritualmente al acantilado a contemplar la Desembocadura. Mientras fumaba su cigarro, se imaginaba a Alesia leyendo por quinta vez la carta de Marco.
Por primera vez, aceptó ante si mismo que pensaba en ella mucho mas de de lo que había pensado en todas las personas que a lo largo de 47 años habian recibido cartas de sus manos.
¿Se habría enamorado? Mejor ni pensarlo. Se conformaba con ser el encargado de guardar el secreto de su romance epistolar con Marco.
Por la tarde, durante la fiesta de despedida, solo penso en Alesia. Ni siquiera pudo articular frases coherentes cuando el líder sindical le pidió que en su calidad de decano del Servicio Postal, pronunciara unas palabras a nombre del gremio.
Acabó pronto y pidio mas cerveza. Lo demás fueron abrazos rituales y agradecimientos hipócritas. “Hombres como usted engrandecen al Servicio Postal Anselmo”, “Venga usted a visitarnos de vez en cuando, necesitamos de sus consejos”. Regresó a su casa a la media noche adormilado por la cerveza. Al día siguiente se levantó por primera vez en años con la luz del dia y por un momento tuvo ganas de tomar su bicicleta e ir a casa de Alesia, o por lo menos a contemplar la Desembocadura.
Tomó café lentamente. Los minutos de la mañana parecían inmóviles. La jubilación sería como estar en un coma del alma, esperando la llegada de la muerte.
Con la idea de matar en algo el tiempo, fue a la tienda de abarrotes a comprar un poco de leche para el cafe y decidio también comprar el diario, para ver si su lectura podia acelerar en algo el transcurrir de su primera mañana de desocupado.
La primera pagina hablaba de bombardeos intensos, miles de civiles muertos y psicósis mundial por armas quimicas. Ninguna nota le parecio interesante, así que pasó a las páginas locales de seguridad en donde encontró un encabezado en estridentes letras rojas que al principio no comprendió. ARMAS QUÍMICAS EN RÍO VERDE. Despiadado psicÓpata envía carta infectada con esporas de Anthrax. La nota se referia a Alesia Madero, ama de casa de 31 anos de edad, fallecida anoche en el Hospital Civil, luego de ser internada de urgencia trás abrir una carta firmada por Marco Sierra. Las hojas venian rociadas con un extrano polvo que según los primeros informes arrojados por el Servicio Medico Forense, contenia una fuerte cantidad de esporas de la fatal bacteria.
Hasta el momento no se tenian mas detalles, pues los peritos no eran capaces de decifrar el poema escrito en las hojas contaminadas. Ll S